Joseph Conrad - Nostromo
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"En el campo de construcción, al final de la línea, se procuró un caballo, armas, algunos vestidos, y emprendió solo aquella prodigiosa caminata de cuatrocientas millas en seis días al través de un país en plena revolución, rematándola con la hazaña de cruzar las líneas monteristas que cercaban a Cayta. El relato de esa expedición formarían un libro de la más fascinadora lectura. Llevaba la vida de todos nosotros en el bolsillo. Para tal empresa no bastaban la abnegación, el valor, la fidelidad y la inteligencia. Por supuesto, él era perfectamente íntegro e incorruptible. Pero se necesitaba un hombre que supiera salir airoso, y el capataz era ese hombre.
"El cinco de mayo, hallándome, por decirlo así, prisionero en la oficina del puerto de mi Compañía, oí de repente el silbato de una máquina en los cercados del ferrocarril, a la distancia de un cuarto de milla. No podía dar crédito a mis oídos. Salí corriendo al balcón y vi una locomotora que salía de los terrenos de la estación silbando frenéticamente, envuelta en una nube blanca, y luego acortó la velocidad casi hasta pararse precisamente al llegar a la posada del viejo Viola. Divisé a un hombre, señor -pero sin distinguirle con claridad-, que salió disparado del Albergo d’Italia Una , trepó a la plataforma, y luego la máquina se alejó de la casa como dando un salto y desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Como cuándo apaga usted una vela, señor. El conductor era un maquinista de primer orden; puedo asegurarlo. En Rincón y en otro sitio los guardias nacionales les hicieron un nutrido fuego. Por fortuna la línea no había sido cortada. En cuatro horas llegaron al campo de construcción. Nostromo había efectuado la primera parte de su viaje… Lo demás ya lo sabe usted.
"Le basta, señor, echar una mirada a su alrededor. Personas hay aquí en la Alameda que se pasean en sus carruajes, y aún están vivas hoy, porque hace años contraté a un marinero italiano fugitivo para capataz de nuestro muelle, sin más razón que la de haberme gustado su aspecto. Y ese es un hecho. No puede usted desconocerle, señor.
"El diecisiete de mayo, a los doce días justos de haber visto subir a la máquina al hombre que salió de la casa Viola, sin poder adivinar lo que aquello significaba, los transportes de Barrios entraban en este puerto, y la "Tesorería del Mundo," como el redactor de The Times llama a Sulaco en su libro, se salvó intacta para la civilización… para alcanzar en lo futuro una gran prosperidad, señor.
"Pedrito, amenazado por Hernández en el Oeste y por los mineros de Santo Tomé que avanzaban con ímpetu por la puerta de tierra, no pudo oponerse al desembarco. Durante una semana había estado enviando mensajes a Sotillo pidiéndole que se incorporara. Caso de haberlo hecho, las matanzas y destierros no hubieran dejado en la ciudad a ningún hombre ni mujer de posición. Pero aquí es donde entra en escena el doctor Monygham.
"Sotillo, ciego y sordo para todo, plantado en el puente de su vapor, vigilaba el dragado para pescar la plata, que creía sepultada en el fondo del puerto. Dicen que los tres últimos días estaba fuera de sí, rabioso y echando espumarajos al no hallar nada, yendo de una parte a otra por cubierta y echando maldiciones a los botes de las dragas, señalándoles los puntos que debían explorar, y gritando: "¡Y, no obstante, está ahí! ¡Lo veo! ¡Lo palpo!"
"Ya se disponía a colgar al doctor Monygham (a quien tenía a bordo) del extremo superior de una grúa, cuando el primer transporte de Barrios, que era uno de nuestros barcos, penetró en el puerto y, poniéndose cerca de costado, abrió fuego de fusil sin más preliminares, como saludo. Fue la mayor sorpresa del mundo, señor. Tan atónitos quedaron que, en el primer momento, no se retiraron de cubierta bajando al entrepuente. Los hombres caían como bolos. Fue un milagro que Monygham, de pie junto a la escotilla de popa, con la cuerda alrededor del cuello, se librara de quedar agujereado como una criba. Me contó después que se había dado por muerto, y que había gritado sin cesar con toda la fuerza de sus pulmones: " ¡Izad bandera blanca!" "¡Izad bandera blanca!" De improviso un viejo comandante del regimiento de Esmeralda, que estaba cerca, desenvainó la espada y gritando: "¡Muere, traidor perjuro!", atravesó de parte a parte a Sotillo, sin darle tiempo a dispararse un tiro en la cabeza."
El narrador se tomaba de cuando en cuando un rato de descanso, y luego proseguía:
– "¡Pardiez, señor! Podría contarle a usted mil incidentes por espacio de horas. Pero es tiempo de que partamos para Rincón. No estaría bien que pasara usted por Sulaco sin ver las luces de la mina de Santo Tomé, la montaña entera hecha un incendio, como un alcázar iluminado encima del sombrío Campo. Es un paseo de moda… Pero permítame referirle una anécdota sólo para ponerle a usted en autos.
"Unos quince días después, o algo más, cuando Barrios, declarado generalísimo, marchó al sur en persecución de Pedrito; y la Junta Provisional, presidida por don Justo López, hubo promulgado la nueva Constitución; y nuestro don Carlos Gould se ocupaba en preparar sus maletas para ir con una misión política, señor, a San Francisco y Washington (los Estados Unidos, señor, fueron la primera gran potencia que reconoció la República Occidental); unos quince días después, digo, cuando empezábamos a sentir que teníamos las cabezas seguras en nuestros hombros, si puedo expresarme así, un hombre importante que enviaba y recibía géneros en grande por nuestros bancos, vino a verme por asunto de su negocio y lo primero que me dice es:
– "Oiga, capitán Mitchell, ¿es ese individuo (refiriéndose a Nostromo) todavía capataz de sus cargadores o no?
– ¿Qué ocurre? -dije yo.
– "Porque si lo es, no me importa nada; estoy agradecido al servicio que me presta la Compañía O.S.N.; pero le he visto varios días ganduleando por el muelle, y precisamente ahora me ha detenido, con la mayor frescura del mundo, pidiéndome un puro. Usted sabe que gasto una marca especial, y que no los compro para regalarlos así como así.
– "Espero que se haya visto usted forzado a hacerlo pocas veces.
– "¡Oh!, desde luego. Pero es una molestia insoportable. El hombre anda siempre mendigando cigarros.
"Señor, volví a un lado la vista, y luego pregunté:
"¿No fue usted uno de los que estuvieron presos en el Cabildo?
– "Usted lo sabe perfectamente, y que me pusieron cadenas además -respondió el.
– "Y que se le exigían quince mil dólares para ponerle en libertad.
"Se ruborizó, señor, porque cundió que se había desmayado de miedo cuando llegaron a arrestarle, y que ante Fuentes se mostró abyecto arrastrándose a sus pies, de modo que hizo sonreír de lástima a los mismos policianos que le habían llevado cogido por los cabellos.
– "Sí -añadió un tanto confuso. -Y eso ¿qué tiene que ver?
– "¡Oh! Nada, Que corrió usted peligro de perder un piquillo -repliqué-; eso suponiendo que hubiera usted librado con vida. Pero ¿qué puedo hacer por usted?
"El hombre no entendió la indirecta. Se quedó como si tal cosa. Y así va el mundo, señor."
Al fin terminaba la conversación en la Alameda, levantándose el señor Mitchell algo entumecido, y la expedición a Rincón solía hacerse con una observación filosófica hecha por el implacable cicerone con los ojos fijos en las luces de Santo Tomé, que parecían suspendidas en la oscura noche entre el cielo y la tierra:
– Un gran poder para bien y para mal, señor. Un gran poder.
Y se cenaba en Mirliflores, famoso por su excelente cocina, dejando en el ánimo del viajero la impresión de que abundaban en Sulaco los jóvenes simpáticos y despejados, con salarios al parecer demasiado crecidos para su edad, y, entre ellos, unos cuantos, por lo general, anglosajones peritos en el arte de gastarle un bromazo, como suele decirse, a un huésped de buen genio.
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