Joseph Conrad - Nostromo

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Una masa de tierra, hierba y arbustos destrozados había caído muy naturalmente sobre la cavidad oculta bajo del árbol inclinado. Decoud había intentado sepultar el tesoro según las instrucciones que le había dado, usando la pala con cierta maña. Pero la sonrisa de aprobación que Nostromo había esbozado se trocó en un mohín desdeñoso ante la pala misma arrojada en un sitio perfectamente visible, como si el operador, dejándose llevar del disgusto o de un repentino pánico, hubiera abandonado de pronto su tarea. ¡Ah! Todos eran iguales en su insensatez esos hombres finos que inventaban leyes y gobiernos y cargas estériles para la gente del pueblo.

El capataz recogió la pala, y mientras sentía en la mano la impresión del mango, le asaltó el deseo de echar un vistazo a las cajas de cuero crudo del tesoro. A las pocas paladas de tierra removida, descubrió los bordes y cornejales de varias; luego, retirando más tierra, vio que una de ellas había sido rajada con un cuchillo.

Al advertirlo lanzó una interjección con voz ahogada y cayó de rodillas echando miradas a su espalda, ya de un lado, ya de otro. El cuero fuerte y duro se había vuelto a cerrar, y vaciló antes de meter la mano por la gran abertura y palpar los lingotes. Allí estaban. Uno, dos, tres… Sí faltaban cuatro. Los habían llevado. Cuatro lingotes. Pero ¿quién podría ser el autor de la sustracción? ¿Decoud? Nadie más. Y ¿por qué? ¿Con qué fin? ¿Por qué maldito capricho? El se lo sabría. Cuatro lingotes, llevados en un bote, y… ¡sangre!

Frente a la entrada del golfo, el sol, nítido, sin nubes, indiferente, se hundía en el mar con el grave y sereno misterio de una inmolación voluntaria, consumada lejos de todos los ojos mortales en medio de una infinita majestad de silencio y de paz. ¡Cuatro lingotes menos!… y ¡sangre!

El capataz se levantó despacio.

– Tal vez se cortara sencillamente en la mano -murmuró. -Pero entonces…

Sentóse sobre la tierra removida, en un estado de animo enteramente pasivo, como si le hubieran encadenado al tesoro, con las piernas dobladas y erectas, abrazadas, presentando un aspecto de sumisión absoluta, a modo de un esclavo puesto de guardia. Sólo una vez alzó la cabeza bruscamente: el repiqueteo sordo de un fuego graneado había llegado a sus oídos, remedando la caída de un chorro de guisantes secos sobre un tambor. Después de escuchar un rato, dijo a media voz:

– No volverá jamás a dar explicaciones.

Y bajó de nuevo la cabeza.

– ¡Imposible! -musitó con acento lúgubre.

El ruido del tiroteo se extinguió. El resplandor de un gran incendio en Sulaco llameó con tintes rojos sobre la costa, y jugando en las nubes del fondo del golfo, pareció tocar con un reflejo siniestro las formas de las Tres Isabeles. Pero Nostromo no lo advertía, aunque había levantado la cabeza.

– Y entonces, no puedo saber… -prorrumpió distintamente, y permaneció silencioso y mirando de hito en hito durante horas.

No pudo saber… Nadie había de saber… Como ha podido suponerse, el fin de don Martín Decoud nunca llegó a ser objeto de cavilaciones para nadie, excepto para Nostromo. Si se hubiera conocido la verdad de los hechos, siempre habría quedado la cuestión de ¿por qué? Y al contrario, la versión de la muerte de Decoud pereciendo ahogado al hundirse la gabarra no dejaba incertidumbre ninguna sobre el motivo.

El joven apóstol de la Separación había sucumbido luchando por su idea a consecuencia de un accidente lamentable. Esta fue la creencia general; pero la verdad era que había muerto de soledad, ese enemigo que pocos conocen en el mundo, y al que sólo las almas más sencillas son capaces de resistir. El brillante costaguanero de los bulevares había muerto de soledad y de falta de fe en sí mismo y en los demás.

Por razones serias y valederas, generalmente desconocidas, las aves marinas del golfo huyen de Las Isabeles. Su guarida es el rocoso Cabezo de Azuera, cuyos pétreos rellanos y abismos resuenan con sus salvajes y alborotados clamores, como si disputaran eternamente sobre el tesoro legendario.

Al expirar el primer día de la permanencia de Decoud en la Gran Isabel, volviendo a su yacija y hierba áspera, bajo de la sombra de un árbol, se dijo a sí mismo:

– Ni un solo pájaro he visto en todo el día.

Y tampoco había oído ningún sonido en todo el día, excepto el de su propia voz musitante. Había sido un día de silencio absoluto -el primero que había conocido en su vida. Y no había dormido ni un segundo. A pesar de todas las noches de vigilia y los días de peleas, proyectos y discusiones; a pesar de los peligros y rudo bregar de la última noche en el golfo, no había podido pegar los ojos un momento. Y, no obstante, desde la salida hasta la puesta del sol había descansado en tierra, de espaldas o de bruces.

Desperezóse y con pasos lentos descendió a la barranca para pasar la noche al lado de la plata. Si Nostromo regresaba -como pudiera hacerlo en cualquier instante-, allí es donde acudiría a mirar antes que a ninguna otra parte, y la noche, por supuesto, era el tiempo propicio para una tentativa de comunicación. Recordó con profunda indiferencia que no había comido nada aún desde que se quedó solo en la isla.

Pasó la noche con los ojos abiertos y cuando apuntó el día, tomó algo sin abandonar su indiferencia. El brillante "Decoud Hijo", el niño mimado de la familia, el amante de Antonia y periodista de Sulaco, no tenía condiciones para luchar solo contra sí mismo. La soledad, producida por las circunstancias externas de la vida, se convierte muy rápidamente en un estado de alma en que no caben afectaciones de ironía y escepticismo. Se apodera del ánimo y arrastra el pensamiento al destierro de la duda absoluta. Después de aguardar tres días la vista de algún rostro humano, Decoud se halló de pronto dudando de su propia individualidad. Se le ofrecía sumergida en un mundo de nubes y agua, de fuerzas y formas de la naturaleza. Únicamente en nuestra actividad es donde hallamos la ilusión confortadora de una existencia independiente, en medio del conjunto de seres de que formamos una parte arrastrada por el torbellino de los acontecimientos. Decoud perdió toda fe en la realidad de su acción pasada y futura. El quinto día cayó sobre él una melancolía inmensa que le impresionaba de un modo tangible. Resolvió no entregarse a la gente de Sulaco, que la había acosado y ahora se le antojaba irreal y terrible, como fantasmas espantadizos y repugnantes. Contemplóse luchando débilmente en medio de ellos, y vio a Antonia, en forma de una estatua alegórica, gigantesca y adorable, que miraba con ojos despectivos su debilidad.

Ningún ser viviente, ninguna mancha de alguna vela lejana apareció en su campo de visión; y, como para escapar de esta soledad, se abismó en su melancolía. La vaga conciencia de una vida mal dirigida, entregada a impulsos cuyo recuerdo deja un sabor amargo en el alma, fue el primer sentimiento moral de su naturaleza de hombre maduro. Pero al mismo tiempo no sentía remordimiento. ¿De qué había de dolerse? No había reconocido otra virtud que la inteligencia, y había erigido las pasiones en deberes. Tanto su inteligencia como sus pasiones sucumbieron fácilmente en aquella soledad no interrumpida de aguardar sin fe. El insomnio había despojado a su voluntad de toda energía: no había dormido siete horas en los siete días. Su tristeza era la tristeza de un ánimo escéptico. Contempló el universo como una sucesión de imágenes incomprensibles. Nostromo era muerto. Todo había fracasado ignominiosamente. No se atrevía a pensar más en Antonia. No había sobrevivido a tanta desgracia. Pero, aunque hubiera sobrevivido, no podría mirarla a la cara. Y todo esfuerzo parecía insensato.

El día décimo después de pasar la noche anterior sin dormitar siquiera una vez (le había ocurrido que Antonia no había amado jamás a un ser tan impalpable como él), se le representó la soledad como un inmenso vacío, y el silencio del golfo como una cuerda tensa y fina, de la que se hallaba colgado de ambas manos, sin temor, sin sorpresa, sin emoción de ningún género. Sólo al anochecer, con la impresión de relativo bienestar producida por el fresco, empezó a desear que esa cuerda se rompiera pronto. Se la imaginó estallando con la detonación de una pistola -un estampido seco y macizo. Y eso sería el remate de todo. Consideró esa eventualidad con satisfacción, porque temía las noches de insomnio, en que el silencio, perseverando inalterable en forma de una cuerda, de la que él pendía asido con ambas manos, vibraba con frases sin sentido, siempre las mismas, pero del todo incomprensibles, sobre Nostromo, Antonio, Barrios y las proclamas, mezclado todo en un zumbido sordo e irónico. Durante el día le era dado mirar el silencio como una cuerda inerte, tendida a punto de romperse, con su vida, su vida inútil, colgada de ella como un peso.

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