Luis Sepúlveda - Nombre De Torero

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En los años sombríos del nazismo, desaparecen de un rincón secreto de la prisión de Spandau unas valiosísimas monedas de oro. Casi cincuenta años después, caído el Muro de Berlín, dos personajes oscuros pero poderosos, con un pasado político turbio, contratan cada uno por su lado a dos «antiguos combatientes», Juan Belmonte -el que tiene nombre de torero – y Frank Galinsky. En «paro» laboral e ideológico, ambos deben partir en busca de un botín robado que nadie se atreve en realidad a reclamar oficialmente. Belmonte acepta el encargo por amor a Verónica, Galinsky, por un viejo hábito de obediencia militante cuyo ideal es ahora el de enriquecerse «como todos los demás». Al mismo tiempo, al otro lado del mundo, un viejo humilde y solitario recibe un misterioso mensaje ¿Llegarán a enfrentarse Belmonte y Galinsky? ¿Existe realmente el tesoro? En tiempos implacables como los que vivimos, ¿vencerá el amor o la codicia?

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– Hay un problema, Kramer.

– ¿Cuál?

– El tipo tiene una pistola nueve milímetros.

– Imposible. Nadie mete armas en los aviones de Lufthansa.

– La compró aquí. Y mató al vendedor.

– Tenemos un trato, Belmonte. Mañana me llamas desde el sur.

– Cumpliré con lo pactado, Kramer. Pero voy a actuar a mi manera.

Vi caer la noche sobre Santiago. Y Verónica estaba tan cerca, tan cerca, amor, y yo con mi miedo al encuentro, que lentamente dejaba de ser miedo, y si no corria a tus brazos era porque estaba paralizado por esa maldita fiebre que me hace llegar al final de lo que empiezo, y porque la cercanía de la acción me fue mostrando un camino que ya creía olvidado, Veronica, mi amor, el camino que me llevaría de regreso al que fui, al que quisiste.

Tercera parte

… pues sólo a los bobos podría importarles algo que no fuera el arte de seguir vivos.

Marcio Souza, final de Illad Illaria

1 Tierra del Fuego: el último adiós

Griselda ocupaba una silla cerca de la chimenea y a la derecha del muerto. Junto a ella se sentaban el doctor Aguirre y su hijo Jacinto. Al otro lado del cajón se ordenaban: Mansur el de la pensión y su mujer Ana la mudita, Santos Ledesma el capador, el sargento Gálvez y el carabinero Bryce, policías quellegaron con la insólita misión de cuidar del orden público.

Cada uno de los presentes le había ofrecido sus sinceras condolencias, que Griselda primero escucho avergonzada, pues ofrecían la confirmación a los infundados rumores de concubinato que rodearon su relación con el viejo Franz y que muy pronto fue aceptando como justas. Después de todo, la vida le debía un velorio en forma, con un muerto suyo presidiendo la ceremonia con su rostro cerúleo. A su difunto marido no pudo verle la cara antes del entierro, porque tenía puesta la escafandra de buzo y media tonelada de hielo lo separaba del mundo.

– No entiendo por qué lo hizo. Hace pocos días lo vi, cuando estaba cambiando el techo. Le ofrecí ayuda y me respondió que hay asuntos que un hombre debe hacer solo. Se veía bien. No lo entiendo, pero lo respeto -dijo Santos Ledesma.

– ¿Estaba triste últimamente? -preguntó Mansur.

– No. Estuve con él antes de…, bueno. Quiso comer cabrito asado y se lo hice. Se tomó sus vasitos de vino y escuchó la música que le gustaba. Hasta hizo bromas antes de que lo dejara -sollozó Griselda.

– No es de cristianos volarse los sesos, disculpe señora -opinó el carabinero Bryce.

– Pero hay que ser buen hombre para hacerlo -corrigió el sargento Gálvez.

– ¿Cambiamos de tema? -sugirió el doctor Aguirre.

– Tiene razón, doctor. Ven, mudita.

Llamó a Mansur y se alejó con su mujer hasta la chimenea. Griselda quiso levantarse también, pero Mansur la conminó con gentileza a permanecer sentada.

La mudita juntó brasas, puso sobre ellas una marmita con aceite y, cuando comprobó que estaba a punto de hervir, fue tirando los pequenes que traian preparados. Uno a uno se fueron dorando los pequenes, las empanadas sin carne, pura cebolla, y que son complemento indispensable de los velorios fueguinos.

Comieron con los cuerpos inclinados para evitar que las gotas de espeso jugo los mancharan. Mansur sirvió vino y la bandeja de los vasos pasó de mano en mano.

– Usted sí que sabe hacer pequenes, Mansur -dijo el sargento Gálvez.

– Yo hago el relleno. El arte está en la masa y ése es trabajo de la mudita -¿ontestó Mansur, palmoteando un brazo de su compañera.

– Tiene mano de monja, señora -piropeó el carabinero Bryce.

La mudita miró a Mansur con ojos interrogantes.

– Dice que tienes mano de monja.

La mudita sonrió y se precipitó a seguir friendo pequenes.

– Por el difunto. Que en paz descanse -brindó Griselda.

Todos asintieron levantando los vasos en silencio.

Jacinto y el doctor Aguirre salieron al aire libre. El cielo se veía intensamente azul y una bandada de avutardas volando hacia el norte les hizo alzar las cabezas. Caminaron hasta una loma desde la que se divisaba Bahía Inútil en toda su inmensidad.

– El mar cambia de color. Un invierno más -comentó el doctor.

– Oiga. ¿Cómo es eso del testamento? No termino de entenderlo.

– Muy simple. El viejo nombró a tu madre heredera universal de todos sus bienes. Casa, parcela, animales. Todo. Pero el testamento tiene una cláusula bastante especial: tu madre no puede ni vender ni hacer modificaciones en la casa.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Nunca. Pero, si un día Griselda se nos va entonces todo será tuyo y podrás hacer lo que quieras.

– Qué macana. Yo nunca quise al viejo, doctor. Siempre lo consideré un impostor, alguien que trataba de suplantar a mi padre. Y me fui a Punta Arenas porque no soporté las habladurías que corrían respecto de mi madre y él. Esa herencia hace de mi madre la viuda oficial del viejo. Si la quería tanto, ¿por qué no se casó con ella?

– Eres muy tonto, Jacinto. Entre tu madre y el viejo había algo muy intenso y bello que se llama amistad. Amistad entre dos seres con mucha vida detrás. Eso suele ser más interesante que el amor.

Cuando regresaron a la casa vieron un tercer caballo atado junto a los de los carabineros. Era el matungo del cura. Se veía como un enano peludo al lado de los briosos corceles de los policías.

El cura saboreó entre elogios un par de pequenes, se echó un vaso de vino al coleto, se colgó la estola del cuello y se acercó al muerto.

– En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Yo te absuelvo de todos tus pecados, hermano Franz. Poco sabemos de ti, tal vez hay muchos detalles de tu vida que jamás conoceremos pero tal vez Dios ha dispuesto que esta inmensidad esté llena de secretos. Has cometido el peor de los pecados, has quitado con tus manos la vida que sólo el señor podía retirarte. Sin embargo yo te absuelvo; Dios nunca mira para la Tierra del Fuego. Amén.

2 Tierra del Fuego: el descolgado

Al aterrizar en Punta Arenas agradecí el anorak que me proporcionara Pedro de Valdivia. El sol alumbraba, pero su calor era raptado por las ráfagas de viento gélido y salobre que azotaban los árboles y los cuerpos.

No me costó un gran trabajo llegar hasta la dársena y tampoco lo fue encontrar las puertas del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto. Nunca antes había estado en esa ciudad austral, pero en Hamburgo escuché a docenas de marinos hablar del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto como uno de los mejores tugurios para gente de mar.

Apenas traspuse el umbral sentí la acogedora bienvenida de una salamandra encendida en medio del local y el apetitoso aroma de cordero estofado que salía de la cocina. La barra era larga, de madera muy pulida y brillante. Detrás se ordenaban cientos de botellas, astrolabios, compases, gallardetes y otros utensilios de mar.

– Al cordero le falta un poco -saludó el mesonero.

– Puedo esperar.

– ¿Seco?

– Póngame algo para calentar los huesos.

– Un guarapón entonces.

Una buena docena de hombres se repartía entre varias mesas. Hablaban de los precios del marisco. Puteaban a los pesqueros japoneses. Con el vaso de aguardiente me senté frente a una mesa vacía. Un tipo fornido giró el cuerpo para hablarme.

– ¿Juega truco, paisano? Nos falta un cuarto hombre -dijo.

– Uno dispuesto a pagar el almuerzo -apuntó otro, que lucía un casco plateado de petrolero.

– No, lo siento. Siempre quise aprender pero no tuve la chance.

– Bueno. Si quiere aprender perdiendo, arrime la silla -invitó el fortacho.

Me uní a la mesa. El tercer hombre fumaba una pipa y empezó a barajar las cartas.

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