Luis Sepúlveda - Nombre De Torero

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En los años sombríos del nazismo, desaparecen de un rincón secreto de la prisión de Spandau unas valiosísimas monedas de oro. Casi cincuenta años después, caído el Muro de Berlín, dos personajes oscuros pero poderosos, con un pasado político turbio, contratan cada uno por su lado a dos «antiguos combatientes», Juan Belmonte -el que tiene nombre de torero – y Frank Galinsky. En «paro» laboral e ideológico, ambos deben partir en busca de un botín robado que nadie se atreve en realidad a reclamar oficialmente. Belmonte acepta el encargo por amor a Verónica, Galinsky, por un viejo hábito de obediencia militante cuyo ideal es ahora el de enriquecerse «como todos los demás». Al mismo tiempo, al otro lado del mundo, un viejo humilde y solitario recibe un misterioso mensaje ¿Llegarán a enfrentarse Belmonte y Galinsky? ¿Existe realmente el tesoro? En tiempos implacables como los que vivimos, ¿vencerá el amor o la codicia?

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Medía unos cuarenta centímetros de alto y representaba a un farolero sajón, altivo y disciplinado, de esos que existieron hasta que los bombarderos aliados sepultaron Dresden en 1945. En la cabezota hidrocefálica llevaba una chistera negra, y en el cuerpo le habían pintado un gabán azul, con botones, charreteras y bocamangas doradas. Unos pantalones blancos con ribetes azules y botas de montar negras completaban su indumentaria. En la mano derecha sostenía una larga vara con la punta plateada y en la izquierda un farolillo sexagonal. De las cortas alas de la chistera sobresalían mechones de crin de caballo, y un mostacho puntiagudo al estilo kaiser, pintado bajo la prominente nariz, terminaba la personificación del monigote. Se veía inútil y atónito. Como cualquier exiliado.

– El Bocazas se vino conmigo -dijo Javier Moreira indicando el cascanueces.

Moreira era un cuarentón de cabellera tan escasa como las razones que lo obligaban a asumir una identidad postiza, a sabiendas de que el otro conocía sus datos al dedillo. Pero así lo dictaban las reglas de una dramaturgia persistente como la sarna, y cuya observancia irrestricta tenía categoría de consecuencia. No se llamaba Javier Moreira, y el hombre sentado al otro lado de la mesa tampoco se llamaba Werner Schroeders. La vida insistía en mostrarse como lo que era: una farsa.

– Es una pieza de museo. Pero ya empezaron a fabricarlos en Hong Kong -comentó Schroeders.

– Así que todo se fue a la mierda. Algunos opinan lo contrario. Dicen que todo era una mierda, de tal manera que no precisó moverse de donde estaba.

– El hijo de puta de Gorbachov. Fueron demasiado blandos. Todos fuimos demasiado blandos. ¿No lo crees?

– Yo soy un tipo disciplinado. No pienso, no opino, no creo ni digo nada. Cumplo órdenes.

Moreira fue hasta el mueble de cocina y empezó a exprimir limones para hacer unas rondas de piscosour. Quería descubrir alguna señal de optimismo en las palabras del alemán. Si un individuo un "cuadro" como él, llegaba a Chile cumpliendo órdenes, quería decir que todavía había quienes las daban, y que tal vez aún no se libraba la última batalla. Pero los acontecimientos se habían sucedido con tal vertiginosa rapidez que la realidad pesaba como una lápida y no dejaba pasar ningún rayo de luz esperanzadora.

– Werner, ¿contabas con encontrarme?

– Corrí el riesgo, y me alegra comprobar que no me equivoqué.

Moreira se mordió los labios. Esperaba un: "Sí naturalmente, compañero". Había regresado a Chile en 1986, en las peores condiciones, cuando su partido se deshacía, y su única acción consistió en alquilar una casilla en un correo de barrio y hacer dos copias de la llave. Una la envió a Cuba y la otra a la RDA. Durante casi cuatro años acudió cada lunes y cada jueves, disciplinadamente, a revisar la pequeña urna empotrada en una pared de ladrillos, enfrentándose siempre al vacío de los derrotados, de los náufragos olvidados en islas sin nombre, hasta que una tarde, y de eso hacía exactamente siete días, la presencia de un sobre remitido desde Berlín le provocó taquicardia.

En él encontró un aviso recortado de un periódico alemán: "¿Ratones? Déjenos su dirección y en siete días lo libramos de la plaga". El mensaje era breve, pero para Moreira contenía más información que una enciclopedia.

– Me alegra verte, Werner.

– Eso lo sabré luego de probar lo que haces.

Moreira sirvió dos copas.

– ¿Brindamos por algo? cPor los viejos tiempos?

– Sigues siendo un romántico, Moreira. Te recuerdo como a uno de los pocos que se emocionaban al brindar por la hermandad de los pueblos.

– En Rostock. Con champaña de Crimea.

– O con ron. Nos pegamos unas buenas juergas con el agregado militar cubano.

– Por los viejos tiempos y los nobles camaradas.

– No tienes remedio, Moreira. Salud.

Los dos hombres se conocieron en Cottbus a comienzos de los ochenta. Por aquel tiempo existía un gran malestar en el Ministerio del Interior de la RDA, pues se estaban filtrando a Occidente los nombres de numerosos chivatos al servicio de la Stasi y todo indicaba que la válvula de escape era de fabricación latinoamericana.

Werner Schroeders era oficial de inteligencia, y con ese nombre lo conocían en el Departamento Latinoamericano del ministerio. En él recayó la misión de encontrar un veneno que eliminara el gusano en el corazón mismo de la manzana.

El acta confidencial de Javier Moreira hablaba de él como de un comunista a toda prueba. Destacado militante de las Juventudes Comunistas. Servicio militar en la infantería de Marina. Poco antes del golpe militar de 1973 fue integrante del aparato de seguridad del Partido. Hasta 1975 estuvo en la clandestinidad a cargo de la seguridad del Comité Central en el interior. Entre 1977 y 1979 recibió instrucción militar en Bulgaria y Cuba. A finales de 1979 se trasladó a Nicaragua como uno de los encargados de las operaciones de depuración ideológica. Su misión consistió en anular a los elementos trotskistas, anarquistas y guevaristas que ingresaron a Nicaragua con la Brigada Internacional Simón Bolívar.

– ¿Con quién vives? -preguntó Schroeders.

– ¿A qué viene la pregunta?

– El piso tiene tres cuartos. Mucho para un hombre solo.

– Ojos en la nuca. Vivo solo. Al volver de Chile me casé, pero duró poco. Mi ex se largó con sus cosas y el canario. Puedes contar con la casa.

– A mí me pasó lo mismo. Está bueno esto. Repite la ronda.

Werner Schroeders lo vio exprimir más limones y descubrió que en los movimientos de Moreira había una derrota demasiado palpable, casi obscena. Estaba muy lejos de ser el hombre seguro que en 1981, en un vetusto edificio de Berlín oriental, escuchó durante horas sin mover un músculo el informe de situación que le leyera, y que luego de recibir el atado de documentación falsa se despidió haciendo chocar los talones.

Moreira se reveló entonces como un hombre eficaz, como un "cuadro altamente confiable". Con la diligencia de una hormiga se movió por Frankfurt, Munich, Hamburgo, Berlín, Leipzig. Asistió a innumerables fiestas latinas. A misas católicas y protestantes. Escuchó cientos de discos de Mercedes Sosa, Joan Baez, Inti lllimani, Pet Segers, Quilapayún, Viglietti. Marchó protestando por Bolivia, por Chile, por Sudáfrica, por Nicaragua, por El Salvador, por todos los países sumidos en conflictos de clase. Se dejó apalear en sentadas frente a centrales nucleares e industrias contaminantes. Bailó con sujetos vestidos de gitanas en festivales gay. Fumó marihuana cultivada en balcones y hachís comprado en Amsterdam. Fornicó en sacos de dormir, en camastros burgueses y al aire libre. Hizo en definitiva la vida normal del exilio latinoamericano. A los seis meses dio con la entrada del laberinto y regresó a Berlín con un retrato robot del minotauro.

En la RDA la Stasi golpeó con ganas. Los implicados alemanes fueron a dar al banquillo de los colaboradores con el enemigo de clase, les confiscaron los bienes y recibieron largas condenas en cárceles que poco o nada tenían que envidiarle a las mazmorras de Pinochet o de Videla. Los latinos que no alcanzaron a escapar fueron expulsados a sus países de origen, para felicidad de muchos dictadores de todos los pelajes, y Moreira recibió la orden de regresar a Frankfurt a cerrar el caso.

El cerebro del correo era un uruguayo, un militante con muchos años de circo entre los tupamaros. El oriental vio desmoronarse la red y se puso a hilar fino hasta que dio con la identidad del topo. Entonces hizo un análisis bastante objetivo de la situación: la represión proletaria no iba a estirar la mano hasta Frankfurt para raptarlo.

No. No eran tontos los hijos de papá Stalin. Lo entregarían a la policía política de Alemania Occidental. Sabía demasiado acerca del movimiento contestatario de la RFA. Los alemanes occidentales le permitirían elegir entre servir como chivato o viajar al Uruguay a pudrirse en un penal de nombre paradójico, Libertad. Fue un análisis acertado. Como también lo fue pensar que tenía una carta de triunfo en las manos: conocía la verdadera identidad de Moreira. Los comunistas chilenos y los alemanes orientales no querrían ver "quemado" a un hombre en el que habían invertido dinero, confianza y tiempo. Vio una posibilidad de negociar con Moreira y se anticipó citándolo a conversar en un lugar abierto. Su propuesta era simple y directa: no destapar ni la acción desbaratadora ni la identidad de Moreira a cambio de un par de semanas de tranquilidad, tiempo suficiente para trasladarse a algún país escandinavo del que se comprometía a no salir jamás. Pensando en todo eso vio aparecer a

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