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Jose Abasolo: Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco. La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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– En ese caso, y admitiendo por un momento que tiene razón, ¿qué es lo que nosotros podemos hacer?

– Ustedes convivían con el padre Gajate, incluso han reconocido que sus relaciones eran de amistad, ¿no habían notado nada extraño últimamente, alguna indicación de lo que pensaba hacer?

– Sinceramente no -respondió el padre Montalbán-. Su actuación en los últimos tiempos fue absolutamente normal, no había nada especialmente raro en él. Quiero decir con esto que el padre Gajate era habitualmente muy vehemente. Todo aquello que le pareciera una injusticia, las situaciones de miseria y pobreza, las proclamas xenófobas, la brutalidad policial también, ¿por qué no?, le hacían estallar; pero eso, en él, no era nada anormal. En realidad lo normal debiera ser, precisamente, que ese tipo de cosas nos hicieran estallar a todos, pero ésa es otra historia, me temo.

– Entonces, ¿no hubo nada auténticamente especial, que les hiciera pensar a ustedes que había algo más que lo acostumbrado?

– Nada de nada.

– ¿En qué tipo de actividades estaba últimamente metido?

– En nada que tuviera que ocultar. Dirigía, o mejor dicho colaboraba, ya que nunca aceptó considerarse un dirigente porque ni la palabra ni el concepto le gustaban, pese a que por su dedicación así le consideraran quienes trabajaban junto a él, un grupo pacifista surgido en el entorno del colegio. También colaboraba a menudo con Amnistía Internacional, y grupos antirracistas y de acogida a sectores marginales. Como usted verá, no se trata precisamente de grupos mafiosos que se financien por medio del robo y la extorsión, aunque a algunos sectores no les disgustaría para nada presentarlos bajo ese matiz.

– ¿Y con todas esas actividades le quedaba tiempo para dedicarse a la religión? -preguntó irónicamente el padre Vázquez.

– Si piensa que trabajar con quienes más ayuda y solidaridad necesitan no tiene nada que ver con el mensaje de Cristo me temo que, por segunda vez en su vida, ha equivocado su camino. Nunca pensé que le diría esto a alguien como usted, pero le queda mucho por aprender -dijo el padre Etxebeste, saliendo de su habitual mutismo.

– Tal vez tenga razón, pero ya soy un poco mayor para eso.

– Nunca es tarde si la dicha es buena. Ya conoce el refrán, arrepentidos los quiere Dios, y en nuestro caso ese refrán debiera tener más sentido.

– En otro momento aceptaré gustoso discutir sobre Teología con ustedes, pero ahora quisiera volver a centrarme en el tema. Hay una cosa que me gustaría saber, ¿cuál era su relación con las mujeres?

– ¿Qué quiere decir con eso de su relación con las mujeres? -preguntó el padre Montalbán.

– Me parece que me han entendido perfectamente. Todo el mundo sabe lo que a veces, para un sacerdote joven, puede suponer el celibato, el voto de castidad. Si el padre Gajate era tan vehemente como ustedes dicen quizá también en este asunto hubiera podido comportarse con cierta impetuosidad, quizá el fantasma del sexo hubiera podido arrastrarle a cometer alguna locura.

– No sé qué quiere decir con eso -protestó el padre Argoitia-. Le aseguro que nosotros estamos a favor de la tesis del celibato opcional y no hubiéramos visto nada de malo en que nuestro compañero decidiera convivir con una mujer.

– No me salgan con eso del celibato o no celibato y otras leches parecidas. Por si no lo sabían yo he llegado a follar en un mes más de lo que mucha gente lo hará en toda su vida. No les estoy preguntando sobre las ideas del padre Gajate, les estoy preguntando si ha podido llegar a encoñarse de tal modo que sea capaz de robar cien millones de pesetas. Por si no lo he comentado antes, ya es hora de que lo sepan. El talón bancario fue cobrado por una mujer.

– Eso no significa nada -dijo el padre Montalbán-. Esa mujer pudiera ser una familiar o una simple amiga. No tiene por qué haber sexo por medio.

– Claro que no, pero muy grande tiene que ser su grado de intimidad para dejar en sus manos un talón al portador por valor de cien millones de pesetas. Si lo hubiera cobrado alguien de su familia, cosa que no descarto, todo puede ser más fácil, por lo menos sabremos adonde acudir, pero mientras tanto conviene que toquemos todas las teclas, así que vuelvo a preguntarles, y espero que me contesten con total sinceridad, si había en la vida del padre Gajate alguna mujer en especial, alguien con quien tuviera una relación de pareja, en el sentido más convencional del término.

– No -contestó con firmeza el padre Montalbán-, o por lo menos, si la hay, nosotros no la conocemos.

– ¿No recibía llamadas de mujeres o se reunía de vez en cuando con alguna?

– Se nota que usted no sale del claustro. Para usted el sacerdocio no es más que un modo de evadirse de un pasado poco claro, lo cual no es en sí condenable aunque suponga una actitud estéril, pero para nosotros el sacerdocio es algo más, es implicarnos en la vida de los demás, sobre todo en las de los más necesitados. Claro que Ander recibía llamadas de mujeres. En esta casa el teléfono no deja de sonar durante todo el día y gran parte de la noche, pero las llamadas que recibía eran de mujeres maltratadas por el marido, de mujeres que habían perdido su puesto de trabajo por quedarse embarazadas, de mujeres que habían abortado por miedo a no poder atender dignamente a su hijo, de mujeres violadas. Ésas son las mujeres que nos llaman, no encontrará aquí ninguna top-model que nos haya sorbido el seso -contestó el padre Argoitia-. No sería fácil hacerle una lista pero si se la pudiéramos proporcionar y quisiera investigarlas una por una iba a tener trabajo hasta el día del juicio final.

– Le hemos dicho la verdad -añadió el padre Montalbán-. Lamentablemente no sabemos ni podemos averiguar dónde está el padre Gajate.

– Lo sé y les estoy muy agradecido. Sólo quisiera pedirles un último favor.

– Usted dirá.

– Me gustaría registrar la habitación del padre Gajate.

– ¿Así, sin orden de registro? -preguntó sonriente el ayatolá.

– Sí, sin orden de registro -contestó encogiéndose de hombros.

– Entonces, adelante. Está usted en su casa.

Capítulo seis

La cruz y la espada, solía repetir mi padre. La milicia y la Iglesia, las dos luces que deben alumbrar el camino del español, del patriota, siempre juntas, siempre de la mano, como en aquellos tiempos gloriosos en los que España se enseñoreaba de todas las naciones y en sus dominios nunca se ponía el sol, cuando no éramos la nación de segunda fila en la que nos habían convertido los rojos y separatistas de la anti-España, sino un auténtico Imperio, la nación que más tierras había conquistado en toda la historia, más que el propio Imperio romano.

– Ahora sólo nos queda parte del norte de África y la Guinea Ecuatorial, pero de la mano del Caudillo reverdeceremos los viejos laureles, tenlo siempre presente, hijo. Y recuerda, si de verdad quieres colaborar en el engrandecimiento de tu patria, sólo hay dos profesiones que sean verdaderamente dignas para un español con honor. El uniforme o el hábito. Lo dicen la sangre y la historia. Cuando los conquistadores españoles ensanchaban el territorio nacional les seguían siempre los sacerdotes, dispuestos a ensanchar también los territorios de Dios. He ahí la grandeza de España, hijo mío, que no se limitaba a construir con honor el Imperio, sino que proporcionaba a las razas inferiores que habían sido sometidas la posibilidad de acceder a la salvación eterna. Sólo por eso el español es el hombre más querido a los ojos de Dios. Y tú, hijo mío, si quieres ser un hijo digno de tu padre y de España, algún día seguirás uno de esos dos caminos.

Tardé mucho en preguntarle por qué él no se había dedicado a una de esas dos dignas profesiones. Sólo después de la muerte de mi madre me atreví a hacerlo. Para entonces había vuelto a casarse con una mujer más joven y un recién nacido se había instalado en la familia.

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