Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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– No estoy hablando de eso, pedazo de burro. Fueron los nuestros los que fusilaron a esos sacerdotes de los que te he hablado.

– ¡No es posible! -repliqué escandalizado.

– Mi padre me lo ha explicado muy bien, porque él dirigió uno de los pelotones de fusilamiento -sonrió orgulloso al confesármelo-. Eran sacerdotes pero malos españoles que, cuando se levantó él ejercitó, se quedaron en el lado de la República.

– ¿Cómo pudieron hacer eso?

– Porque eran separatistas. Mi padre ha dicho muchas veces que los separatistas son peores que los rojos. Éstos por lo menos, aunque sean unos malvados enemigos del orden y de la moral, son españoles, mientras que los separatistas dicen que no son españoles.

– ¿De dónde son entonces? -respondí extrañado por la falta de sentido común de aquella gente-. Si han nacido en España tienen que ser españoles, ¿no?

– Claro que sí, pero ellos lo negaban. Decían que no eran españoles, sino vascos.

– Pero los vascos son españoles -le interrumpí.

– Claro que lo son -me contestó impaciente-, pero ellos lo niegan. Y por eso mismo, aunque decían que eran católicos, se enfrentaron al Ejército Nacional y, muchos de ellos, tuvieron que ser fusilados.

– ¡Bien hecho! -exclamé.

– Ahora -añadió Garrido entre susurros- viene lo mejor. Hoy me he enterado de qué el padre Arizmendi es vasco. ¿Entiendes lo qué te quiero decir?

– ¿Que es separatista, como esos sacerdotes que tu padre mandó fusiiar?

– Eso mismo, parece que lo vas entendiendo.

– ¿Estás completamente seguro? Me parece raro que si es como dices tú le hayan dejado libre y esté aquí de profesor.

– ¿Qué te ocurre, no tienes agallas? Pensaba que eras un valiente, pero si quieres quedarte en la cama no importa, llamaré a De Pedro para que me ayude. '

– No, no, claro que estoy contigo, y además De Pedro es idiota, así qué de poco te iba a servir, lo único que quería era asegurarme de que efectivamente el padre Arizmendi era un traidor, no fuésemos a meter la pata.

– Por eso no te preocupes, precisamente ése es el motivo de que te haya despertado. Antes de denunciarle tenemos que conseguir pruebas de su traición o si no, todo el mundo pensará que estamos diciendo tonterías.

– ¿Y cómo vamos a obtener esas pruebas?

– Voy a entrar en su habitación y registrarla, aprovechando que a estas horas estará completamente dormido.

– Ten cuidado, puede ser muy peligroso.

– Lo sé -me contestó sonriendo orgullosamente-, pero si de verdad amamos a nuestra patria no debe importarnos correr peligros en su nombre.

– ¿Y qué es lo que tengo que hacer yo?

– Tú te quedarás en la puerta, para avisarme si viene alguien.

– ¿Sólo eso? -contesté decepcionado-. Yo preferiría entrar, a mí tampoco me asusta el peligro.

– Mi padre dice que una de las mayores virtudes de los soldados es acatar las órdenes sin rechistar. El mejor modo de servir a una causa es cumplir con la misión que se tiene asignada, por humilde que parezca. Si tú no te quedas fuera yo no podré entrar y no conseguiremos las pruebas que necesitamos. Vázquez -finalizó mientras posaba su mano sobre mi hombro-, da igual lo que cada uno haga. Estamos los dos juntos y para ambos será la gloria.

– De acuerdo -contesté, poniéndome en posición de firmes. Aunque hubiera preferido entrar, si no quedaba más remedio me quedaría en la puerta. Todo con tal de no ser sustituido por De Pedro.

Las celdas de los sacerdotes estaban en la planta inmediatamente superior a la nuestra y hacia allí nos dirigimos. Los escalones eran de madera y a cada paso que dábamos crujían estrepitosamente, poniéndonos el corazón en un puño, pero milagrosamente nadie apareció para averiguar de dónde procedían los ruidos. Sólo debimos tardar unos cinco minutos en subir hasta allí aunque a nosotros -o por lo menos a mí- esos escasos minutos nos parecieran horas. Sin decir nada nos acercamos hasta la puerta de la habitación del padre Arizmendi, Garrido por delante y yo detrás suyo, cubriéndole las espaldas. De un bolsillo de su pantalón sacó mi amigo una navaja y empezó a hurgar con ella en la cerradura. Al cabo de un rato, haciendo apenas un leve ruido que a mis oídos sonó como una bomba, la puerta se abrió y Garrido se introdujo en su interior. Para entonces yo ya tenía el cuerpo empapado en sudor y no precisamente debido a la temperatura ambiente, que era más bien fría.

Aunque mi misión era vigilar el pasillo para averiguar si alguien venía e impedir que nos descubriera, intenté mirar en el interior de la habitación. En la penumbra tan sólo veía moverse a una sombra, posiblemente Garrido. De repente oí un ruido, como si se hubiera caído y un grito de dolor. Unos segundos después se encendió la luz de la habitación y pude escuchar al padre Arizmendi pidiendo explicaciones a gritos.

– Vázquez, ven a ayudarme -oí cómo me llamaba Garrido.

Supongo que lo más sensato hubiera sido marcharme, pero cuando se tiene trece años lo más sensato no es nunca lo que hay que hacer. Yo no podía abandonar a mi compañero, tanto por él como por mí. En esos momentos, a pesar del miedo que sentía por las posibles consecuencias de mis actos frente al director del colegio, me entraba más miedo al pensar que sería despreciado por todos mis compañeros, yo sería ese traidor que abandonó a Garrido a su suerte. Sería un apestado a quien todo el mundo daría la espalda, un hombre sin amigos. Todo eso cruzó por mi mente en milésimas de segundo y sin pensarlo más entré en la habitación.

El padre Arizmendi tenía sujeto a Garrido por la espalda, atenazándole con sus potentes hombros por debajo de sus brazos. Garrido forcejeaba con él incansablemente pero en vano, el padre Arizmendi no era un afable ancianito sino un hombre joven, acostumbrado seguramente a la vida al aire libre y a los trabajos pesados. Había entrado, sí, pero una vez dentro no sabía qué hacer, me quedé petrificado, incapaz de tomar una decisión.

– No te quedes ahí parado, haz algo -me gritó Garrido.

– ¿Qué quieres que haga? -le contesté histérico, casi al borde de las lágrimas.

– Atácale, dale una patada, cualquier cosa.

No sé de dónde saqué el valor pero me acerqué hasta el padre Arizmendi y con toda mi alma le propiné una fuerte patada en un tobillo. El sacerdote gimió de dolor y en un acto reflejo soltó la presa que ejercía sobre mi amigo, que consiguió liberarse de sus manos.

– Venga, vamonos -volvió a gritarme.

– ¿Adonde? -le pregunté asustado, pensando que ningún lugar iba a ser lo suficientemente seguro para nosotros, después de lo que habíamos hecho.

– Tú sigúeme y no hagas preguntas -respondió Garrido de nuevo, mientras se volvía para coger un libro que estaba sobre la mesilla de noche del padre Arizmendi.

Sin hacer caso a la gente que se había despertado al oír los ruidos y gritos y se acercaba a preguntarnos lo que había sucedido, llegamos hasta la puerta del colegio. Allí, junto a una garita, había unas cuantas bicicletas que usaban los curas para sus desplazamientos. Garrido se subió a una de ellas y me ordenó que hiciera lo mismo. Al delito de agresión añadíamos el de robo, pero yo no podía hacer nada. No me quedaba más remedio que dejarme llevar, como el náufrago al que le arrebatan las olas. Con un poco de suerte quizá una me depositara en tierra firme pero lo más normal sería acabar hundido en las profundidades marinas.

Pedaleamos hasta el límite de nuestras fuerzas y tan sólo tardamos quince minutos en llegar a la entrada del pueblo. Allí, en un viejo caserón en cuyo frontispicio podía leerse la leyenda «Todo Por La Patria» se encontraba el puesto de la Guardia Civil. Yo no entendía nada, ¿todo ese carrerón extenuante para acabar entregándonos a las primeras de cambio? De todos modos me daba igual, quizá allí dentro pudiera descansar, pensé, así que como un autómata obedecí las indicaciones de Garrido y entré con él al interior del cuartelillo.

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