Mi compañero no parecía asustado ni intranquilo, sino que con gran aplomo parecía controlar la situación cuando pidió al guardia que estaba en su garita de vigilancia que nos condujera a la presencia del comandante de puesto.
– ¿Y a quién tengo que anunciar? -preguntó irónico el guardia-. ¿Quién va a tener el honor de despertar al sargento de su sueño más profundo?
– Me llamo Antonio Garrido y soy hijo del coronel Garrido, gobernador militar de esta provincia. Vengo a denunciar a un traidor y si no me hace caso, usted será también considerado de ese modo. Si no me cree llame al gobierno -acabó su perorata diciéndole el número de teléfono. El guardia debió reconocerlo porque cambió de actitud y fue a avisar al sargento que estaba al mando, no fuera a ser que efectivamente se tratara del retoño de una alta jerarquía y se metiera en un lío si le expulsaba de malos modos. Al sargento siempre se le podría torear, pero un gobernador militar era otra cosa.
Supongo que el sargento haría las averiguaciones pertinentes porque nos atendió muy solícito, contrariamente a lo que yo esperaba.
– Sentaos -nos dijo cuando nos condujeron hasta él-, el agente Basilio me ha dicho que queréis denunciar a un traidor. ¿Podéis decirme de quién se trata?
– De un sacerdote de nuestro colegio, el padre Manuel Arizmendi.
– Eso no es posible -contestó el sargento, hombre acostumbrado a la obediencia castrense pero sin muchas luces posiblemente-, ¿cómo un sacerdote va a ser un traidor? Somos un país católico.
– Pues el padre Arizmendi es un traidor a la patria. Es un separatista.
– ¿Un separatista? ¿Tú ya sabes lo que dices, niño? En Castilla no hay separatistas.
– No me llame niño, sé de qué estoy hablando, mi padre, el coronel Garrido, me lo ha enseñado. Es un sacerdote vasco, así que es separatista.
– Bueno, pero el que sea vasco no significa que sea separatista.
– Tengo pruebas de su traición -contestó, con aplomo, Garrido.
– ¿Ah, sí? -dijo escéptico el sargento-. ¡Muéstramelas!
Supongo que el sargento pensaba, lo mismo que yo, que todo eran delirios de una mente calenturienta e imaginativa pero, como por miedo al padre, no se atrevía a despedirle con cajas destempladas, le daba carrete para luego poder justificar que le trató mejor de lo que hubiera tratado a cualquier otro en su lugar, por deferencia a su parentesco con el gobernador militar de la provincia.
– Aquí están -dijo entregando solemnemente el libro que había cogido de la habitación del padre Arizmendi.
– ¿Qué es esto? -preguntó, extrañado, el sargento.
– Es un libro escrito en el dialecto de los separatistas. Aquí vienen las instrucciones para su traición.
Miré la tapa del libro. Era muy antiguo y en su portada aparecía la siguiente leyenda: Linguae Vasconum Primitiae.
– Pero si está en latín -exclamé.
– No seas tonto -me rebatió Garrido-, eso pone ahí para despistar, pero si se lee en su interior, aparece escrito en vascuence.
– Tienes razón, chaval -dijo con respeto el sargento-, esto no está escrito en español. ¿Sabes lo que pone?
– No del todo, pero algunos conocimientos sí tengo, de la época en que mi padre estuvo destinado en Guipúzcoa, y está claro que es un manual de instrucciones para practicar actos de sabotaje. Si no, ¿por qué iban a escribirlo en un idioma que nadie entiende en lugar de escribirlo en cristiano? Pues porque tienen algo que ocultar. Y por eso han intentado disfrazar el título, poniéndolo en latín, pero incluso ahí han fracasado, porque está claro que vasconum tiene relación con los vascos.
– No parece que desvaríes, no señor. Si lo que dices es cierto acabas de prestar un gran servicio a tu país. Se nota que eres un digno hijo de tu padre -añadió el sargento, convencido de que lo que le contaba Garrido no era ninguna historieta, sino la pura verdad, y decidido a compartir de algún modo su gloria-. Tendremos que hablar con ese sacerdote.
– Seguro que usted es capaz de obligarle a confesar su traición -comentó sonriente Garrido.
– No lo dudes ni por un momento, chaval, no lo dudes.
De ese modo, lo que yo creía que era una encerrona, el acudir al puesto de la Guardia Civil, se había convertido en un hecho triunfal. Cuando el sargento Ramos acudió a detener al padre Arizmendi, nosotros íbamos a su lado, y cuando el director del colegio empezó a recriminarnos por nuestra indisciplina y nuestra actitud salvaje y violenta, el propio sargento habló en nuestro nombre, tildándonos de patriotas de cuerpo entero, que pese a lo corto de nuestra edad acabábamos de realizar un impagable servicio al Estado. En los ojos de todos los sacerdotes presentes pudimos observar una mezcla de temor y sorpresa que nos llenó de regocijo. Según parece, ninguno de los sacerdotes sabía que el libro aquel -yo lo supe mucho más tarde pero para entonces la cosa ya no tenía remedio- era el primer libro escrito en vascuence por un sacerdote vasco-francés en el siglo XVI, y si alguno lo sabía, se lo calló cobarde o prudentemente.
Aquella noche Garrido yo nos convertimos en los héroes de nuestros compañeros. La mayor admiración era para Garrido, por descubrir al traidor y conseguir que la Guardia Civil le detuviera, pero la patada que yo había dado al padre Arizmendi también despertaba envidia y elogios. Más de cincuenta veces tuve que explicar cómo lo hice, con aparato mímico incluido, y a más de uno, al imaginarse el gesto de dolor del padre Arizmendi, se le saltaron las lágrimas de la risa.
Tres días después tuvimos noticias del detenido. Nos las comunicó el propio director en el patio, a donde nos obligaron a ir en medio de las clases, hecho insólito ya que no recordaba yo ninguna otra ocasión en la que se hubieran interrumpido. El padre Arizmendi se había colgado de una viga que había en el calabozo del cuartelillo.
– Junto al nefasto pecado de la traición a la patria -dijo enfático el director-, vuestro antiguo profesor cometió el más nefando crimen que se puede cometer, la más grave ofensa a Dios pensable, el darse muerte por su propia mano. Quiera Dios que en el último momento se haya arrepentido, porque si no el alma de nuestro her… -titubeó pero no se atrevió a llamarle hermano-, de vuestro antiguo profesor, estará ardiendo en el infierno. Es un hecho triste pero podéis aprender algo de ello. Quien se aparta del camino recto tarde o temprano acaba mal, ya que si la justicia humana no le descubre, no podrá evitar dar cuentas ante el Juez Supremo.
Aunque debido a su suicidio no se le podía enterrar en lugar sagrado, quizá por caridad o por exigencia del sargento, los hermanos del colegio se hicieron cargo del cuerpo y durante un día le velaron en la capilla, intentando compensar con sus oraciones sus horribles pecados. Garrido y yo no pudimos resistir la tentación morbosa de echar una mirada a su cadáver, orgullosos de nuestra actuación y sin ningún remordimiento por sus consecuencias. Esta vez no sentí miedo, sino una alegría feroz y salvaje. Ahí estaba el enemigo de la patria, muerto, como mi tío, por sus pecados. Todavía recuerdo su cara. Después, a lo largo de mi vida, he visto muchos cadáveres de gente que se había ahorcado y puedo asegurar que la tumefacción que se observaba en el rostro del padre Arizmendi no había sido causada por ningún ahorcamiento.
Mientras decides cuál es el siguiente paso que vas a dar recuerdas, y tus recuerdos te hacen aún más dolorosa la incertidumbre que te siguen causando tus actos. Quizá debieras haberte quedado en la teoría, quizá la práctica no sea tan buena, pero has hecho lo que creías que tenías que hacer y no merece la pena que sigas atormentándote, echando la vista atrás.
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