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Jose Abasolo: Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco. La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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Las butacas, pese a su aspecto cutre y desvencijado, eran cómodas e invitaban a la placidez y la charla entre amigos. Por eso cuando el sacerdote que le había recibido le presentó a sus dos compañeros se dirigió hacia él en términos afectuosos.

– Sea bienvenido a nuestra humilde casa. No tenemos muchos bienes materiales que ofrecerle, pero sepa que estamos a su disposición. No recuerdo haberle visto antes por el barrio, pero no obstante su cara no me es del todo desconocida.

– Es posible. Me llamo Emilio Vázquez, padre Emilio Vázquez, y soy compañero suyo de fe y congregación. Supongo que el provincial les habrá anunciado mi visita.

Los tres sacerdotes se miraron entre sí. De sus rostros habían desaparecido las anteriores expresiones de amor fraternal, que habían sido sustituidas por ceños fruncidos y semblantes sombríos. Estaba claro que, lo ordenara el provincial o el propio cardenal primado, la visita no era de su agrado.

– Sí, por supuesto que hemos recibido su llamada, pero no entendemos qué es lo que quiere de nosotros -contestó uno de los barbudos, que parecía más un ayatolá islámico que un sacerdote católico.

– Se trata de la desaparición de su compañero de vivienda, el padre Gajate. El provincial me ha encargado de su búsqueda, ya que tengo cierta experiencia en estos temas.

– Sí, hemos oído hablar de lo que usted llama experiencia -contestó el padre Montalbán, que era el cura lampiño que le había abierto la puerta.

– Y si la va a utilizar en la búsqueda de Ander ya puede despedirse de nuestra colaboración -remató el padre Asier Etxebeste, que hasta ese momento había estado callado.

– Sé lo que piensan de mí y aunque no pueda decir que no me importe, porque mentiría, creo que no viene al caso. Como les he dicho, el padre provincial me ha encargado, me ha ordenado estaría mejor dicho, que averigüe el paradero del padre Gajate y, aunque no me agrada hacerlo, precisamente porque quiero olvidarme de ese aspecto de mi pasado que ustedes acaban de recordarme, he aceptado obligado por el voto de obediencia. Esta situación me hace a mí aún menos gracia que a ustedes pero tenemos que afrontarla como seres adultos y razonables, si nuestros prejuicios no lo impiden. La cuestión es muy sencilla: salvo que ustedes tengan otra información el padre Gajate ha desaparecido y debemos encontrarle.

– ¿Por qué es necesario encontrarle? -preguntó, todavía hostil, el padre Montalbán-. El padre Gajate es, como usted acaba de decir, una persona adulta, mayor de edad, y si ha tomado la decisión de irse sus motivos tendrá. No veo en qué nos puede eso afectar a nosotros.

– ¿Ni siquiera están interesados en saber qué le ha ocurrido? ¿Tan poco les interesa lo que pueda haber sido de su compañero?

– No tergiverse nuestras palabras -respondió el ayatolá-, claro que nos interesa saber lo que ha sucedido con nuestro compañero, pero por encima de todo respetamos sus decisiones. Si ha decidido, por su propia voluntad, marcharse de aquí está en su derecho. Seguramente algún día llamará para explicarnos sus motivos, porque además de compañeros somos amigos, pero si no lo hace no va a pasar nada. Es su vida y punto, no somos quienes para interferir.

– ¿Tampoco si al escaparse se ha apropiado de un talón al portador por valor de cien millones de pesetas, donativo de una feligresa viuda a la comunidad?

El padre Vázquez escudriñó el semblante de los tres sacerdotes y comprobó, con satisfacción, que la bomba que había lanzado súbitamente estaba surtiendo efecto. Aunque no quisiera reconocerlo, disfrutaba con la situación. La misma actitud de hostilidad que le demostraban sus contertulios le hacía crecerse, como en aquella otra época que inocentemente pensaba haber dejado atrás.

– Eso no es posible -contestó, acalorado, el padre Argoitia, mesándose con furia su patriarcal barba.

– Lo siento pero es totalmente cierto. Si no se fían de mí pueden llamar al colegio, al padre rector, que está al tanto de todo. No queremos que la noticia se extienda, pero estoy autorizado a usarla en caso de necesidad. Ya lo ven, no se trata de una simple huida motivada por la necesidad de cambiar de vida. Se trata también de un robo a la comunidad.

– No hable así -protestó el padre Montalbán-, hace que todo parezca sórdido.

– Y lo es, pero no he creado yo la situación. No soy yo quien se ha llevado los cien millones, porque debo añadirles que el talón ha sido cobrado, sino el padre Gajate. Es necesario que le encontremos, tanto por su bien como por el nuestro. No queremos que haya un escándalo, por eso en vez de recurrir a la policía me he hecho cargo yo de la investigación, pero si no actuamos con rapidez la situación se nos puede escapar de las manos.

– El escándalo, eso es lo único que preocupa a la congregación, el evitar que se produzca un escándalo. ¡Hipócritas de mierda! -se explayó el padre Etxebeste.

– Claro que nos preocupa el escándalo, y a ustedes también debiera preocuparles. Si todo sale a la luz en la congregación posiblemente quedemos como unos panolis a los que se les engaña y roba fácilmente, seremos objeto debromas y chistes pero nada más. Su compañero, en cambio, ¿cómo quedará? Como un ladrón sin más, y ese estigma abarcará a todo lo que él haya tocado, como si fuera un rey Midas al revés. Imaginemos por un momento que no se haya quedado con ese dinero para él sino para apoyar algunas asociaciones y causas en las que está metido. ¿Qué creen ustedes que pensará la gente? ¿Que es un moderno Robin Hood que roba a los ricos para dárselo a los pobres? No, la gente pensará que tanto él como sus colaboradores son unos despreciables ladrones y nada más. Así que sigan cerrando los ojos y no se preocupen por el posible escándalo.

– Bueno, bueno -dijo el padre Montalbán, algo más conciliador-, quizá debamos empezar de nuevo. ¿No es posible que el padre Gajate haya sufrido un accidente?

– Sí, claro que hemos pensado en esa posibilidad, pero por el momento no se ha confirmado. Nos hemos puesto en contacto con todos los hospitales y clínicas de Bilbao y hasta el momento no hemos tenido noticias de él. Vamos a seguir intentándolo en el resto de centros hospitalarios del País Vasco, pero prácticamente sin esperanzas de encontrarle. La hipótesis más probable es la de su desaparición voluntaria. El cobro del talón así parece indicarlo.

– ¿Cobró ese dinero en persona? -preguntó el padre Etxebeste.

– No, no lo cobró él directamente, pero desgraciadamente no sabemos aún quién lo hizo.

– Entonces, pudiera ser que él fuera la víctima del robo y no el ladrón -respondió, casi alegre, el padre Argoitia-. Quiero decir que alguien podría haberle malherido o quizá asesinado para así poder quitarle el talón -finalizó algo más triste al percatarse de que su teoría exculpatoria tenía el inconveniente de que si era cierta quizá su amigo estuviera muerto.

– Es otra posibilidad -respondió el padre Vázquez-, tiene usted cualidades para ser un buen policía.

– ¡Oiga, sin ofender! -saltó colérico el aludido.

– Era sólo una broma -contestó, sonriente, el ex policía-, no debería perder los nervios tan a menudo. Eso no es bueno para nadie y menos para un sacerdote. En cuanto al meollo de su pregunta no la podemos descartar, por supuesto, pero en estos tres días lo razonable es que se hubiera descubierto su cadáver o que por su propio pie hubiera acudido a un hospital o consulta médica.

– No necesariamente -insistió el sacerdote con aspecto de ayatolá y madera de policía-. El asesino podría haberle escondido para evitar que se descubriera lo sucedido.

– ¡Muy bien pensado! A este paso voy a acabar por hacerle mi ayudante -contestó socarrón el padre Vázquez-, pero en principio he desechado la idea. Tal vez hubiera tenido sentido en caso de ser un crimen premeditado pero nadie conocía, salvo que el propio padre Gajate se hubiera ido de la lengua, la existencia de ese talón. En caso de haber sucedido un robo hubiera sido uno normal, como tantos que hay, con el fin de agarrar lo que se pudiera, y con la inmensa suerte de que por una vez en la vida el botín habría merecido la pena. En un caso así, en el que agresor y agredido no se conocen, el criminal no se preocupa en esconder el cuerpo de la víctima. No, sin poder descartarla al cien por cien, no creo en esa hipótesis. En mi opinión el padre Gajate está bien vivo y conoce el destino del dinero.

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