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Jose Abasolo: Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco. La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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Cuando nos quedamos solos, mi padre, agarrándome fuertemente de los hombros y mirándome directamente a los ojos, sin pestañear, de un modo que me turbaba irremediablemente y me obligaba a desviar los míos hacia otro lado, volvió a hablarme.

– Lamento que hayas presenciado esta escena pero confío en que de ella saques provecho. Debes respetar a tu madre, porque así está ordenado en los mandamientos divinos, pero no conviene que sigas el camino de sus hermanos. Apréndete bien este refrán y que nunca se te olvide, quien mal anda mal acaba. Tu tío Antonio fue un traidor y un apóstata y eso le mató.

– ¿De qué ha muerto el tío, padre? -me atreví a preguntar-. ¿Por ser un traidor? Yo creía que a los traidores se les fusilaba, ¿han fusilado al tío Antonio?

– No, no le han fusilado, aunque se lo hubiera merecido. Pero como era hermano de tu madre conseguí liberarle de la muerte, que es el castigo que se merecen los que son como él. Muchos fueron ejecutados en el alborear de la nueva España y tenemos que sentirnos orgullosos de ello, sólo arrancando las malas hierbas podremos conseguir que florezca, esplendoroso, el jardín de la patria. Sin embargo, el sentido de la justicia no debe impedirnos ser caritativos. Sólo el fuerte es capaz de perdonar, y aunque los actos de tu tío no fueran dignos de perdón, el amor de tu madre consiguió que le salvara de su destino. Pero le salvé por poco tiempo, ya que los malvados pueden escaparse de la justicia de los hombres mas nunca, nunca, escucha esto, hijo, nunca pueden evadirse de la justicia de Dios.

– Entonces, ¿fue Dios quien le mató, padre?

– En cierto modo podemos decir que sí, porque nuestras vidas están en manos de Dios, pero a tu tío Antonio le mataron sus propios pecados. En la vida hay que ser hombre de una sola pieza, hijo mío, quien flaquea de un vicio acaba flaqueando de todos. Tu tío no murió directamente por ser un traidor, pero al ser un traidor a la patria y a Dios era también un hombre sin principios morales. Tu tío murió de sífilis, una enfermedad maligna, enviada por Dios para castigar a quienes llevan una vida desordenada.

– ¿Qué es una vida desordenada?

– Algún día, hijo mío, si Dios lo quiere te casarás y fundarás una familia cristiana, como ha hecho tu padre, pero antes de que llegues a eso la vida pondrá ante tus ojos un mar de tentaciones. Mujeres inmorales querrán aprovecharse de tu inocencia, exprimirte al máximo, y tal vez algunos amigos venales te inciten al pecado, pero tú no debes hacer caso. Quien sucumbe a las pasiones y realiza suciedades con mujeres fuera del matrimonio, acaba por ser víctima de crueles enfermedades que junto al alma te destrozan el cuerpo. Una de esas enfermedades, de la que ha muerto tu tío, es la sífilis. Nunca lo olvides si no quieres acabar como él.

No, nunca lo he olvidado, como tampoco he olvidado que después de oír decir esto a mi padre y mirar a mi tío muerto de nuevo, para buscar en su rostro las huellas de esa depravación que le había causado la muerte, tuve que salir corriendo hacia el cuarto de baño, donde vomité todo el desayuno que horas antes había tomado.

Capítulo cinco

Disciplinadamente, aunque sin ganas, el padre Emilio Vázquez se dispuso a cumplir las órdenes recibidas de su provincial. Durante unos días colgaría sus hábitos y volvería a la calle, esa calle en la que tan bien se había desenvuelto durante años. Más de una vez había sentido una punzada de nostalgia al recordar sus correrías; por eso, al principio, había intentado oponerse a los deseos de su superior, porque no sabía cómo podría reaccionar si volviera, aunque fuera indirectamente, a su antiguo mundo. Sensaciones contradictorias se agolpaban en su mente. Por un lado estaba la sensación de que ese aspecto de su vida había sido tenebroso y poco cristiano, pero por otro lado admitía que cuando rememoraba las satisfacciones y el placer, la sensación de prepotencia que le había proporcionado su antiguo trabajo, se le generaba un agradable cosquilleo por todo el cuerpo.

Como primera medida decidió acudir a la casa que compartía el padre Gajate con otros tres compañeros, los padres Argoitia, Etxebeste y Montalbán. Apenas había tenido trato con ellos, pero no se hacía muchas ilusiones sobre su colaboración. Si el trato con los religiosos que aún vivían en el colegio, generalmente más conservadores, no era muy bueno por mor de su pasado, sospechaba que la opinión que pudiera tener sobre su persona el grupo de sacerdotes que desempeñaban su apostolado en uno de los barrios más deprimidos de Bilbao no iba a ser halagüeña precisamente.

En la congregación se habían tomado en serio lo del voto de pobreza así que en vez de proporcionarle un coche, como había solicitado al aceptar hacerse cargo de la investigación, le aconsejaron que usara el transporte público. Obediente y resignado se subió a un autobús pero, desconocedor como era de las diferentes líneas de autobuses que cruzaban la ciudad, se apeó en Rekalde, muy cerca de donde anteriormente estuvo ubicada la comisaría de Abando. Sin permitirse ni siquiera desviar la vista hacia allí efectuó el resto del camino, una cansada cuesta, andando.

Se dice que a muchos sacerdotes, cuando van vestidos de seglares, sin sotana ni alzacuellos, se les sigue notando su condición clerical. Al padre Vázquez en cambio, lo que se le notaba claramente era su condición policial. Las miradas furtivas que le dirigían los transeúntes, algunos de los cuales desviaban su camino para no tropezar con él, así lo delataban. Incluso un grupo de gitanas que presumiblemente se dirigían al centro de la ciudad para vender su cargamento de flores y pañuelos de papel renunció a ofrecerle su mercancía. Hubo un momento en que al padre Vázquez se le escapó una sonrisa y comprendió que estaba disfrutando nuevamente de la sensación de sentirse temido y respetado.

La vivienda de los sacerdotes estaba en la tercera planta de un edificio que pedía a gritos la demolición. El portal olía a orines y las paredes de las escaleras (no había ascensor) estaban adornadas por pintadas que sin ser artísticas sí eran tremendamente expresivas. Las alusiones al sexo, favorables, y al gobierno y los maderos, totalmente desfavorables, se repartían equitativamente las preferencias de sus autores. El padre Vázquez apenas necesitó subir tres peldaños para empezar a sentirse en su salsa. Estaba más acostumbrado a ese ambiente que al de los palacios episcopales.

Cuando llamó a la puerta se le abrió en seguida. En aquella casa nunca preguntaban de quién se trataba ni espiaban por la mirilla para escudriñar alguna presencia hostil. Ésa era la casa de los curas y estaba abierta a toda la comunidad. No temían a ningún vecino y la gente confiaba en ellos. Era una ventaja, pensó el padre Vázquez, porque tal vez, si hubieran sabido quién tocaba el timbre, no le habría permitido pasar al interior de la vivienda.

Había escogido una hora en la que se suponía que los tres compañeros del padre Gajate estaban en casa y había acertado. El sacerdote que le había abierto, el único que no tenía barba y bigote, le invitó a pasar a una pequeña salita en la que, junto a un pequeño televisor de modelo antiguo, posiblemente en blanco y negro, podían verse un montón de estanterías con libros de temática religiosa y política, así como de autores cuyos nombres delataban su origen sudamericano o africano. Esparcidos desordenadamente por la sala podían encontrarse un sofá y varias butacas, cada una de padre y madre diferentes, como si las hubieran ido recogiendo de aquellos muebles que los feligreses no querían tener más en sus casas y en vez de tirarlos sin más se los habían cedido a los curas, pobrecillos, que tengan donde sentarse, pensarían ellos, creyendo que así ya llevaban ganada una parcela de cielo.

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