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Jose Abasolo: Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco. La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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Cuando entró en la austera habitación que servía de despacho y oficina del padre rector observó que su superior tenía compañía, otro sacerdote joven y alto, con gafas y prematura calvicie, de quien emanaba un hálito manifiesto de autoridad, si su instinto policial no le había abandonado del todo.

– Pase, padre Vázquez y siéntese, por favor -le dijo educadamente el padre rector.

Una de las características de la comunidad era el uso generalizado del tuteo pero al padre Vázquez todo el mundo le trataba de usted y no por respeto, como en el caso de los más ancianos sacerdotes, sino como una manera de guardar las distancias con el apestado.

– No sé si le habrá reconocido por su aspecto -añadió el rector-, pero está a mi lado el provincial de la Orden, el padre Cuesta. Padre Cuesta, le presento al padre Vázquez.

– Encantado de conocerle -dijo el provincial, apretándole fuertemente la mano-, aunque me temo que el motivo de nuestro conocimiento sea por algo triste. Es mi costumbre ir al grano así que le explicaré sin pérdida de tiempo el objeto de nuestra entrevista. Necesitamos de su experiencia como policía.

– Lo siento, padre, pero no entiendo. Hace ya varios años que abandoné mi antigua profesión por el servicio a Dios y a los hombres y, sinceramente, no quiero regresar a mis actividades pasadas.

– Lo sé, sé muchas cosas sobre usted, incluso la injusta y poco cristiana marginación que padece -añadió el provincial sin inmutarse ante el gesto de desagrado del rector-, aunque no quisiera ser hipócrita. Es posible que si en vez de ser su provincial fuera un simple religioso de esta comunidad mi actitud fuera la misma que la de nuestros poco caritativos hermanos, pero soy el provincial y uno de mis deberes como tal es amar y considerar a todos mis hermanos por igual. Pero junto a deberes ostento algunas escasas prerrogativas y una de ellas es la de poder exigir obediencia. Usted, padre Vázquez, le guste o no, agrade o desagrade a sus hermanos, ha sido policía, un policía poco ético, por no decir directamente violento y torturador, según tengo entendido, pero policía al fin y al cabo, y los conocimientos profesionales adquiridos no se pierden tan fácilmente. Entre nuestros hermanos los hay con todo tipo de estudios y habilidades. A nadie le extraña que si uno de ellos es médico en un momento de necesidad ejerza como tal, y lo mismo se puede decir de quienes tienen otras profesiones complementarias. Usted es policía además de sacerdote y sinceramente nunca hubiera pensado que algún día tendríamos que servirnos de esa preparación suya, pero ese día por desgracia ha llegado. Podríamos llamar a la Policía, pero si hay algo que debemos mantener en estos momentos es la discreción. Por eso, aunque no le guste, tendrá que volver a ser durante un tiempo policía. ¡Recuerde que ha hecho un solemne voto de obediencia!

– Si no me queda más remedio acataré sus órdenes, padre.

– No esperaba menos de usted, padre. Supongo que ya estará al tanto de la desaparición del padre Ander Gajate.

– Algo he oído comentar, sí.

– El padre Gajate lleva ya dos días sin dar señales de vida, ni en el colegio ni en su piso. Eso ya de por sí sería suficientemente grave e inquietante para nosotros, pero hay algo más que muy pocos hermanos conocen y que debe seguir así. Ha desaparecido después de haberse apropiado de un talón al portador por valor de cien millones de pesetas.

– ¿Quiere decir que ha robado esa cantidad antes de desaparecer?

– Quiero decir que ha desaparecido y que en el momento de su desaparición era el depositario de un talón al portador cuya cantidad era la de cien millones de pesetas, donados por la viuda de un antiguo alumno que le dio esas instrucciones en su testamento. Por motivos que no son de nuestra incumbencia, la piadosa señora optó por extender un talón al portador en lugar de realizar una transferencia, y como no sabíamos cuál de nuestros dos ecónomos iba a poder cobrarlo, por indicación del propio padre Gajate dicho talón fue extendido al portador.

– Pero eso es absurdo, el talón podría haber sido extendido a nombre del propio colegio e ingresado con posterioridad en alguna de nuestras cuentas.

– Tiene usted razón pero en ese momento no se le ocurrió a nadie. Tal vez eso indique algún tipo de premeditación por parte del padre Gajate, no lo sé a ciencia cierta, usted es el experto.

– Sí, puede que eso sea un indicio de premeditación. ¿Estamos a tiempo de anular el talón?

– Lo hemos intentado pero se cobró ayer por la mañana. Como no es normal hacer esos pagos en el banco comprobaron que estaba todo en orden antes de pagarlo. Por eso hemos podido enterarnos de un dato que quizá complique las cosas. El talón lo cobró el padre Gajate pero fue una mujer quien se hizo cargo de ese dinero una vez abonado.

Capítulo cuatro

Uno de los primeros recuerdos de mi infancia, tenía yo entonces siete años, y el más vivido con toda seguridad, es el de un velatorio. Mi tío Antonio, el hermano pequeño de mi madre, había fallecido, y en el salón de nuestra casa se había instalado el ataúd. Para mí todo ese espectáculo de señoras mayores enlutadas y llorosas y de hombres trajeados con corbata negra, crespón en la bocamanga y rostro serio y circunspecto era algo que oscilaba entre la excitación y el terror. Era mi primer contacto con la muerte, si bien todavía no comprendía muy bien su significado.

Mientras zascandileaba por la estancia se acercó mi padre y me cogió de la mano. Tenía un aspecto imponente con su traje negro y su fino bigotito también completamente oscuro, en el que empezaban a vislumbrarse algunas aisladas hebras blancas. Lleno de miedo me dejé arrastrar por su firme mano hasta el ataúd de mi tío y cuando mi padre abrió la tapa me fue imposible alejarme de allí. Su mano era como un inmenso cepo de hierro que atenazaba la mía haciendo baldíos y dolorosos mis desesperados intentos por desasirme.

– Mira ahí dentro -me dijo con una voz semejante al sonido de un trueno en plena tormenta-. ¿Qué ves?

Intenté decir algo pero sólo me salía un inaudible hilillo de voz.

– Habla fuerte y firme -volvió a decir mi padre-. ¿Qué es lo que estás viendo?

– Es el tío Antonio -conseguí decir con grandes esfuerzos-. Está muerto.

– ¿Y no ves nada más?

– No -contesté sin saber qué es lo que quería mi padre y rezando a Dios fervientemente no por el alma de mi tío sino por la mía propia, tan grande era el temor que sentía en esos momentos.

– Pues hay algo más y ya es hora de que lo sepas. Observa la cara de tu tío Antonio, macilenta, amarillenta, arrugada. Es la imagen clara de una vida disipada y de pecado. Observa a tu tío, que yace aquí muerto y piensa en lo que puede ser tu vida si en lugar del camino recto sigues sus desorientados pasos. Tu tío era un borracho disoluto y mujeriego que desconocía la palabra sacrificio y sólo pensaba en su propio placer. Era además un rojo que cuando se inició nuestra gloriosa cruzada contra el comunismo ateo y separatista se unió al ejército republicano, luchando contra Dios y contra España.

– Alberto, por Dios, es sólo un niño, no le hables de esas cosas -dijo mi madre, que se había acercado hasta nosotros al adivinar el sesgo que tomaba la conversación.

– Vete a atender a nuestros visitantes y déjanos en paz -contestó desabridamente mi padre-. Quizá si no hubierais sido tan tolerantes con vuestro hermano su vida habría tomado otro camino. El niño ya tiene edad suficiente para distinguir lo que está bien y lo que está mal, y si no es capaz de hacerlo por sí mismo, yo tengo la obligación de enseñárselo, así que no nos vuelvas a interrumpir más. Ocúpate de tus obligaciones que yo me ocuparé de las mías.

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