Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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– Por supuesto -replicó Vázquez-, pero me gustaría conocer cuándo reanudaron ustedes sus relaciones.

– Lo siento pero no lo he entendido bien.

– Quiero decir que cuándo volvió a ver al padre Gajate.

– Ah, sí, ahora lo entiendo. Hace muy pocos días, no llegará al mes. Vino a visitarme al asilo. Me dijo que no sabía que estaba allí y que cuando se enteró decidió venir a verme. Yo le dije que no se preocupara por eso, que estaba muy bien atendida y que las monjitas eran muy cariñosas y amables pero él insistió en venir a verme a diario y yo se lo agradecí infinitamente, ya que por fin podía estar con alguien que había conocido a mi hijo, ¿sabe?, y eso para mí era muy importante.

»Luego, a los pocos días, vino acompañado por una monja que se dedica a labores de asistencia social, la hermana María Luisa, la de la fotografía, y me dijeron que me habían encontrado un piso para que pudiera vivir sola e independiente. Al principio me daba un poco de miedo porque hacía mucho tiempo que residía en el asilo y no estaba segura de ser capaz nuevamente de arreglarme por mi cuenta, sin la compañía de nadie, los recuerdos y la soledad pesan mucho, ¿sabe?, pero él me aseguró que vendría todos los días a verme y ha cumplido su promesa. Hacía mucho tiempo que no era tan feliz.

– Entonces, ¿viene a visitarla todos los días?

– Todos los días -dijo con inusitada firmeza la anciana.

– Y hoy, ¿ha venido a visitarla?

– Aún no, todavía no es la hora -respondió la anciana, ojeando un reloj que colgaba en una de las paredes-, pero vendrá con seguridad, todas las tardes viene, algunas veces acompañado por la monjita.

Emilio Vázquez pidió permiso a la anciana para quedarse un rato en la casa, esperando al padre Gajate, ya que hacía tiempo que no se veían y deseaba estar con él, dijo, siendo contestado afirmativamente por su anfitriona, incapaz de negar nada a un sacerdote católico y empeñada en servirle un vasito de vino, es vino dulce, como el que se utiliza en la eucaristía, no le hará daño, insistió tanto la buena señora, deseosa de agasajarle, que a Emilio Vázquez, acostumbrado a bebidas mucho más fuertes, no le quedó más remedio que beber el infecto brebaje.

Llevaba poco más de media hora intentando apurar la generosa copa que le había ofrecido la anciana cuando sonó el teléfono. La anfitriona del padre Vázquez no debía estar acostumbrada a recibir llamadas, ya que se sobresaltó ostensiblemente al oír el agudo repiqueteo del aparato y vaciló unos segundos antes de descolgarlo.

– Sí, soy yo. Sí, efectivamente, está aquí un conocido suyo, un sacerdote muy amable que me ha preguntado por usted. ¿Cómo?, sí, entiendo, yo, bueno, bueno, que Dios le bendiga, a usted y a la hermana María Luisa, sí, adiós, adiós.

Aunque el padre Vázquez no podía oír al interlocutor de la anciana, de las palabras de ésta se desprendía claramente que quien había llamado era Ander Gajate. El muy cabrón le vigilaba, pero ya se le acabaría su suerte, mientras tanto era consciente de bailar al son de la música que su hermano en Cristo, curiosa expresión para designar a ese hijo de puta, tocaba.

Sumido en sus pensamientos no se percató de que la anciana acababa de colgar el teléfono. Tan sólo cuando la vio acercarse hacia donde él estaba, anegada en lágrimas, volvió a la realidad.

– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó solícito.

– No, nada, no debe preocuparse por mí, soy tan sólo una vieja chocha a la que cualquier contratiempo le afecta -respondió haciendo un vano esfuerzo por cortar el incesante lagrimeo.

– No se avergüence por eso, llorar es sano, más de una vez es lo único que nos puede tranquilizar, lo único capaz de desahogarnos, pero hablar también es bueno, quizá si me cuenta la conversación pueda calmarse, esbueno contar con un amigo al que poder narrarle nuestras cuitas.

– Es usted muy amable -contestó entre hipidos la anciana- y seguramente tiene razón, un hombre como usted tiene que estar acostumbrado a escuchar las miserias de la gente.

– Así es -contestó lacónico el padre Vázquez.

– La verdad es que esa llamada me ha trastornado mucho, aunque entiendo perfectamente lo que ha pasado. Era el padre Ander, ¿sabe usted? Me ha comunicado muy amablemente que no podrá venir esta tarde y que, bueno, que no podrá venir a verme nunca más. Al parecer lo destinan a las misiones, al África, allí hay mucha pobreza, ¿sabe?, y los pobres negros desconocen las bondades de la palabra de Dios. Es un gran sacerdote el padre Ander, sacrificarse por esos salvajes, aunque también son hijos de Dios, por supuesto, por eso le he dicho que hace bien, que le entiendo, pero me voy a quedar sola, muy sola -finalizó, más hablando para sí que para el padre Vázquez.

– ¿Le ha dado algún recado para mí?

– ¿Para usted? Ah, sí, perdone, soy una egoísta, sólo pienso en mí y me olvido de los demás, lo siento. Sí, me ha preguntado por usted y al decirle que estaba aquí, haciéndome compañía, me ha dicho que se verán pronto, muy pronto, que el cáliz está a punto de consumarse, ¿o ha dicho consumirse? La verdad es que no soy muy culta y hay muchas cosas que no entiendo, lo siento.

– No tiene importancia, ¿le ha dicho algo más, cuándo o dónde nos veremos?

– No, tan sólo me ha dicho que va usted por buen camino, que debería volver al lugar de partida. Tan sólo eso, luego es cuando me ha dado la noticia -dijo volviendo a llorar.

Emilio Vázquez salió de la casa en silencio, sin despedirse de la inconsolable anciana que, arrebujada en su butaca, rumiaba en silencio su pena. Por primera vez desde que había empezado toda la historia odió fervientemente a su adversario, con un odio que le recordaba tiempos y momentos ya superados. Cuando llegó a la calle observó de nuevo, enfrente suyo, la entrada del Club Neskatilak. Era obvio que el padre Gajate le había estado espiando y el dichoso club era un buen escondite. Sin pensárselo dos veces encaminó sus pasos hacia el local, penetrando en su interior.

– Hombre, mirad quién está aquí, nuestro cura favorito -dijo, burlón, el encargado, que le había reconocido nada más verle.

– Estoy buscando a Ander Gajate -replicó sin dar ningún tipo de explicación.

– Lamento defraudarle pero usted es el único sacerdote que nos ha honrado con su visita en los últimos días.

– ¿Cómo sabe que Ander Gajate es también sacerdote?

– Elemental, querido Sherlock, los cuervos siempre van en pareja como los guardias civiles.

– Muy bonita la broma pero no estoy con humor para aguantar gilipolleces. El padre Gajate está aquí y voy a encontrarlo.

– Me temo que no. Por si usted no lo sabe esto es propiedad privada, y no se puede entrar aquí así como así. ¿Ve usted ese cartel? -añadió señalándole un ladrillo de cerámica, colgado sobre el pequeño ambigú que hacía las veces de barra de bar, y que llevaba inscrita la inscripción «reservado el derecho de admisión»-. Pues ya lo sabe, dése la vuelta y largúese. No le queremos aquí. Usted ya no es policía y, aunque lo fuera, necesitaría una orden de registro. Así que venga, vayase de una puta vez.

Emilio Vázquez miró en torno suyo. A su alrededor se estaban arremolinando unos cuantos clientes, que quizá no lo fueran. Además, no tenía sentido empecinarse en realizar un registro, seguramente el pájaro había levantado el vuelo y, por otra parte, volverían a ponerse en contacto pronto, muy pronto, si no había mentido a la anciana. De todos modos había algo que quería hacer, que necesitaba hacer, y lo hizo. Acercándose al encargado le asestó inopinadamente una patada tan fuerte en la entrepierna, justo en medio del organismo que permite a los hombres reproducirse, que le dejó tendido en el suelo, aullando de dolor. Hacía tiempo que no se sentía tan bien, pensó, olvidándose por unos cuantos segundos de su condición sacerdotal.

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