– Soy sacerdote -dijo Vázquez, al que la alusión a la providencia divina le había indicado que posiblemente estaba hablando con una mujer piadosa- y estoy buscando a dos amigos que han vivido aquí. Tal vez usted sepa algo de ellos -añadió, sacando sendas fotografías y enseñándoselas.
– ¡Qué alegría, padre! -exclamó la señora, levantándose de su silla para besarle la mano, con gran embarazo de Emilio Vázquez, que en su corta vida sacerdotal no había sido obsequiado con ese obsoleto gesto de respeto-, perdone que no le haya reconocido pero, claro, así vestido, de persona normal, no es fácil adivinarlo. Aunque ya estoy acostumbrada, hoy en día la mayoría de los sacerdotes visten de paisano, como el padre Ander. Y hasta las monjas, como la propia sor María Luisa. Yo lo comprendo, porque mi hijo también era así, pero qué quiere, a mí me gustaban más con alzacuello y toca.
Estaba claro que la señora conocía a la pareja, ya que el padre Ander tenía que ser Ander Gajate y en cuanto a sor María Luisa, no había ninguna duda de que era la misteriosa mujer que había cobrado el talón y que, posiblemente para ganarse la confianza de la señora, se había hecho pasar por monja, pero ¿por qué demonios una mujer como ella quería ganarse la confianza de esa pobre anciana?
– Observo que ha reconocido las fotografías.
– ¿Qué?, ah, sí, tiene razón, perdone, pero me pongo a hablar y se me va el santo al cielo. Ay, el cielo, cuándo me llevará allí el Señor, para besar de nuevo a mi marido y a mi pequeñín. Pero perdone, padre, las fotografías, sí, claro que les he conocido, son el padre Gajate y sor María Luisa, una monja muy simpática y moderna, muy de hoy.
– ¿Me podría decir de qué les conoce, y desde cuándo?
– Sí, cómo no. A la hermana la conocí hace muy pocos días, me la presentó el padre Gajate. En cuanto a él le conocí hace muchos años, era compañero de mi hijo en el seminario. Se portó muy bien con nosotros cuando nuestro hijo murió, ¿sabe? Fue como un ángel para nosotros pero, desgraciadamente, nada ni nadie consiguió mitigar nuestro dolor. Mi hijo era un buen hijo, un chico formal y cariñoso, muy religioso, y desde chiquitín había querido ser sacerdote, ¿sabe? Pero no pudo ser. Su vida se truncó y ya nada volvió a ser lo mismo.
– ¿Qué es lo que ocurrió exactamente? -preguntó Emilio Vázquez, interesándose por la muerte del antiguo seminarista compañero de Ander Gajate, consciente de que aunque las coincidencias existan, su compañero de congregación no le había enviado ahí para que escuchara, sin más, una triste historia.
– No lo sé exactamente porque nadie decía lo mismo. La policía acusó a mi niño de cosas horrorosas, que si iba con mujeres de la vida, a locales de mala fama, y que una noche se escapó del seminario, se emborrachó y, en una trifulca, perdió la vida.
– ¿Y no fue así?
– Es imposible, padre, ya le he dicho que mi niño era un buen hijo y un joven profundamente religioso. Su máxima ilusión era ser sacerdote, ¿cómo iba a hacer una cosa así? Aunque nunca entendí por qué la policía dijo eso, nunca había pensado que los policías pudieran mentir, seguramente se equivocarían, ¿cree usted que la policía miente?, es difícil de creérselo.
– Tal vez sí, o tal vez estuvieran equivocados, esas cosas ocurren.
– Sí, seguramente sucedió eso, se equivocaron y por eso dijeron lo que dijeron. Como tienen tanto trabajo con la delincuencia que hay, los pobrecitos de ellos no se dieron cuenta de su error, pero eso cambió nuestras vidas. Mi marido empezó a beber y un mal día, estando borracho, se estrelló con su coche contra un autobús y murió al instante, dejándome sola y triste, tan sólo con mis recuerdos.
– Antes me ha dicho que hay versiones diferentes sobre la muerte de su hijo. ¿Me puede contar alguna otra?
– Bueno, tiempo después de la muerte de mi chico vino a visitarme el padre Ander, aunque entonces todavía no había sido ordenado, y me dijo que todo era falso, que no había muerto en una reyerta en una casa de ésas, sino que lo había asesinado la policía. Como usted comprenderá me pareció algo increíble, ¿cómo va a matar la policía a alguien? La policía está, precisamente, para lo contrario, para detener a los criminales, ¿no es así? Pero el padre Ander insistía en que lo que decía era la pura verdad y yo no sabía a qué atenerme. Al fin y al cabo el padre Ander era también seminarista, compañero de mi hijo, un hombre entregado a Dios, ¿cómo iba a mentirme? Supongo que todos, policías y seminaristas, estaban equivocados pero a mí eso me da igual, lo único que deseo es reunirme con mis seres queridos. Si la Santa Madre Iglesia no lo considerara pecado mortal haría tiempo que me habría ido con ellos voluntariamente.
– ¿Qué es exactamente lo que le dijo el padre Ander?
– Que mi hijo estaba trabajando, junto a otros creyentes, en un grupo contrario al régimen, defensor de las libertades y de la democracia, y que querían derrocar al Caudillo. Sinceramente se lo digo, no le creí. ¿Cómo unos católicos iban a estar en contra de un gobierno que siempre había defendido a la Iglesia, un gobierno que había derrotado en la guerra a los asesinos de curas y monjas? ¿No recordaban que en la república las izquierdas quemaban Iglesias? Nosotros, mi marido y yo quiero decir, no nos hemos metido nunca en política, siempre hemos sido gente de orden, por eso mismo pensábamos que las cosas estaban bien como estaban, ¿cómo no íbamos a estar agradecidos a un régimen que nos había traído la paz y que defendía la moral y el orden? Es cierto que mi chico empezó a aprender vascuence y que quería que le llamáramos Jokin en lugar de Joaquín, como le habíamos bautizado, pero de ahí a pensar que era un subversivo hay un abismo, aunque en fin, perdone estas divagaciones de vieja chocha, pero tengo pocas oportunidades de desahogarme.
Con una nueva pregunta Emilio Vázquez confirmó sus sospechas. El difunto hijo de la señora se llamaba Joaquín (o Jokin) Torrente Uriarte y era el compañero de Ander Gajate del que le habían hablado los inspectores Romero y Castrofuerte, el chavalín que había muerto tras un encuentro con la policía, cuando intentaba llenar el Casco Viejo bilbaíno de pintadas subversivas. ¿Era ése el mensaje que quería remitirle el padre Gajate? Parecía absurdo, porque en aquella época aún no había estado en Bilbao ni siquiera de visita, pero sin embargo era evidente. Su hermano en Dios había querido que conociera, de viva voz y a través de un testigo cualificado, la historia de Joaquín Torrente.
Miró a la anciana deseando explicarle la verdad, deseando decirle cómo y por qué murió su hijo, pero no se atrevió. Al fin y al cabo, aunque él no era culpable pudiera haberlo sido. De haber estado destinado en Bilbao en esas fechas tal vez hubiera participado en su asesinato y, de todos modos, ¿para qué le iba a servir a aquella mujer la verdad? El evangelista había dicho eso de «la verdad os hará libres» pero también los evangelistas podían equivocarse. Ningún bien podía hacerle a aquella pobre mujer conocer la auténtica versión de los hechos así que en lugar de sincerarse decidió seguir interrogándola.
– ¿Durante todos estos años ha estado en contacto con el padre Gajate?
– No, la verdad es que no le había visto en muchos años, pero no tengo nada que reprocharle, no señor. Al principio venía muy a menudo, era y sigue siendo un chico muy cariñoso, pero poco a poco dejó de venir y lo entendí. Hay que comprender que los sacerdotes se deben a sus feligreses, siempre hay problemas que atender, miserias que paliar, enfermos que cuidar. Qué le voy a decir que usted no sepa, la gente piensa que un cura se limita a decir misa todos los días pero hacen mucho más, ¿no lo cree usted así?
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