Aquel día, llevado por la inercia que me había atraído a ese lugar entré en el templo y como otras veces me recliné en los labrados bancos de madera, pero al contrario que en las anteriores ocasiones tal actitud no sirvió de bálsamo a mi espíritu. Algo que no era capaz de adivinar continuaba inquietándome. Me levanté y sin hacer siquiera la señal de la cruz salí de la iglesia por una puerta lateral, adentrándome en una huerta propiedad de la parroquia y contigua a ésta. Allí, bajo el furioso sol de Castilla, encontré al padre Llantada, el joven sacerdote que regía los destinos parroquiales. Nos conocíamos de anteriores visitas y habíamos congeniado, estableciéndose entre los dos una firme amistad. De hecho, en las ocasiones en que, tras años de abandono espiritual, me había decidido a practicar el sacramento de la confesión era a él a quien acudía. Como siempre que me veía dejó lo que estaba haciendo y se acercó sonriente hacia mí.
– Emilio, ¡qué sorpresa más agradable! No te esperaba hoy.
Fue sólo un momento, pero todo cambió como de la noche al día. Entonces comprendí lo que había sucedido.
– ¿No me esperabas? ¿Seguro? Yo creo que sí -contesté en un tono de voz cada vez más elevado-. Han asesinado a dos de mis hombres, pero creo que ya lo sabes, porque los has asesinado tú. No directamente, supongo, pero tú has sido la persona que ha dicho a los ejecutores a quién debían acribillar. Aunque en el fondo he sido tan culpable como tú. ¿Cómo he podido ser tan ciego? No hay nada peor que un policía en crisis y con escrúpulos religiosos. Cada vez que intentaba consolarme al lado tuyo, creyendo que me amparaba el secreto de confesión, iba hilvanando la cuerda con la que al final ahorcarías a mis hombres. Sólo tú conocías la identidad de Cámara y Espinosa. Sólo tú pudiste decir a la gente de la OPRA, muchos de ellos posiblemente catequistas, cuál debía ser el objetivo. ¿Me equivoco?
No me contestó, pero por su actitud callada y sumisa comprendí que no me equivocaba. Lentamente saqué de la chaqueta mi arma reglamentaria. Apunté al corazón y disparé. La muerte fue instantánea. Como un zombi volví a subirme al coche con intención de regresar al cuartel general y presentar la dimisión, pero algo me detuvo. No estaba dispuesto a echar por la borda mi carrera por una estúpida debilidad, por haberme entregado de nuevo a la práctica religiosa. Volví a la iglesia y penetré en la sacristía. Allí, pésimamente escondida, se encontraba una auténtica montaña de documentación acerca de la OPRA y de sus componentes. No había sido muy cuidadoso el padre Llantada, tal vez porque de un modo prepotente se sentía a salvo de cualquier peligro. Confisqué la documentación y volví a subir al coche, esta vez para ausentarme definitivamente del escenario de mi debilidad.
Cuando el general Martínez Olmos vio el regalo que le hacía su júbilo fue indescriptible. En pocos días se consiguió desarticular el embrión de grupo terrorista e incluso simpatizantes que no congeniaban del todo con la lucha armada cayeron en nuestras redes. Para desesperación de Usatorre fui yo quien, de nuevo, se apuntó el tanto y ese hecho, nacido de un error inconmensurable y de una crisis espiritual, consolidó aún más si cabe, mi posición. Sin embargo, y aunque la sangre derramada de un sacerdote había funcionado como un extraño bálsamo para mis heridas, comprendí que necesitaba cambiar de aires y de actividad, salir del pozo en el que me había sumergido. Fue entonces cuando decidí volver a la lucha diaria y solicité un nuevo destino. Fue entonces cuando solicité ir destinado al País Vasco, a la Brigada Anti terrorista.
El comisario Ansúrez era de los pocos policías que no se sentían intimidados cuando se encontraban en el despacho del juez Arana, pero aun así entendía que muchos inspectores jóvenes, bragados y curtidos en años de lucha contra la delincuencia, no se sintieran a gusto en su presencia.
Carlos Arana, por edad y conocimientos, podría haber estado presidiendo una audiencia o, quién sabe, si en el Tribunal Superior de Justicia o en puertas del Supremo, pero siendo como era soltero y sin responsabilidades familiares, y teniendo perfectamente cubiertas sus necesidades mínimas, había resuelto dedicarse profesionalmente a lo que más le había atraído siempre y en lo que era reputado como uno de los grandes expertos a nivel no sólo nacional sino internacional, el derecho penal, desde un puesto aparentemente modesto de juez de instrucción. Tal vez esa extraña y obsesiva dedicación, unida a sus amplios conocimientos y su carácter hosco, era lo que intimidaba a sus esporádicos contertulios, o tal vez la espartana austeridad de su despacho, cuya única ornamentación, junto al preceptivo retrato del Rey, era un crucifijo desprovisto de todo tipo de adornos, el caso es que incluso el comisario Ansúrez estaba deseando salir cuanto antes de allí.
– Lo siento, señor comisario, pero me temo que su petición de comisión rogatoria es algo completamente inútil.
Antonio Ansúrez asintió con la cabeza. Si Carlos Arana decía que algo era inútil el oponerse no tenía sentido. Así se lo transmitiría al inspector Vallejo, de Personas Desaparecidas, que saltándose las normas de un modo inusitado aunque comprensible tratándose del magistrado Arana, le había solicitado que hiciera él en persona las gestiones pertinentes, gestiones en las que ya le había dicho que no tenía ninguna fe pero a las que accedió para dejar tranquilo a su joven subordinado.
Todo había comenzado con el incendio de la consulta de un odontólogo de la capital, el doctor Iturbe. Al parecer el incendio había sido provocado o, al menos, eso habían alegado los peritos de la compañía de seguros y la correspondiente investigación otorgó la razón a estos últimos.
En un primer momento las sospechas recayeron sobre el propio dentista, pensando precisamente que quizá hubiera provocado el incendio para cobrar las jugosas primas del seguro; sin embargo, pronto comprendieron que las sospechas eran absurdas. El doctor Iturbe no tenía problema económico alguno y su consulta marchaba viento en popa. Era de los odontólogos con más clientela de Bilbao y recientemente había abierto sucursales en otras tres localidades limítrofes. El incendio de la consulta más que favorecerle le perjudicaba ostensiblemente.
Descartadas las primeras sospechas, alguien recordó que el fuego parecía haberse originado justo en los archivos del doctor Iturbe. Dichos archivos habían quedado totalmente calcinados e ilegibles. Tal vez fuera ése el resultado que había buscado el pirómano, pensaron en comisaría, y decidieron abrir una nueva línea de investigación. Afortunadamente, aunque al doctor Iturbe le gustaba tener el historial de sus pacientes en fichas de cartón, para manejarlas mientras atendía a sus pacientes, no era enemigo del progreso y las había informatizado convenientemente. Gracias a eso pudieron acceder a su listado de pacientes e investigarlos. Entre las personas conocidas había cuatro diputados, un consejero del Gobierno Vasco, varios empresarios prominentes, tres líderes sindicales, un obispo y una gran cantidad de deportistas profesionales. Examinados concienzudamente sus historiales no se encontró en ellos dato alguno susceptible de ocultación o de destrucción. Estaba, por tanto, estancada la investigación cuando por casualidad el inspector Vallejo, que tenía a su cargo la búsqueda de personas desaparecidas, tuvo acceso al listado y se topó de bruces con el nombre de Amaia Marquínez.
Aunque la denuncia de la desaparición se había hecho ante la Ertzaintza, los datos de la joven les habían sido transmitidos para facilitar su búsqueda y el inspector Vallejo se había encargado de coordinar los trabajos de la Jefatura Superior con la Policía Autónoma, si bien ninguno de los dos cuerpos policiales habían conseguido nada hasta el momento. Podía ser casualidad o no, pero el historial de la joven era uno de los que se había destruido en el incendio; sin embargo, mientras no se descubriera al pirómano sería imposible saber qué relación tenía con la propia Amaia.
Читать дальше