Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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Esperé su siguiente acometida y cuando lanzó el cuchillo hacia mi cara me aparté levemente y con mis dos manos agarré la que manejaba el peligroso instrumento culinario. Sin pararme a pensar, Marisa no era en esos momentos mi amante sino mi enemigo, le retorcí el brazo, indiferente a sus gritos de dolor, hasta conseguir que el cuchillo cayera al suelo. Luego, olvidándome de todo lo pasado y sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, empecé a golpearla fuertemente, asestándole puñetazos en todo su cuerpo, en la cara, en las piernas, en el pecho. Como consecuencia de haber visto la muerte tan de cerca se había desatado en mi interior un furor que no pude, supe o quise controlar. Incluso muchas veces he pensado que aquel día, si hubiera tenido enfrente un niño de pecho, quizá habría actuado de la misma manera y me hubiera llevado al bebé por delante, tal era la excitación que sentía en esos momentos.

Marisa, pese al castigo que estaba recibiendo, no cejaba en sus ímpetus homicidas y sacando fuerzas de donde era imposible que existieran, intentaba repeler la paliza que le estaba propinando e incluso hacía amagos de contraatacar. Quizá si se hubiese puesto a llorar rogándome que parara, o si, gimiendo, se hubiera dejado caer en un rincón, me habría apiadado de ella ya que mis sentimientos en todo momento habían sido sinceros, no fruto de mis obligaciones laborales, pero su actitud me encorajinaba cada vez más y seguí golpeándola sin descanso.

Para cuando ocurrió lo inevitable ella era tan sólo un pelele, un muñeco de pim-pam-pum que se limitaba a recibir los golpes que descargaba con ilimitada saña. Con el último la empujé unos cuantos metros y fue a caer encima de la mesilla del dormitorio, golpeándose en el cuello, produciéndose un ruido similar al que escuchamos cuando pisamos una rama seca y la partimos en dos. Devuelto a la vida real al escuchar ese ruido comprendí lo que estaba sucediendo y llamé a mis compañeros del cuerpo de policía, así como a una ambulancia. Para mis colegas de la brigada el caso estaba claro, yo era un abnegado servidor de las fuerzas de seguridad del Estado que, tras realizar un brillante servicio había padecido el intento de venganza de una de las militantes del grupo subversivo desarticulado. Lo ocurrido se debía, por tanto, a un caso de legítima defensa. Así lo entendieron los jueces y el asunto se archivó, sin darle más importancia que la meramente anecdótica. Al fin y al cabo, comentó filosóficamente un compañero con más experiencia que yo en esas lides, ésa era la salsa del trabajo policial.

Marisa no murió pero nunca he vuelto a verla. Seguramente ella no lo hubiera deseado pero, de todos modos, nunca me atreví a hacerlo; sin embargo, hoy en día, cada vez que veo por la calle a una tetrapléjica, pienso si no será ella.

Capítulo veintiséis

Quienes notaron en primer lugar la desaparición de Amaia Marquínez fueron los niños de la guardería en la que trabajaba, pero su ausencia no originó en ellos ninguna inquietud. Atendidos por otra cuidadora siguieron lanzándose boca abajo por el tobogán, haciéndose pasar por Peter Pan y el capitán Garfio en múltiples escaramuzas o ensuciándose las batas con rotuladores de varios colores. Fue la madre de la joven la que, al comprobar que no llegaba a comer a la hora que solía hacerlo, empezó a preocuparse, pero hasta que no pasaron varias horas más no se inquietó de veras.

Tras haber llamado a todas las amistades de su hija de las que tenía constancia, así como a la propia guardería, se dio cuenta de que la ausencia de su hija podía ser algo más serio que un repentino cambio de planes que hubiese olvidado comentarle. Por eso, con el corazón encogido, se dirigió a una comisaría de la Ertzaintza para interponer la correspondiente denuncia. El policía que la atendió fue muy amable pero no pudo evitar hablarle con un considerable grado de escepticismo.

– Haremos lo que podamos, señora, pero le aviso de antemano que estos asuntos son muy difíciles de resolver. Todos los años desaparecen miles de jóvenes en toda España y la policía no tiene los medios suficientes para investigarlos. Afortunadamente, la mayoría de las veces son chiquilladas transitorias y los hijos pródigos vuelven al redil, pero en otro caso sólo nos resta esperar. Es imposible poner a un policía detrás de cada caso. No obstante, tampoco nos quedaremos quietos. Transmitiremos los datos de su hija a todas nuestras unidades y a los demás cuerpos policiales que actúan en Euskadi y en el resto de España y antes o después aparecerá, pero si desea resultados inmediatos no podemos garantizárselos. Por cierto, lamento sacar el tema, ¿pero ha preguntado en hospitales y centros de socorro?

Sí, era lo primero que había hecho, contestó mansamente la madre de Amaia. Ella sabía que lo que el ertzaina le había dicho era cierto, pero no se trataba de un caso hipotético de desaparición, se trataba de su hija, una joven con nombre y apellidos, Amaia Marquínez Garmendia, con veintinueve años recién cumplidos, con un futuro por delante, incluso estaba fijada la fecha de la boda con su novio de toda la vida, una joven simpática, vital, cariñosa. Era de ella de quien estaba hablando, no de una ficha en una base de datos. Sabía que no se iba a solucionar todo en un momento, tan sólo quería que le dieran fuerzas para mantener la esperanza.

Los días siguientes Bilbao se llenó con carteles en los que bajo la fotografía de una joven sonriente se advertía a los ciudadanos de su desaparición y se rogaba que aquel que supiera algo lo comunicara a la Ertzaintza o a otro teléfono particular que se indicaba. La misma fotografía se publicó en la totalidad de los diarios que se distribuían y publicaban en la ciudad pero salvo cuatro gamberros y una señora que había sufrido la misma situación y llamó para darle ánimos, nadie telefoneó.

El novio de Amaia y sus familiares y amigos se patearon de cabo a rabo la ciudad y, en general, aquellos lugares a los que era asidua, más por no permanecer quietos que por convencimiento ya que suponían, acertadamente, que no iban a obtener resultados concretos. La Ertzaintza, por su parte, tampoco estuvo parada. Pese a los malos augurios del agente que recibió la denuncia se inició la preceptiva investigación sin resultado alguno. Al parecer nadie había visto a Amaia desde que salió del domicilio familiar para acudir a su trabajo en la guardería. En la parada del autobús que cogía todas las mañanas una joven estudiante que solía coincidir con ella reconoció su fotografía, sí, muchas veces cogemos el bus a la misma hora, y hasta nos saludamos, ya sabe, buenos días, qué tal, menudo frío hace, esas cosas, en fin, por no saber no sé ni cómo se llama, no, creo que ese día no la vi pero no puedo asegurarlo, una a esas horas todavía está medio dormida y no se fija muy bien, podría haber estado y no verla o podría no haber estado y pensar que sí, porque la había visto el día anterior y con el muermo que llevo a esas horas no distinguir entre un día u otro.

Aunque la madre de Amaia aseguró que había llamado a los hospitales y casas de socorro de la ciudad la policía volvió a efectuar ese trabajo, ampliando su acción al depósito de cadáveres. No había ninguna joven muerta sin identificar y en las clínicas y centros sanitarios la respuesta fue la misma. Amaia Marquínez no estaba muerta ni herida. El agente encargado del caso pensó que seguramente la joven se había fugado voluntariamente, ya que no había ningún motivo, ni económico ni de otro tipo para ser secuestrada, y como era mayor de edad decidió paralizar las pesquisas. El tema quedaría oficialmente abierto, ya que cualquier día, por casualidad, podría tenerse alguna noticia de su paradero, pero lamentablemente no se podía dedicar más tiempo, esfuerzo y dinero a un asunto tan claro y banal. No usó estas mismas palabras con la madre de la desaparecida, pero todo el mundo entendió lo que quería decir.

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