Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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Después de hablar con sus compañeros acerca del caso, y tras consultarlo con sus superiores, el inspector Vallejo encaminó sus pasos hacia el doctor Iturbe. Aunque había quedado exculpado del incendio se había mostrado en todo momento extremadamente nervioso, lo que había sustentado, durante un tiempo, las sospechas policiales. Cuando el inspector Vallejo le citó para interrogarle se derrumbó, no tanto porque el responsable de Personas Desaparecidas ejerciera una presión inconfesable como porque la tensión interna del odontólogo había llegado a su punto culminante.

Tras nuevas protestas de inocencia el dentista confesó su secreto. Él no había sido el autor material del incendio, ni siquiera su instigador ya que le perjudicaba más que le favorecía, como había sido corroborado por las investigaciones policiales, pero sospechaba con cierto fundamento quién era el autor, o mejor dicho, la autora del mismo.

Aquel día, casualmente, se encontraba tan fatigado, entre el trabajo y una gripe galopante que irresponsablemente intentaba curar sin dejar de trabajar, ya conoce el tópico, señor inspector, los médicos somos los peores pacientes, que se quedó en la consulta, descansando, un rato después de que la hubiera cerrado. Permaneció allí una hora más o menos y luego, algo recuperado, bajó a la calle y se introdujo en una cafetería que había enfrente del portal, con ánimo de tomarse un descafeinado bien caliente antes de volver a su domicilio. Se encontraba sorbiendo su taza, mirando hacia la calle, cuando vio pasar una cara conocida. Salió del bar y la vio entrar en el edificio donde tenía su consulta. Al poco rato volvió a verla, esta vez saliendo de forma muy apresurada y, al acercarse al portal, notó primero por el olfato y más tarde a causa del humo, que había habido un incendio. En seguida comprendió que el incendio había tenido lugar en su consulta.

Interrogado sobre por qué había pensado eso contestó que era lógico, ya que hubiera sido mucha coincidencia que apareciera por allí una conocida suya en ese momento, y que no estuviera implicada en el caso, sobre todo si se tiene en cuenta el modo en que se ganaba la vida, ya que esa mujer era una prostituta. Además, por lo que le dijeron más tarde, la puerta de entrada no había sido forzada, y aunque él nunca le había proporcionado copia de sus llaves admitía que había tenido ocasiones propicias para sacarlas por su cuenta.

Si no había dicho nada antes no era por no colaborar con la policía, nada más lejos de su intención, sino porque le hubiera puesto en una situación embarazosa. Ya sabe usted, señor inspector, que estoy casado con una mujer a la que quiero y tengo cuatro hijos a los que adoro pero, claro, uno tiene sus necesidades que no siempre se atienden en casa, mi mujer es una buena mujer, pero ha sido educada en un colegio de monjas y, claro, hay cosas que no comprende y que incluso le escandalizan, que conste que no se lo reprocho, es la única mujer a la que he querido y quiero, pero cuando uno no consigue algo en su propia casa tiene que buscarlo fuera, ¿no está usted de acuerdo?, es una mera cuestión de supervivencia, el caso es que una vez un amigo, con el que juego a menudo al golf, excuso decir su nombre, usted lo comprenderá ya que no viene al caso y es muy conocido en Bilbao, bueno, pues a lo que iba, ese amigo me llevó un día a un club y allí me enredé con una joven, venezolana o colombiana, no estoy seguro, sudamericana, eso sí, y desde aquel día he sido un visitante asiduo del club, uno de ésos que tiene reservados, ya sabe, todo muy elegante, aunque está en una zona muy poco recomendable, pero bueno, uno sabe lo que hace y toma sus precauciones, usted me entiende, entre hombres ya se sabe, no hace falta ser excesivamente explícito, el caso es que fue a esa chica a la que vi entrar y salir del portal el día que alguien incendió mi consulta, comprenda usted por qué he callado hasta ahora, y confío en que todo esto permanezca en secreto, el disgusto que se llevaría mi mujer si llega a enterarse sería terrible y yo no quiero, por ningún concepto, que sufra, además soy muy conocido en Bilbao y aunque quien más y quien menos en los ambientes en que me muevo hace cosas parecidas, si saliera a la luz pública el bochorno y el desprestigio serían inmensos, y tengo cuatro hijos que mantener, espero que lo entienda.

La muchacha era colombiana y atendía al nombre de guerra de Nelly. Cuando la policía se personó en el local en el que desempeñaba su jornada laboral a entera satisfacción de los clientes le dijeron que se había ido, que había vuelto a Colombia, aquí no retenemos a nadie contra su voluntad, dijo el encargado con una sonrisa en los labios, las chicas están contratadas tan sólo para animar a los clientes a que se tomen una copa, usted ya sabe de qué van estas cosas, y si luego, por una de esas cosas que tiene la vida, intiman más profundamente con alguno, es asunto de ellas, nosotros no interferimos para nada, ellas tienen libertad absoluta para irse cuando quieran, no estamos en la Edad Media.

Comprobada esta última declaración se vio que era cierta. La ciudadana de nacionalidad colombiana Noelia Chacón Torres, que en su trabajo usaba el alias de Nelly, había vuelto a su país tres días antes, como constaba en los registros de las líneas aéreas. Enseñada su fotografía al doctor Iturbe éste la reconoció, por lo que no había duda alguna de la personalidad de la viajera. La autora del incendio había vuelto a su país natal.

Más o menos esto era lo que el comisario Ansúrez, a instancias del inspector Vallejo, le había transmitido al magistrado Carlos Arana, con la esperanza de que éste hiciera las gestiones pertinentes ante la judicatura colombiana. El veterano juez de instrucción contaba con cierta bula, de modo que nadie en la audiencia se extrañaba, ni le pedía cuentas, si de repente la factura telefónica ascendía notablemente como consecuencia de llamadas al extranjero. Se sabía que por extravagante que pudiera parecer el hecho siempre estaba justificado por alguna actuación de tipo profesional y que, en ningún momento, utilizaba en su propio provecho o beneficio los medios que la Administración de Justicia había puesto a su alcance.

El comisario Ansúrez seguía pensando en ello mientras asimilaba la respuesta que acababa de darle el magistrado: la comisión rogatoria era absolutamente inútil.

– ¿Por qué, señoría? -preguntó respetuosamente el comisario.

– Porque su posible testigo, la ciudadana colombiana Noelia Chacón Torres, conocida como Nelly, ha fallecido. Murió en una reyerta. Parece ser, según me informó un magistrado de Bogotá con el que me une una buena amistad, que la reyerta fue provocada por una mafia de origen policial especializada en asuntos turbios. Me ha dicho que si se producen novedades me las comunicará, pero ha añadido que no cree que eso ocurra, así que, señor comisario, sintiéndolo mucho no me queda más remedio que reiterarle la imposibilidad de atender a su petición.

– Entiendo, señoría, y le agradezco de corazón el trabajo que se ha tomado para complacerme. De todos modos, si quiere que le sea sincero, no confiaba mucho en ellas, pero aun así debíamos explorar todas las oportunidades. Muchas gracias y, ya sabe, si necesita algo de mí no dude en pedírmelo.

Antes de que el comisario pudiera informar al inspector Vallejo del magro resultado de sus gestiones su subordinado, con cara de circunstancias, le dio las últimas noticias. Esa misma mañana una de sus enfermeras, al entrar en la consulta, había encontrado, sentado en uno de los sillones que utilizaba para atender a sus pacientes, el cadáver del doctor Iturbe. Aunque no había señales visibles de lucha o de violencia, una somera inspección por parte del médico forense llevó a la conclusión de que había sido asesinado con arma blanca. Así mismo, el ordenador del doctor Iturbe había sido manipulado y los disquetes habían sido robados, desapareciendo de ese modo toda la información que contenían.

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