Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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– Si está usted insinuando algún tipo de chantaje se equivoca de medio a medio, podría haberlo hecho pero no era necesario. Miren, quizá me he explicado mal antes y he dado la impresión de que mi hermano era un pelele que decía a todo que sí, pues bien, esa idea no se corresponde a la realidad. El único motivo de que él no controlara efectivamente las empresas de la familia se debía única y exclusivamente a que no tenía acciones en ninguna de ellas. Mi hermano, de joven, tuvo un ramalazo de rebeldía, entre nosotros les diré que en el fondo siempre le he envidiado por eso, y exigió con anticipación que se le traspasara todo lo que podría corresponderle por herencia. Mis padres, que siempre fomentaron nuestra iniciativa, atendieron su petición y le entregaron una cantidad tanto en metálico como en acciones que hizo de él un hombre rico e independiente y, hasta cierto punto, tal vez feliz. Desgraciadamente le fueron mal los negocios y se arruinó por completo. No tenía nada suyo, así que volvió al redil y la familia le acogió amorosamente, al fin y al cabo era un Iztueta, y su nombre de pila Alejandro, pero se quedó definitivamente sin participación alguna en el patrimonio familiar. No obstante, siendo un Iztueta debía mantener un buen nivel tanto de vida como profesional y social así que se le nombró consejero delegado de unas cuantas empresas y se le otorgaron unos emolumentos astronómicos. Posteriormente a su muerte esas prebendas las heredó su viuda, ya que por encima de todo nos gusta guardar las formas, ya lo he repetido varias veces. Y así finaliza la historia, mi hermano y su mujer, en el fondo, eran dos pobres de solemnidad.

– Si eran tan pobres, ¿cómo es que su hermano dejó en su testamento una manda de cien millones de pesetas para una orden religiosa? -preguntó el padre Vázquez.

Por primera vez desde que había empezado la conversación Carmelo Iztueta dejó entrever un rictus de disgusto en su expresión, pero en seguida recobró la compostura y contestó con su habitual tono abierto y distendido.

– En realidad él dejó algo que no tenía y yo, por mi parte, me opuse a que se pagara esa cantidad pero mi madre se empeñó en abonarla. Decía que si su hijo había querido donar esa cantidad al colegio de religiosos en el que se educó nosotros debíamos favorecer ese deseo. Ya les he dicho que mi madre es todo un carácter, el auténtico baluarte de los Iztueta.

– Por lo que nosotros sabemos su hermano no era muy religioso, parece raro que a última hora cambiara de opinión. Además, su mayordomo nos ha dicho que en ningún momento expresó su deseo de volver a la Iglesia.

– Lo que diga el mentecato de su mayordomo no me interesa para nada, por si ustedes no lo saben les diré que había sido uno de los primeros amantes de mi hermano y todavía piensa, el pobre imbécil, que si no hubiera sido por los condicionamientos sociales habrían vivido juntos eternamente, amándose y siendo felices y comiendo perdices. En cuanto a lo de si mi hermano era religioso o no, no creo que haya que darle excesiva importancia. En mi familia todos hemos sido educados en la fe católica y vamos a misa y bautizamos a nuestros hijos. Fachada o no, pertenece a nuestras conciencias, y entre creer o no creer en algo lo primero siempre parece más positivo, aunque luego no hagamos ni puto caso a los preceptos de la Iglesia. Quizá mi hermano, en algún momento de angustia ante el final que veía inminente, quiso ponerse a bien con Dios, por si existiera, y decidió ser magnánimo con un dinero que, por otra parte, no le pertenecía.

– ¿Sabe usted si hubo algún motivo especial para que el talón de cien millones se extendiera en el banco que se eligió para ello? -preguntó Rojas.

– El banco lo designó mi cuñada pero que yo sepa no hay ninguna razón especial, es tan sólo uno más de los muchos bancos con los que trabajamos habitualmente. Y si no tienen nada más que preguntar, les ruego que me disculpen, no quisiera ser grosero pero creo que les he concedido una parte importante de mi tiempo y, como ustedes comprenderán, tengo muchas cosas que hacer, así que si no tienen inconveniente me gustaría que me dejaran solo.

– Una última pregunta -dijo Rojas.

– Si es sólo una, adelante.

– Su cuñada, ¿tenía enemigos?

– ¿Y quién nos los tiene, usted acaso? Claro que tenía enemigos, tantos como amantes o quizá más. Pero si usted quiere saber si había recibido amenazas de algún tipo o si alguien la perseguía, lamento decirle que lo desconozco. Puedo decirles solemnemente que yo no soy el asesino, pero desgraciadamente no se me ocurre ningún candidato alternativo.

Cuando salieron de la oficina había anochecido así que Rojas se ofreció a transportar en coche a su compañero hasta el colegio en el que residía. No habían llegado aún a su destino cuando el sacerdote pidió al policía que parara y le conminó a salir del vehículo. Justo enfrente podía verse una sucursal del banco que había abonado los cien millones.

– ¿No querías saber el motivo de que se eligiera ese banco? Quizá ahí tengas la respuesta.

El inspector Rojas dirigió su mirada a un cartel en el que con un vistoso fondo multicolor el banco anunciaba que por cada imposición de medio millón de pesetas la entidad regalaría un juego de maletas de primera calidad.

– Quizá ahí esté la respuesta. Cien millones no se pueden meter en un simple sobre -dijo el padre Vázquez-, pero en cambio a nadie le extrañaría ver salir de aquí a una pareja con un hermoso juego de maletas.

– Pero eso significaría que la asesinada y tus dos pájaros estaban conchabados en ese asunto -exclamó Rojas.

– No necesariamente, a ella pudiera haberle dado igual utilizar un banco u otro, pero es una posibilidad -contestó el padre Vázquez-, por eso se hace cada vez más necesario encontrarles. No me gusta nada decírtelo pero creo que tendréis que dictar orden de busca y captura contra los dos. El asunto, lamentablemente, se ha escapado de mis manos.

Había sido un día muy duro; por eso cuando llegó al colegio su primera intención fue meterse en la cama y dormir, pero antes de hacerlo se presentó en su celda el padre Cuesta. El provincial de la orden le agradeció lo que estaba haciendo, sin embargo, añadió, tenía que rogarle que se olvidara del caso. Habían llegado a sus oídos ciertos rumores que implicaban una muerte violenta y creía más prudente quedarse al margen.

Vázquez miró a su superior. Aunque no le conocía mucho sabía que era un hombre recto y honesto, y que por encima de su propia persona valoraba, sobre todo, la misión que en su opinión tenía la orden. No era hombre pusilánime que sacrificara a uno de sus hermanos por miedo al escándalo, por eso pensó que si le estaba pidiendo que abandonara eso significaba que estaba convencido de que su continuidad en el caso iba a traer más perjuicios que beneficios. Sin embargo, no podía acceder a su petición y cuando habló sus palabras estaban impregnadas de tristeza.

– Lo siento, padre, pero lamentándolo mucho no me es posible acceder a su ruego. Yo no quería incubar ese huevo pero la serpiente ha salido de su interior y no hay fuerza humana ni, me temo, divina capaz de devolverla al redil.

Capítulo treinta

Desde tu atalaya, refugiado en ese club que odias porque sabes que durante un tiempo trabajó ahí María Luisa, observas la salida del enemigo, escudriñas su semblante pero no adviertes en él desánimo o abatimiento sino fortaleza y determinación, la fortaleza y determinación que a ti siempre te ha faltado. Tal vez él, dentro de su ignominia, sea incluso más feliz que tú, porque ve las cosas en blanco y negro, sin matices, sin dudas, en definitiva.

El enemigo levanta su vista hacia el frente y se dirige a la puerta del club. Si quisieras en pocos segundos podrías tocarlo pero prefieres seguir escondido, el plan es el plan y por primera vez en la vida estás dispuesto a ir hasta el final, cueste lo que cueste.

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