Por el modo en que cruzó los brazos, advirtió que su paciencia empezaba a agotarse. Por fin, contestó educadamente:
– Los ejercicios funcionaron muy bien, pero eso no demuestra nada, ni sirve de nada.
– ¿Por qué dice eso?
– ¿De qué sirve ponerme… en fin, perdone la expresión… ponerme como un burro si estoy solo?
Ella sonrió por primera vez desde que se conocían.
– Por algún sitio hay que empezar.
– Está bien, pero me temo que, si me sugiere que empiece a utilizar muñecas hinchables, tendré que oponerme.
Otra sonrisa. Ese día parecía estar sembrado. ¿Debía decirle que le gustaría que ella fuera su muñeca hinchable? Se preguntaba si haría buenas mamadas con aquella dulce y sexy boquita suya. Estaba seguro de que él podía llenársela a la perfección.
– No, no le haré más sugerencias de momento -dijo ella, ajena a sus pensamientos-. Sin embargo, yo lo animaría a continuar con esos ejercicios. La idea es tener, y perdone la expresión, un método fijo de excitación al que poder recurrir si desea mantener relaciones con una mujer y no se siente capaz.
Sentada sobre la esquina de la mesa, ella balanceaba lánguidamente el pie izquierdo. Su mocasín de cuero negro colgaba, oscilando juguetonamente, de sus dedos. Él deseó que se le cayera. Quería ver si llevaba las uñas pintadas. Le encantaban las uñas de los pies pintadas de rojo.
– Aunque nos cueste creerlo, muchas de nuestras ideas preconcebidas acerca del sexo -continuó ella, aunque él apenas le prestaba atención-, proceden de nuestros padres. Los niños varones, en concreto, tienden a imitar el comportamiento de sus padres. ¿Cómo era su padre, señor Harding?
– Él, ciertamente, no tenía problemas con las mujeres -dijo secamente, y al instante se arrepintió de haber permitido que ella advirtiera que aquel asunto era delicado. Ahora no soltaría su presa. Insistiría en sonsacarle y en ponerlo a prueba hasta que encontrara un modo de meter también a su madre de por medio. A menos… a menos que cambiara las tornas y consiguiera desviar su atención hacia otro lado.
– Mi padre llevaba mujeres a casa muy a menudo. Incluso me dejaba mirar. A veces, esas mujeres permitían que me uniera a ellos. ¿Qué otro hombre puede decir que a los trece años una mujer le chupaba la polla mientras su padre se la follaba por detrás?
Allí estaba: esa mirada de perfecto asombro. Pronto le seguiría otra de piedad. Era curioso que la verdad poseyera un poder de persuasión tan notable. Llamaron a la puerta, y ella se sobresaltó. Él se quedó abstraído, con la mirada perdida, como un buen ciego.
– Siento interrumpir -dijo la secretaria desde la puerta-. La llamada que estaba esperando, por la línea tres.
– Debo atender esta llamada, señor Harding.
– No se preocupe -él se levantó y buscó tientas su bastón-. Quizá debamos dejarlo por hoy.
– ¿Está seguro? Sólo tardaré un minuto o dos.
– No, estoy exhausto. Además, creo que hoy ya se ha ganado de sobra su sueldo -la recompensó con una sonrisa para que no insistiera. Encontró la puerta antes de que ella se ofreciera a llamar a su supuesto chófer.
Mientras aguardaba el ascensor, la ira empezó a agitarse en sus entrañas. Ella no tenía derecho a meter a sus padres por medio. Había sobrepasado sus límites. Sí, ese día, la doctora Gwen Patterson había ido demasiado lejos.
El director adjunto Cunningham había reservado una pequeña sala de reuniones en el primer nivel. Tully estaba tan emocionado porque hubiera ventanas (dos, que miraban a los bosques que marcaban la linde del campo de entrenamiento), que no le importó tener que subir y bajar escaleras para llevar sus cosas desde su destartalado despacho al otro extremo del edificio.
Esparció sobre la mesa la información que habían reunido en los cinco meses anteriores, mientras O'Dell iba tras él, empeñada en colocarlo todo en pulcros montoncitos alineados sobre la larga mesa de reuniones, disponiéndolos de izquierda a derecha en orden cronológico. La pulcritud de O'Dell, en vez de irritarlo, le hizo gracia. Era evidente que ellos dos abordaban los rompecabezas de modo distinto. A ella le gustaba empezar buscando todas las piezas de las esquinas y alineándolas, mientras que él prefería juntas las piezas en el centro y escoger al azar distintas secciones para ensamblarlas por separado. Ninguno de los dos métodos era mejor, ni peor. Era, sencillamente, una cuestión de preferencias, aunque dudaba de que O'Dell opinara lo mismo.
Habían desplegado un mapa de Estados Unidos, marcando los asesinatos de Newburgh Heights y Kansas City con chinchetas rojas. Otras de color azul indicaban cada una de las diecisiete zonas donde Stucky había dejado a sus víctimas antes de su captura en agosto anterior. Eran, al menos, las que conocían. Las mujeres a las que Stucky reservaba para su colección eran a menudo enterradas en remotas zonas boscosas. Se creía que podía haber al menos una docena más enterradas en lugares ocultos, aguardando a que un excursionista, un cazador o un pescador descubriera sus cuerpos. Stucky había logrado cometer todos aquellos crímenes en menos de tres años. A Tully le repugnaba pensar lo que podía haber hecho en los cinco meses anteriores.
Tully se puso a examinar el mapa y dejó que O'Dell siguiera ordenando y colocando los papeles. Stucky se había circunscrito siempre al límite oriental del país, desde Boston por el norte hasta Miami por el sur. La costa de Virginia parecía ser terreno fértil para sus tropelías. Kansas City era la única anomalía. Si Tess McGowan había, en efecto, desaparecido, ello significaba que Stucky estaba jugando de nuevo con O'Dell, atrayéndola hacia él, obligándola a tomar parte en sus crímenes. Y al elegir únicamente a mujeres que entraban en contacto con ella, en lugar de a amigas o a miembros de su familia, hacía casi imposible que supieran cuál iba a ser su siguiente movimiento. A fin de cuentas, ¿qué podían hacer? ¿Encerrar a O'Dell hasta que atraparan a Stucky? Cunningham ya tenía a varios agentes vigilando su casa y siguiéndola a todas partes. A Tully le extrañaba que O'Dell no se hubiera quejado.
Era sábado por la mañana, pero ella ya estaba al pie del cañón, como si fuera un día normal de trabajo. Después de la semana que había pasado, cualquiera se habría quedado en la cama. Sin embargo, Tully notó que esa mañana no se había molestado en cubrir con maquillaje los pliegues oscuros e hinchados que tenía bajo los ojos. Llevaba unas zapatillas de correr Nike, muy viejas, y una camisa de algodón arremangada hasta los codos y con los faldones pulcramente metidos en la cinturilla de los vaqueros descoloridos. Aunque estaban en un edificio de alta seguridad, llevaba puesta la sobaquera con la Smith amp; Wesson del calibre 38. Comparado con ella, Tully se sentía excesivamente elegante hasta que el director adjunto Cunningham entró en la sala, tan pulcro e impecable como siempre. Entonces Tully advirtió que tenía unas manchas de café en la camisa y que llevaba la corbata floja y ladeada.
Tully miró su reloj. Le había prometido a Emma que comerían juntos para hablar del baile de graduación. Ya había decidido mantenerse en sus trece. Emma podía decir que se cerraba en banda, si quería, pero no iba a permitirle que pensara que era lo bastante mayor como para salir con chicos. Por lo menos, todavía. Tal vez el año siguiente.
Miró a O'Dell, que estaba de pie, inclinada sobre los informes que acababan de recibir de Keith Ganza. Sin alzar la mirada hacia él, preguntó:
– ¿Ha habido suerte en el aeropuerto?
– No, pero ahora que Delores Heston ha presentado una denuncia de desaparición, podemos pasar el aviso a la policía para que busque el coche de Tess. Un Miata negro no pasa desapercibido fácilmente. Pero no sé. ¿Y si McGowan decidió tomarse unos días libres?
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