– ¿Quién eres? -gritó esta vez, cediendo a la áspera emoción que agitaba su pecho y le dificultaba la respiración-. ¿Qué haces aquí? -no sabía en realidad si quería o necesitaba una respuesta a su última pregunta.
– Él… lo hizo -la voz surgía con esfuerzo, aguda y quebradiza-. Cosas horribles… -continuó-. Él… lo hizo. Yo intenté detenerlo, pero no pude. No tenía fuerzas -empezó a gemir otra vez.
A Tess, el miedo de la mujer, casi palpable, se le agarró a la garganta y se deslizó bajo su piel. Pero no podía asumir también el terror de aquella mujer.
– Tenía un cuchillo -dijo ella entre sollozos-. Me… me cortó.
– ¿Estás herida? ¿Estás sangrando? -pero Tess permaneció junto a la pared, incapaz de moverse. Sus ojos intentaban acostumbrarse a la oscuridad, pero sólo veía un bulto informe a unos pasos de distancia.
– Dijo… dijo que iba a matarme.
– ¿Cuándo te trajo aquí? ¿Te acuerdas?
– Me ató las muñecas.
– Puedo intentar desatarte…
– Me ató los tobillos. No podía moverme.
– Yo puedo…
– Me arrancó la ropa y luego me quitó la venda de los ojos. Dijo… dijo que quería que mirara. Que… que quería que lo viera. Entonces… entonces me violó.
Tess se secó la cara, sustituyendo las lágrimas por barro. Recordó su ropa, su blusa desabrochada, sus medias desaparecidas. Sintió náuseas. No podía pensar en ello. No quería recordar. Ahora no.
– Me cortó cuando grité -seguía diciendo la mujer, balbuciendo entre estertores-. Quería que gritara. No podía defenderme. Era tan fuerte… Se puso encima de mí. Pesaba mucho. Mi pecho… me hundía el pecho, sentado encima de mí. Pesaba tanto… Tenía los brazos atrapados debajo de sus piernas. Se sentó encima de mí para poder… para poder… Me la metió en la boca. Me dieron arcadas. Empujó más fuerte. No podía respirar. No podía moverme. Siguió…
– ¡Cállate! -gritó Tess, sorprendiéndose a sí misma. No reconoció su voz, y su propio miedo la asustó-. ¡Por favor, cállate!
De inmediato se hizo el silencio. Ningún gemido. Ningún sollozo. Tess intentó escuchar más allá del golpeteo de su corazón. Su cuerpo temblaba incontroladamente. Un frío líquido invadía sus venas. El aire continuaba escapando, sustituido por aquel acre olor a muerte.
Los truenos se acercaban; hacían vibrar la tierra contra su espalda. Los destellos de los relámpagos iluminaban el mundo allá arriba, pero no llegaban hasta las profundidades de aquel pozo. Tess apoyó la cabeza contra la pared de barro y alzó la mirada hacia las ramas, aquellos brazos esqueléticos, etéreos, que se agitaban, haciéndole señas a la luz parpadeante de la tormenta. Le dolía todo el cuerpo de intentar controlar las convulsiones que amenazaban con apoderarse de ella.
Se abrazó, decidida a ahuyentar los recuerdos de su infancia, aquellos miedos infantiles que había intentado destruir con todas sus fuerzas. Podía sentirlos traspasar las barreras que tan cuidadosamente había construido. Los sentía invadir su sangre como un veneno que infectara todo su cuerpo. No podía… no permitiría que retornaran, dejándola indefensa. ¡Oh, Dios mío! Había tardado años en espantarlos. Y varios años más en borrarlos del todo. No, no podía permitir que retornaran.
«Por favor, Dios mío, ahora no». No, ya se sentía vulnerable, completamente indefensa.
Empezó a llover, y Tess dejó que su cuerpo resbalara contra la pared hasta que sintió que el barro la chupaba de nuevo. Su cuerpo empezó a balancearse adelante y atrás, pendularmente. Se abrazó con fuerza para ahuyentar el frío y los recuerdos, pero ambas cosas traspasaron la barrera de sus brazos. Como si hubiera sido ayer, recordó lo que se sentía. Recordó tener seis años y ser enterrada en vida.
– Creo que Stucky se ha llevado también a mi vecina.
– Vamos, Maggie. Ahora sí que pareces paranoica -sentada en la tumbona de Maggie, Gwen bebía vino y acariciaba la enorme cabeza de Harvey, apoyada sobre su regazo. Los dos se habían hecho amigos nada más conocerse-. Por cierto, este vino es muy bueno. Se nota que vas aprendiendo. ¿Ves como hay más cosas en el mundo, aparte del whisky?
El vaso de Maggie, sin embargo, permanecía lleno hasta el borde. Ella rebuscaba entre los archivos sobre los asesinatos de Jessica y Rita que Tully le había dado. Además, había empezado a beber whisky antes de la llegada de Gwen para apaciguar la inquietud que parecía haberse instalado permanentemente en sus entrañas. Había esperado que las prácticas de tiro la ayudaran a desalojar aquel desasosiego. Pero ni siquiera el whisky había logrado anestesiarla, como solía. Aun así, le costaba trabajo leer su propia letra a través de la neblina que emborronaba sus ojos. La alegró, no obstante, saber que al fin había sido capaz de elegir un vino del gusto de su amiga.
Gwen, una consumada cocinera, sabía apreciar la buena mesa. Cuando la había llamado esa tarde ofreciéndose a llevar la cena, Maggie se había ido corriendo a la licorería de Shep, a rebuscar por los pasillos. Hannah, la dependienta, una morena atractiva, pero excesivamente habladora, en opinión de Maggie, le había dicho que el Bolla Sauve era «un delicioso vino blanco semiseco de sabor intenso, con toques florales y amelocotonados», y le había asegurado que iría bien con el pollo y los espárragos en papillote que Gwen había prometido llevar.
El vino era demasiado sofisticado para Maggie. Con el whisky, no tenía que elegir entre merlot, chardonnay, chablis, rosado, tinto o blanco. Lo único que tenía que recordar era whisky solo. Era sencillo. Y le sentaba bien. Aunque esa noche no estaba surtiendo efecto. La tensión agarrotaba sus músculos y tensaba su costado, oprimiéndole decorosamente el pecho.
– ¿Qué opina la policía de la desaparición de Rachel?
– No estoy segura -Maggie hojeó una carpeta llena de recortes de periódico, pero no encontró lo que andaba buscando-. El detective que lleva la investigación llamó a Cunningham para quejarse de que me había metido en su terreno, así no creo que pueda llamarlo y decirle «eh, creo que sé lo que ha pasado con ese caso en el que no quieres que meta las narices». Pero Susan, mi otra vecina, me hizo pensar que todo el mundo, incluido el marido, da por sentado que Rachel decidió sencillamente largarse.
– Qué extraño. ¿Lo había hecho antes alguna vez?
– No tengo ni idea. Pero ¿no te parece más extraño aún que el marido no quisiera hacerse cargo del perro?
– No, si cree que su mujer se ha ido con otro. Es uno de los pocos recursos que le quedan para castigarla.
– Pero eso no explica por qué encontramos al perro herido. Había mucha sangre, y aún no estoy convencida de que fuera sólo de Harvey -Maggie notó que Gwen acariciaba la cabeza del perro como si estuviera administrándole una terapia-. ¿A quién se le ocurre ponerle Harvey a un perro?
El animal alzó la mirada al oír su nombre, pero no se movió.
– Es un nombre como otro cualquiera -declaró Gwen sin dejar de acariciarlo.
– Así se llamaba el labrador negro que David Berkowitz decía que estaba poseído.
Gwen hizo girar los ojos.
– Pero ¿por qué se te ocurre pensar en eso? Puede que Rachel sea fan de James Steward, o de las películas clásicas, y le pusiera ese nombre por Harvey, el conejo invisible.
– Sí, ya. ¿Por qué no se me habrá ocurrido? -dijo Maggie, sarcástica. Lo cierto era que no quería pensar en la dueña de Harvey y en lo que creía que le había pasado, o aún le estaba pasando. Fijó de nuevo su atención en los archivos. Ojalá recordara lo que le había dicho el agente Tully. Había algo que la inquietaba. Algo que relacionaba la desaparición de Rachel y el asesinato de Jessica. No era sólo el barro. Sin embargo, no recordaba qué la llevaba a suponer tal cosa. Confiaba en que alguno de los informes policiales disparara su memoria.
Читать дальше