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Alex Kava: Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell. Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Alex Kava Sin Aliento Título Original Split second Serie Los misterios de - фото 1

Alex Kava

Sin Aliento

Título Original: Split second

Serie: Los misterios de Maggie O'Dell, 2

Prólogo

Centro de Detención del Condado de North Dade

Miami, Florida

Viernes, 31 de octubre. Fiesta de Halloween

Del Macomb se enjugó el sudor de la frente con la manga de la camisa. El tieso algodón del uniforme se le pegaba a la espalda, y sólo eran las nueve de la mañana. ¿Cómo era posible que hiciera aquel bochorno en octubre?

Él se había criado al norte de Hope, Minnesota. Allí, en su hogar, las riberas del lago Silver empezarían a cubrirse de hielo. Su padre estaría escribiendo sermones mientras observaba en el cielo el paso de los últimos ánsares rezagados. Del se apartó el pelo sudoroso de la frente. Al pensar en su padre, recordó que tenía que cortárselo. Qué absurdo pararse a pensar en eso. Pero más absurdo aún era que aquello todavía avivara su nostalgia.

– ¿A qué jodido cabrón hay que llevar hoy?

Del se sobresaltó al oír a su compañero. El lenguaje de Benny Zeek le provocó una mueca de disgusto, y miró al ex marine de ancho y redondeado torso para ver si lo había notado. No le apetecía que le echara otro sermón, y no porque no tuviera mucho que aprender de Benny.

– Dicen que se llama Stucky -se preguntó si Benny habría oído hablar de él. Parecía preocupado.

En el Centro de Detención del Condado de North Dade, Benny Zeek era en cierto modo una leyenda, y no sólo porque llevara veinticinco años en el cuerpo, sino porque había pasado casi todo ese tiempo trabajando en Starke, en el corredor de la muerte, y hasta en el Ala X. Del había visto las cicatrices que habían dejado en el cuerpo de su compañero los motines de los presos que intentaban librarse de las celdas de castigo parecidas a ataúdes.

Vio que Benny se subía las mangas de la camisa sin molestarse en enrollarlas ni doblarlas, dejando al descubierto los antebrazos venosos y una de aquellas legendarias cicatrices. La cicatriz seccionaba por la mitad un tatuaje: una bailarina polinesia cuyo vientre presentaba ahora una dentada línea roja, como si la hubieran partido en dos. Benny aún podía hacerla bailar flexionando el brazo de modo que la mitad inferior de la bailarina se movía con un lento y provocativo contoneo, mientras que la otra mitad, la superior, permanecía inmóvil, desarticulada. Aquel tatuaje fascinaba a Del; lo atraía y, al mismo tiempo, le repugnaba.

Su compañero subió con cuidado los estrechos peldaños de la cabina del furgón blindado y se retrepó al asiento derecho. Esa mañana parecía moverse más despacio que de costumbre, y Del comprendió de inmediato que de nuevo tenía resaca. Del se subió al asiento del conductor y se abrochó el cinturón de seguridad fingiendo, como siempre, no notarlo.

– ¿Quién dices que es ese capullo? -preguntó Benny mientras, ávido por tomar un café, desenroscaba con sus dedos cortos y gruesos la tapa del termo. Del quiso decirle que la cafeína sólo empeoraría su resaca, pero tras cuatro breves semanas en aquel puesto, sabía que a Benny Zeek era mejor no llevarle la contraria.

– Hoy nos toca la ruta de Brice y Webber.

– Joder, ¿y eso por qué?

– Webber tiene la gripe y Brice se rompió una mano anoche.

– ¿Y cómo coño se rompió una mano?

– Ni idea. Sólo sé que se la rompió. Creía que odiabas la monotonía de nuestra ruta de siempre. Y los atascos para llegar a los juzgados.

– Sí, bueno, pero más vale que no haya más papeleo -Benny se removió inquieto en el asiento, como si aquella amenaza de un cambio en su rutina lo llenara de impaciencia-. Si vamos a hacer la ruta de Brice y Webber, ese capullo irá a Glades, ¿no? Lo tendrán en régimen de aislamiento hasta la jodida vista. Eso significa que es un cabrón de cuidado y que no quieren tenerlo aquí, en este calabozo de mierda.

– Héctor dice que se llama Albert Stucky. Dice que no es mal tipo. Muy inteligente y amable. Dice que hasta ha encontrado la salvación en Jesucristo.

Del notó que Benny lo miraba con el ceño fruncido. Giró la llave de contacto y, mientras dejaba que el furgón vibrara y retumbara al ponerse lentamente en marcha el motor, se preparó para recibir la andanada de sarcasmos de Benny y puso el aire acondicionado, que escupió sobre ellos un trallazo de aire caliente. Benny extendió el brazo y lo apagó.

– Dale tiempo al motor. Para qué queremos que nos dé el puto aire caliente en la cara.

Del sintió que se sonrojaba. Se preguntaba si alguna vez conseguiría ganarse el respeto de su compañero. Ignoró la exasperación que se agitaba en su interior y bajó la ventanilla. Sacó la hoja de ruta y anotó la lectura del cuentakilómetros y del indicador del combustible, dejando que la rutina ejerciera su efecto calmante sobre él.

– Espera un momento -dijo Benny-. ¿Albert Stucky? He leído algo sobre ese tío en el Miami Herald. Los fibis lo llaman El Coleccionista.

– ¿Los fibis?

– Sí, los del FBI. Jesús, pero tú ¿es que no sabes nada?

Esta vez, Del notó el escozor del sonrojo en sus orejas. Giró la cabeza y fingió revisar el retrovisor lateral.

– Ese tal Stucky -continuó Benny- mató a puñaladas a tres o cuatro mujeres, y no sólo aquí, en Florida. Si dice que ha encontrado a Jesucristo, será porque no quiere que su puto trasero se fría en la silla eléctrica.

– La gente puede cambiar. ¿No crees? -Del miró a Benny. Su compañero tenía la frente perlada de sudor; sus ojos inyectados en sangre lo miraban con fijeza.

– Jesús, hijo. Apuesto a que todavía crees en Santa Claus -Benny sacudió la cabeza-. A uno no lo mandan a una prisión de máxima seguridad a la espera de juicio por encontrar al puto Jesucristo.

Benny se giró para mirar por la ventanilla y bebió un sorbo de café. Al hacerlo, no vio la mueca de disgusto de Del. Este no podía evitarlo. Tras veintidós años de convivencia con su padre, un predicador, aquella mueca de repugnancia era una reacción automática, como rascarse un picor. A veces, lo hacía siquiera sin darse cuenta.

Del se metió la hoja de ruta en el bolsillo lateral y puso el furgón en marcha. Observó la prisión de cemento por el retrovisor lateral. El sol caía a plomo sobre el patio, por el que deambulaban varios reclusos, pidiéndose cigarrillos los unos a los otros y aguantando el calor de la mañana. ¿Cómo podía gustarles estar allí fuera, sin una sola sombra? Añadió aquello a su lista de injusticias. Allá, en Minnesota, había luchado activamente a favor de la reforma carcelaria. Últimamente estaba demasiado ocupado con la mudanza y el inicio de su nuevo trabajo, pero aun así iba confeccionando una lista para cuando dispusiera de más tiempo. Poco a poco, iría batallando por causas como la eliminación del Ala X de la prisión de Starke.

Mientras se acercaban al último control, miró por el retrovisor. Se sobresaltó al descubrir que el preso lo estaba mirando fijamente. Lo único que veía a través de la ranura del grueso cristal eran unos penetrantes ojos negros que lo observaban con fijeza a través del espejo.

Del percibió algo en los ojos del prisionero, y sintió que un nudo se le formaba en el estómago. Había visto aquella mirada años antes, siendo un niño, una vez que acompañó a su padre en un viaje. Visitaron a un preso condenado al que el padre de Del había conocido en una de sus reuniones de convivencia con los reclusos. Durante aquella visita, el preso le confesó las cosas horribles, inimaginables, que le había hecho a su propia familia antes de matarlos a todos: a su mujer, a sus cinco hijos y hasta al perro de la casa.

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