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Alex Kava: Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell. Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Maggie apoyó las cajas sobre el otro lado de la cadera. Encontró a tientas el picaporte. Empujó la puerta y entró maniobrando cuidadosamente, pero aun así varios compactos y algunos libros cayeron en el umbral. Se inclinó un poco para mirar hacia abajo y vio a Frank Sinatra sonriéndole a través de su agrietada ventana de plástico. Aquel disco se lo había regalado Greg por su cumpleaños varios años antes, a pesar de que sabía que ella odiaba a Sinatra. ¿Por qué aquel regalo le parecía de pronto una especie de profético microcosmos de todo su matrimonio?

Sacudió la cabeza, ahuyentando aquella idea. El recuerdo de su breve conversación de esa mañana seguía fresco e insidioso en su memoria. Afortunadamente, él se había ido a trabajar temprano, rezongando sobre las obras de la autopista interestatal. Pero esa noche se tomaría una pequeña revancha fisgando en las pertenencias íntimas de Maggie. Pensaría que estaba en su derecho. Legalmente, Maggie era todavía su mujer, y ella había renunciado hacía tiempo a discutir con él cuando se comportaba como un picapleitos.

En el interior de su nueva casa, los suelos de madera recién barnizados relucían al sol del atardecer. Maggie se había asegurado de que no hubiera ni una sola alfombra en toda la casa. Los revestimientos de los suelos amortiguaban fácilmente las pisadas. La pared de ventanales, en cambio, la había seducido pese a ser una pesadilla para su seguridad. Sí, ni siquiera los agentes del FBI eran siempre pragmáticos. No obstante, cada hoja de ventana estaba montada sobre un marco tan estrecho que por él no habría podido pasar ni el mismísimo Houdini. Las ventanas del dormitorio eran otro cantar, pero alcanzar el segundo piso desde el exterior requeriría una larga escalera. Además, Maggie se había asegurado de que los sistemas de alarma, tanto interior como exterior, rivalizaran con los de Fort Knox.

El cuarto de estar se abría hacia un solario acristalado. Allí las ventanas se extendían desde el techo casi hasta el suelo y, aunque eran también angostas, formaban tres de las cuatro paredes de la estancia. El solario se adentraba y miraba hacia el frondoso jardín trasero: un país de hadas, boscoso y colorido, con cerezos y manzanos en flor, recios cornejos y un manto de tulipanes, narcisos y azafrán. Maggie soñaba con un jardín como aquél desde que tenía doce años.

En aquel tiempo, cuando su madre y ella se mudaron a Richmond, sólo podían permitirse un apartamento en un tercer piso, diminuto y sofocante, en el que apestaba a aire rancio, a humo de tabaco y al sudor de los desconocidos a los que su madre invitaba a pasar la noche. Aquella casa se parecía más a la que Maggie recordaba de su verdadera infancia, su casa de Wisconsin, en la que habían vivido hasta la muerte de su padre, antes de que Maggie se viera obligada a madurar a marchas forzadas y se convirtiera en la guardiana de su madre. Durante años, había anhelado un lugar como aquél, donde abundaran el aire fresco y los espacios abiertos, pero, ante todo, la soledad.

El jardín posterior bajaba en suave pendiente hasta una densa arboleda que bordeaba un empinado risco. A sus pies corría sobre las rocas un riachuelo de escasa profundidad. Desde la casa, el riachuelo era invisible, pero Maggie lo había recorrido palmo a palmo. Aquel pequeño cauce de agua hacía que se sintiera segura, como si fuera el foso de su castillo. Ofrecía a la casa un límite natural, una barrera perfecta reforzada por una hilera de inmensos pinos tiesos como centinelas hombro con hombro.

Aquel mismo riachuelo había sido una pesadilla para los anteriores propietarios de la casa, que tenían dos niños pequeños, pues estaba terminantemente prohibido instalar vallados en aquel paraje. Tess McGowan le había dicho a Maggie que los dueños habían llegado a la conclusión de que no podían impedir que semejante aventura, tan llena de peligros, sedujera a dos niños curiosos. Su problema se convirtió en la salvaguarda de Maggie, en una posible vía de escape. Y la precipitada venta de aquéllos, en una ganga para ella. De otro modo, no habría podido permitirse un barrio tan caro, en el que su pequeño Toyota Corolla rojo parecía fuera de lugar junto a los BMWs y los Mercedes.

Naturalmente, tampoco habría podido permitirse la casa si no hubiera usado el dinero del fondo de su padre. De pequeña había recibido numerosas becas y luego había trabajado para pagarse la universidad y la academia, de modo que había logrado dejar casi intacto el dinero de su padre. Al casarse, Greg insistió en no tocarlo. Al principio, ella quiso usarlo para comprarse una casa modesta. Pero Greg insistía en que nunca tocaría lo que llamaba «el dinero ensangrentado» de su padre.

Aquel dinero procedía de los donativos que los bomberos y los vecinos de Green Bay habían hecho para mostrar su admiración por el heroísmo de su padre, y seguramente también para descargar sus conciencias. Tal vez en parte fuera por eso por lo que Maggie nunca se había decidido a usarlo. En realidad, casi se había olvidado de él hasta que comenzaron los trámites del divorcio y su abogada le recomendó encarecidamente que lo invirtiera en algo que no pudiera dividirse con tanta facilidad.

Maggie recordaba haberse reído de la sugerencia de Teresa Ramairez. Era ridículo, a fin de cuentas, sabiendo lo que pensaba Greg de aquel dinero. Sin embargo, no le pareció tan ridículo cuando el dinero apareció en un listado de bienes que Greg le había mandado hacía un par de semanas. Lo que durante años había llamado «el dinero ensangrentado» de su padre, se había convertido de pronto en un bien divisible. Al día siguiente, Maggie le pidió a Teresa Ramairez que le recomendara un agente inmobiliario.

Maggie colocó las cajas junto a las otras y las apiló en un rincón. Comprobó de nuevo las etiquetas, confiando en que apareciera milagrosamente la que faltaba. Luego, poniendo los brazos en jarras, se giró lentamente y admiró las espaciosas habitaciones pintadas en color marrón haciendo aguas, al primitivo estilo americano. Había llevado muy pocos muebles con ella, pero más de los que esperaba arrancar de las garras de leguleyo de Greg. Se preguntaba si no sería un suicidio financiero pedirle el divorcio a un abogado. Greg había manejado todos sus asuntos legales y económicos durante casi diez años. Cuando Teresa Ramairez empezó a enseñarle a Maggie documentos y hojas de cálculo, Maggie ni siquiera reconoció algunas de las cuentas bancarias.

Greg y ella se habían casado durante su último año en la universidad. Cada electrodoméstico, cada pieza de ropa de casa, todo lo que poseían había sido una adquisición común. Cuando se mudaron de su pequeño apartamento de Richmond al costoso piso en la zona de Crest Ridge, compraron muebles nuevos, siempre juntos. Les parecía extraño dividir sus bienes. Maggie sonrió al pensarlo y se preguntó por qué le costaba dividir los muebles y, sin embargo, era capaz de poner fin con tanta facilidad a diez años de matrimonio.

Había logrado llevarse sus muebles preferidos. El antiguo escritorio de tapa plegable de su padre había hecho el viaje sin un solo arañazo. Acarició el respaldo de su cómoda tumbona La-Z-Boy. La tumbona y la lámpara de lectura de latón habían sido relegadas tiempo atrás al despacho del piso, pues Greg decía que no iban con el sofá y los sillones de cuero del cuarto de estar. Aunque en realidad Maggie no recordaba que hubieran estado mucho en aquel cuarto.

Se acordaba de cuando compraron el juego de sillones. En aquel entonces intentó cubrirlos de recuerdos apasionados, pero en vez de permitir que su cuerpo respondiera a las seductoras sugerencias de Maggie, Greg se mostró horrorizado ante la idea.

– ¿Sabes lo fácilmente que se mancha el cuero? -le dijo, mirándola con el ceño arrugado como si fuera una niña que acabara de derramar su refresco, en vez de una mujer adulta proponiéndole hacer el amor a su marido.

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