Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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– No sabía que iba a intervenir el FBI.

Y posiblemente no intervendría. Maggie olvidó mencionar que, simplemente, vivía en el vecindario. En lugar de hacerlo, preguntó:

– ¿Quién es el investigador jefe?

– ¿Disculpe?

Ella señaló la casa.

– ¿Quién lleva la investigación?

– Ah, creo que el detective Manx.

Maggie se dirigió a la entrada notando que el agente la seguía con los ojos. Antes de que cerrara la puerta a su espalda, el policía salió corriendo tras el rollo de cinta que se había desplegado sobre buena parte del césped.

Nadie salió a recibir a Maggie a la puerta. En realidad, no se veía ni un alma. El vestíbulo de la casa era casi tan espacioso como su cuarto de estar. Echó un vistazo por las habitaciones, pisando con sumo cuidado y sin tocar nada. La casa parecía impecable; no se veía ni una mota de polvo hasta que llegó a la cocina. Sobre la encimera estaban esparcidos los ingredientes de un sandwich, resecos y endurecidos. En la tabla de cortar, entre restos de semillas de tomate y pedazos de pimiento verde, había un cogollo de lechuga. Había además varios envoltorios de caramelos y recipientes volcados, así como un frasco de mayonesa. En medio de la mesa aguardaba un grueso sandwich cuyo contenido se desbordaba entre las rebanadas de pan integral. Sólo le habían dado un mordisco.

Maggie examinó el resto de la cocina: las superficies relucientes, los electrodomésticos impolutos, el suelo de cerámica sin una sola mancha, sobre el que había tirados otros tres envoltorios de caramelos. Quienquiera que hubiera causado aquel desorden, no era uno de los habitantes de la casa.

Maggie oyó voces en el piso superior. Subió las escaleras evitando el contacto con el pasamanos de roble. Se preguntaba si los detectives habrían tomado las mismas precauciones. Advirtió que en uno de los escalones había un pegote de barro, dejado quizá por alguno de los agentes. Pero había además en él algo extraño, que brillaba. Resistió la tentación de recogerlo. Naturalmente, no llevaba bolsas de pruebas en el bolsillo de atrás. Aunque en otro tiempo no habría sido raro encontrar alguna perdida en los bolsillos de su chaqueta. Ahora, en cambio, las únicas pruebas con las que se cruzaba venían en los libros.

Siguió el rastro de las voces por el largo pasillo alfombrado. Ya no había necesidad de recoger pruebas a hurtadillas. En la puerta del dormitorio principal la recibió un charco de sangre en uno de cuyos bordes había estampada la huella de un pie; del otro lado, la sangre empapaba una costosa alfombra persa. Sin apenas esfuerzo, Maggie reparó en un rastro de salpicaduras sobre la puerta de roble. Era extraño: las salpicaduras sólo llegaban al nivel de la rodilla.

Perdida en sus pensamientos, Maggie aún no había entrado en la habitación cuando un detective con una chaqueta deportiva azul claro y unos chinos arrugados se acercó a ella.

– Eh, señora, ¿cómo diablos ha entrado aquí?

Los otros dos hombres que estaban trabajando en rincones opuestos de la habitación se quedaron quietos y la miraron fijamente. La primera impresión de Maggie al ver al detective fue que parecía un anuncio de Gap un tanto arrugado.

– Me llamo Maggie O'Dell. Pertenezco al FBI -le enseñó la placa, pero siguió examinando el resto de la habitación.

– ¿El FBI?

Los hombres intercambiaron miradas mientras Maggie bordeaba cuidadosamente el charco y entraba en el dormitorio. Había más tiznajos de sangre en el edredón blanco de la cama de cuatro postes. A pesar de las salpicaduras, el edredón permanecía pulcramente estirado sobre la cama, sin huella alguna. Si había habido una pelea, no había tenido lugar en la cama.

– ¿Qué tiene que ver el FBI con esto? -preguntó el hombre de la chaqueta azul claro.

Se pasó una mano por la cabeza, y Maggie se preguntó si su corte de pelo de aspecto despeinado sería reciente. Él recorrió con sus ojos oscuros el cuerpo de Maggie, recordándole de nuevo que su atuendo no era el adecuado. Ella miró a los otros dos hombres. Uno iba de uniforme. El otro, un señor más mayor al que Maggie supuso de inmediato el médico forense, iba vestido con un traje bien planchado y una corbata de seda sujeta por un lujoso alfiler de oro.

– ¿Es usted el detective Manx? -preguntó al del pelo revuelto.

Él alzó la mirada bruscamente. Parecía alarmado porque supiera su nombre. ¿Le preocupaba acaso que sus superiores lo estuvieran vigilando? Parecía joven, y Maggie adivinó que debía de tener más o menos su misma edad: treinta y pocos años. Tal vez aquél fuera su primer caso de homicidio.

– Sí, soy Manx. ¿Quién diablos la ha llamado?

Era hora de confesar.

– Vivo en la calle de al lado. Pensé que tal vez podría ayudarlos.

– ¡Joder! -se pasó la misma mano por la cara y miró a los otros dos hombres. Estos los observaban en silencio, como si presenciaran una reñida partida de ajedrez-. ¿Cree que puede meterse aquí sólo porque tenga una puta placa?

– Soy psicóloga forense, especialista en perfiles psicológicos. Estoy acostumbrada a examinar escenas como ésta. Pensaba que tal vez…

– Aquí no necesitamos su ayuda. Lo tengo todo bajo control.

– Eh, detective -el agente de la cinta amarilla que estaba fuera entró en la habitación y al instante, ante la vista de todos, metió el pie en el charco de sangre. Levantó el pie y retrocedió torpemente hacia el pasillo, manteniendo en alto la puntera del zapato, de la que goteaba la sangre-. Mierda, ya lo he pisado otra vez -masculló.

Entonces Maggie comprendió que el intruso había tenido más cuidado. La pisada que había visto junto al charco no serviría de nada. Al volver a mirar a Manx, éste apartó los ojos y sacudió la cabeza, intentando ocultar su azoramiento.

– ¿Qué hay, agente Kramer?

Kramer buscó desesperadamente dónde apoyar el pie. Levantó la mirada compungido mientras frotaba la suela en la alfombra del pasillo. Esta vez, Manx evitó mirar a Maggie. En lugar de hacerlo, se metió las manos grandes en los bolsillos de la chaqueta como si tuviera que refrenarse para no estrangular al joven novato.

– ¿Qué demonios quiere, Kramer?

– Es sólo que… hay unos cuantos vecinos haciendo preguntas. Me preguntaba si tenía que empezar a interrogarlos. Ya sabe, por si han visto algo.

– Apunte sus nombres y direcciones. Hablaremos con ellos más tarde.

– Sí, señor -el agente pareció aliviado por poder escapar de la nueva mancha que había creado.

Maggie aguardó. Los otros dos hombres miraban fijamente a Manx.

– Entonces, dígame, O'Donnell, ¿qué pinta usted aquí?

– O'Dell.

– ¿Perdone?

– Me llamo O'Dell -dijo ella, pero no esperó una nueva pregunta-. ¿El cuerpo está en el cuarto de baño?

– Hay sangre en la bañera, pero no hay ningún cuerpo. En realidad, creo que nos falta ese pequeño detalle.

– No parece haber sangre fuera de esta habitación -dijo el forense.

Maggie notó que era el único que llevaba guantes de látex.

– Si alguien huyó estando herido, habría gotas, o manchas, o algo. Pero la casa está tan limpia que se puede comer en el puto suelo -Manx se pasó de nuevo la mano por el pelo.

– La cocina no está tan limpia -lo contradijo Maggie.

Él la miró con el ceño fruncido.

– ¿Se puede saber cuánto tiempo lleva fisgando por ahí?

Ella no le hizo caso y se arrodilló para mirar con más atención la sangre del suelo. Estaba casi toda ella condensada y en parte seca. Supuso que llevaba allí desde aquella mañana.

– Puede que a la mujer no le diera tiempo a recoger la cocina después de comer -continuó Manx en lugar de aguardar a que Maggie contestara su pregunta.

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