– La furgoneta que encontraron en el aeropuerto pertenecía a la Compañía Telefónica de Bell Nororiental -Maggie aguardó la reacción de Gwen y, al no satisfacerle ésta, continuó-: Está bien, es sólo una posibilidad, pero debes admitir que es demasiada coincidencia y…
– Lo sé, lo sé -Gwen alzó una mano para detenerla-. Y tú no crees en las coincidencias.
Tess no recordaba una noche tan larga, oscura y aterradora, a pesar de las muchas que había padecido en su niñez. Permanecía acurrucada en un rincón, abrazándose las rodillas, intentando no pensar en sus pies desnudos e hinchados, hundidos en el barro pútrido. La lluvia había cesado al fin, pero seguían oyéndose truenos en la distancia: un retumbar lejano, como si una enorme roca rodara sobre sus cabezas. ¿Eran las nubes las que impedían que el sol se alzara, o había hecho aquel loco un pacto con el diablo?
A veces, oía a la mujer quejarse suavemente, como para sí misma. Su respiración, sus estertores, sonaban muy cerca. Por suerte, habían cesado los sollozos y aquel gemido agudo y continuo. A medida que el cielo se iluminaba, aquel bulto empezaba a cobrar forma.
Tess cerró los ojos, intentando mitigar su áspero escozor. ¿Por qué se había empeñado en no comprarse las lentillas permanentes? Quería frotarse y rascarse los ojos. Pronto tendría que decidir si se quitaba las lentillas o se las dejaba puestas. Al abrir los ojos de nuevo, parpadeó varias veces. Apenas podía creer lo que estaba viendo. A la luz débil del día, vio que la mujer que tenía frente a ella estaba completamente desnuda. Se había acurrucado en posición fetal y tenía la piel embadurnada de barro y de lo que parecían sangre y heces.
– Oh, Dios mío -balbució Tess-. ¿Por qué no me has dicho que estabas desnuda?
Se puso en pie trabajosamente. Le falló el tobillo y cayó de rodillas. Pero ahora su dolor le parecía insignificante. Se obligó a levantarse de nuevo, apoyando todo el peso en el otro pie. Luchó frenéticamente con el nudo que sujetaba la manta sobre sus hombros. La mujer temblaba. No, no sólo temblaba. Sus músculos parecían convulsionarse. Le castañeteaban los dientes y el labio inferior le sangraba allí donde parecía haberse mordido repetidamente.
– ¿Te duele? -preguntó Tess, y al instante se dio cuenta de lo absurda que sonaba su pregunta. Por supuesto que le dolía.
Se quitó la manta y envolvió cuidadosamente con ella a la mujer. Estaba húmeda, pero la lana había retenido el calor de su cuerpo durante toda la noche. No podía empeorar las cosas. ¿Cómo iba a empeorarlas?
Tess se mantuvo a una distancia prudencial y examinó las espantosas contusiones, los cortes abiertos y la carne desgarrada en lo que parecían huellas de mordiscos. Mordiscos humanos.
– Dios mío. Hay que llevarte al hospital.
Qué absurdo decir aquello. Si no podía salir de aquel pozo, ¿cómo iba a llevarla al hospital?
La mujer no parecía oírla. Tenía los ojos muy abiertos, pero miraba fijamente la pared de fango, frente a ella. El pelo enredado se le pegaba a la cara. Tess extendió un brazo y le quitó un pegote de barro de la mejilla. La mujer ni siquiera parpadeó. Se encontraba en un profundo estado de shock, y Tess se preguntó si su mente se habría replegado a una caverna profunda e inalcanzable. Eso era lo que ella hacía de niña. Era su única modo de defenderse de los largos castigos que la confinaban a la oscuridad del sótano, a veces durante días.
Acarició la mejilla de la mujer y le quitó el barro del pelo, la cara y el cuello. Se le encogió el estómago al ver los hematomas y mordiscos que cubrían su cuello y sus pechos. Una herida abierta le circundaba el cuello. Parecía la marca de una cuerda tan fuertemente apretada que se había hundido en la carne.
– ¿Puedes moverte? -preguntó Tess, pero no obtuvo respuesta.
Alzó la mirada para inspeccionar la profundidad del pozo ahora que la luz había penetrado hasta su fondo. No era tan profundo como le había parecido en principio: tenía tres metros y medio de altura, cuatro a lo sumo, unos dos de ancho y tres de largo. Parecía ser una vieja trinchera parcialmente excavada, con los lados desiguales. En algunas partes afloraban rocas y raíces de árboles. Pero, al ver marcas de pala recientes, Tess comprendió que aquel hombre había convertido conscientemente aquella zanja en una trampa.
¿Qué clase de monstruo le hacía eso a una mujer y luego la arrojaba a un foso? No podía pensar en él. No podía imaginárselo, ni hacerse preguntas, o quedaría completamente paralizada. Debía concentrarse en escapar de allí. Pero ¿cómo demonios iba a conseguirlo?
Se arrodilló junto a la mujer. La manta parecía haber mitigado sus convulsiones. Debía examinarla para ver si tenía algún hueso roto. Había suficientes grietas y salientes rocosos en las paredes para que pudieran salir trepando, pero Tess sabía que no sería capaz de empujar o llevar a cuestas a la mujer.
Al extender el brazo para tocar su hombro, vio lo que los ojos de la mujer miraban con tanta fijeza. Asustada, retrocedió de un salto. Luego, lentamente, se obligó a acercarse para verlo mejor, a pesar de su asombro y su repulsión. Justo delante de ella, hundido en la pared de barro y parcialmente desenterrado por la lluvia, había un cráneo humano. Las cuencas vacías de sus ojos las miraban fijamente. Y entonces Tess lo comprendió al fin.
Aquello no era una trampa. Era una tumba.
Su tumba.
Sábado, 4 de abril
Ella llevaba otra blusa de seda roja. El rojo le sentaba bien. Realzaba su pelo color fresa. Había tomado la costumbre de dejarse la chaqueta sin poner y de permanecer de pie frente a su mesa, medio sentada en una esquina. Ese día ni siquiera se molestó en bajarse la falda, que se le había subido lo justo para dejar al descubierto sus muslos suaves y bien formados. Unos muslos tiernos y encantadores que le hicieron preguntarse qué se sentiría al hundir los dientes en su carne.
Ella aguardaba a que dijera algo mientras garabateaba en su cuaderno, posiblemente sin anotar nada que tuviera que ver con él. Y, si lo que estaba escribiendo versaba sobre él, no sentía ni la más mínima curiosidad al respecto. Prefería imaginarse sus gemidos cuando al fin se clavara dentro de ella, empujando fuerte, hasta que empezara a gritar. Disfrutaba tanto cuando gritaban… Sobre todo, cuando las penetraba. La vibración producía estertores en sus cuerpos, como si estuviera causando un jodido terremoto.
Aquélla era una de las muchas cosas que tenía en común con su viejo amigo y antiguo socio. Por lo menos, eso no tenía que fingirlo. Se subió las gafas de sol sobre el puente de la nariz y se dio cuenta de que ella estaba esperando.
– Señor Harding -dijo, interrumpiendo sus pensamientos-. No ha contestado a mi pregunta.
No recordaba cuál era la puta pregunta. Ladeó la cabeza y sacó la barbilla con ese gesto patético que parecía decir «perdóneme, soy ciego».
– Le he preguntado si le han servido de algo los ejercicios que le recomendé.
Cómo no. Si aguardaba lo suficiente, la gente siempre se lo ponía fácil, siempre le suministraba la respuesta, se repetía o se levantaba, o hacía cualquier cosa que él quería que hiciese. Aquello empezaba a dársele bien. Lo cual seguramente era una ventaja, en caso de que la ceguera se volviera permanente.
– ¿Señor Harding?
Ese día ella no parecía tener mucha paciencia. Le dieron ganas de preguntarle cuánto tiempo hacía que no follaba. Ése era, sin duda, su problema. O quizás necesitara unas cuantas películas porno de su nueva colección privada.
Sabía por sus propias indagaciones que estaba divorciada desde hacía casi veinticinco años. El suyo había sido un matrimonio corto, de apenas dos años: un error de juventud. Sin duda había tenido varios amantes desde entonces, pero, naturalmente, esos detalles no estaban disponibles en Internet.
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