El ascensor se puso suavemente en horizontal, desli?zándose hacia el este. Al abrirse las puertas, el ruido inundó el espacio interior.
Era evidente que a los empleados de Redford les gustaba trabajar con música rock. Salía de los altavoces camuflados llenando el aire de energía. Dos hombres y una mujer trabajaban ante una consola circular, charlan?do animadamente por enlaces y mirando sus respectivos monitores.
En la zona de espera de la derecha parecía haber una especie de fiesta. Varias personas estaban allí reunidas, bebiendo de pequeños vasos o mordisqueando minús?culas pastas. El sonido de las carcajadas y las conversa?ciones subrayaba la música animada.
– Parece una escena de una de sus películas -dijo Peabody.
– Viva Hollywood. -Eve se acercó a la consola y ex?trajo su placa. Escogió al recepcionista que parecía me?nos obsesivamente absorto de los tres -. Teniente Da?llas. Tengo una cita con el señor Redford.
– Sí, teniente. -El hombre (aunque podría haber sido un dios de cara cincelada) sonrió con ganas-. Le diré que está aquí. Sírvanse lo que gusten, por favor.
– ¿Le apetece un bocado, Peabody?
– Esas pastas tienen buena pinta. Podríamos coger algunas cuando salgamos.
– A eso le llamo yo telepatía.
– El señor Redford estará encantado de recibirla ahora, teniente. -El moderno Apolo levantó una parte de la consola y se metió dentro-. Permítame que las acompañe.
Cruzaron una puerta de cristales ahumados tras la cual el ruido cambió a disputa verbal. A cada lado del pasillo había puertas abiertas, con hombres y mujeres sentados, yendo de un lado al otro o tumbados en sofás, charlando.
– ¿Cuántas veces he oído ese argumento, JT? Suena a primer milenio.
– Necesitamos una cara nueva, tipo la Garbo con un poco de candor infantil.
– La gente no quiere nada profundo, cariño. Dales a escoger entre el océano y un charco, y se lanzan al char?co. Somos como niños.
Llegaron a unas puertas de plata centelleante. El guía las abrió con gesto dramático.
– Sus invitados, señor Redford.
– Gracias, César.
– César -murmuró Eve-. No iba muy equivocada.
– Teniente Dallas. -Paul Redford se levantó de una workstation en forma de U y tan plateada como las puertas. El suelo, liso como el cristal, estaba decorado con espirales de color. Al fondo había la esperada vista espectacular de la ciudad. Su mano estrechó la de Eve con fácil y ensayada calidez-. Muchas gracias por acce?der a venir aquí. Estoy todo el día metido en reuniones y me resultaba mucho más cómodo que desplazarme yo.
– No pasa nada. Mi ayudante, la agente Peabody.
La sonrisa, tan serena y practicada como el apretón de manos, las abarcó a ambas.
– Siéntense, por favor. ¿Puedo ofrecerles algo?
– Sólo información. -Eve echó un vistazo a los asien?tos y pestañeó. Todo eran animales: sillas, sofás y tabu?retes, en forma de tigres, perros, jirafas.
– Mi primera esposa era decoradora -explicó Red?ford-. Tras el divorcio, decidí quedarme con todo esto. Es el mejor recuerdo de esa época de mi vida. -Escogió un basset y apoyó los pies en un cojín con forma de gato ovillado-. ¿Quiere que hablemos de Pandora?
– Así es. -Si habían sido amantes, como se rumorea?ba, no daba la impresión de estar muy apenado. Tampo?co parecía afectarle que le interrogara la policía. Redford era el perfecto anfitrión embutido en cinco mil dólares de traje de lino y unos mocasines italianos color mantequilla derretida.
Era, pensó Eve para sus adentros, tan amante de la pantalla como cualquiera de los actores que contrataba.
Un rostro fuerte y huesudo del color de la miel fresca acentuado por un cuidado bigote lustroso; el pelo peina?do hacia atrás con gomina y cogido en una complicada coleta que le colgaba entre los omóplatos. En resumidas cuentas: un productor de éxito que gozaba con su poder y riqueza.
– Me gustaría grabar esta conversación, señor Redford.
– Muy bien, teniente. -Se retrepó en el abrazo de su perro tristón y cruzó las manos sobre el abdomen-. Tengo entendido que han practicado ustedes un arresto.
– Así es. Pero la investigación continúa. Usted cono?cía a la difunta Pandora.
– La conocía bien, en efecto. Tenía entre manos un proyecto con ella, por supuesto habíamos coincidido en numerosas ocasiones a lo largo de los años y, cuándo se terciaba, nos acostábamos.
– ¿Eran ustedes amantes en el momento de su muer?te?
– Nunca fuimos amantes, teniente. Nos acostába?mos. No hacíamos el amor. De hecho, dudo que ningún hombre le haya hecho el amor a Pandora, o lo haya in?tentado siquiera. Si existe, es que es tonto. Yo no lo soy.
– ¿Ella no le gustaba?
– ¿Gustarme? -Redford se rió-. Por favor. Era sin duda el ser humano más desagradable que he conocido jamás. Pero talento sí tenía. No tanto como ella pensaba, y menos en determinadas áreas, pero…
Alzó sus elegantes manos con un fulgor de anillos: piedras negras sobre oro macizo.
– La belleza es asequible, teniente. Hay quien nace con ella y hay quien la compra. Un físico atractivo es realmente fácil de conseguir hoy día. Las caras agrada?bles nunca pasan de moda, pero para ganarse la vida con ello hay que tener talento.
– ¿Y cuál era el talento de Pandora?
– Un aura, un poder, una elemental e incluso mini?malista capacidad para rezumar sexo. El sexo siempre ha vendido y siempre venderá.
Eve inclinó la cabeza.
– Sólo que ahora está autorizado.
Redford le dedicó una sonrisa divertida.
– El gobierno necesita esos ingresos. Pero no me re?fería a la venta de sexo, sino a su utilización comercial. Y nosotros lo hacemos: desde refrescos hasta utensilios de cocina. Y moda -añadió-. Siempre la moda.
– Que era la especialidad de Pandora.
– Podías envolverla en visillos de cocina, lanzarla a la pasarela, y la gente más o menos inteligente abría la cuen?ta de crédito para comprar. Era un verdadero reclamo. No había nada que no pudiera vender. Ella quería actuar, lo cual es triste. Nunca habría podido ser otra cosa que lo que era: Pandora, la única.
– Pero dice usted que tenía un proyecto con ella.
– Sí, algo donde ella representara básicamente su propio papel. Nada más y nada menos. Podría haber funcionado. La explotación, sin duda alguna, habría producido ganancias muy importantes. Aun estaba en fase inicial.
– Usted estaba en su casa la noche del crimen.
– Sí, Pandora necesitaba compañía. Y supongo que quería pasarle por la cara a Jerry que ella iba a protago?nizar una de mis películas.
– ¿Cómo se lo tomó la señorita Fitzgerald?
– Con sorpresa e imagino que irritación. Yo también me enfadé pues aún faltaba mucho para que el proyecto fuese viable. Casi hubo una buena escena, pero nos inte?rrumpieron. La chica, la fascinante joven que apareció en la puerta. Esa que acaban de arrestar -dijo con brillo en los ojos-. Según los media, usted y ella son muy amigas.
– ¿Por qué no se limita a contarme lo que pasó al lle?gar la señorita Freestone?
– Melodrama, acción, violencia. El cine en vivo. La guapa valiente viene a exponer su caso. Ha estado llo?rando, tiene la cara pálida, la mirada desesperada. Dice que renunciará al hombre que ambas quieren para sí, a fin de protegerlos a él y a su carrera profesional.
«Primer plano de Pandora. Su cara rezuma cólera, desdén, loca energía. Oh, qué hermosa es. Casi un peca?do. No acepta el sacrificio, quiere que su adversaria co?nozca el dolor. Primero el dolor emocional, por las crueldades que le dice, luego el dolor físico cuando des?carga el primer golpe. Se produce la clásica pelea. Dos mujeres peleando cuerpo a cuerpo por un hombre. La más joven tiene el amor de su parte, pero ni siquiera eso puede con el brío de la venganza. Ni con las afiladas uñas de Pandora. Antes de que la sangre llegue al río, los dos caballeros de la fascinada audiencia pasan a la ac?ción. Uno de ellos recibe un mordisco por sus desvelos.
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