– Pero si llamó al asesino, éste fue lo bastante listo para deshacerse del aparato. -Peabody empezó a regis?trar el armario ropero de dos niveles y consiguió no asfi?xiarse con todos aquellos percheros, muchas de cuyas prendas conservaban aún la etiqueta del precio-. Lo que está claro es que no fue a pie hasta el centro. La mitad de estos zapatos ni siquiera tiene la suela arañada. No era de las que caminan.
– De acuerdo. No creo que tomara un cochambroso taxi. Le bastaba con chasquear los dedos y ya tenía a me?dia docena de esclavos ansiosos peleándose por llevarla allá donde quisiera ir. Así que alguien la recoge. Van a casa de Leonardo. ¿Por qué?
Fascinada por el modo en que Eve hacía encajar el punto de vista de Pandora con el suyo propio, Peabody dejó de buscar y la observó.
– Ella insiste. Exige. Amenaza.
– Quizá llama a Leonardo. O quizá es otra persona. Llegan al apartamento, la cámara de seguridad está rota. O la rompe ella.
– O la rompe el asesino. -Peabody salió del mar de seda color marfil-. Porque él ya ha planeado liquidarla.
– ¿Para qué llevarla a casa de Leonardo si ya lo ha pla?neado? O si fue Leonardo, ¿por qué ensuciar su propia casa? Aún no estoy segura de que el asesinato fuera prio?ritario. Llegan allí, y si es verdad lo que dice Leonardo, no hay nadie en el apartamento. Él se ha ido de copas y a buscar a Mavis, que también se ha ido de copas. Pandora quiere castigar a Leonardo. Empieza a arrasar el lugar, quizá da rienda suelta a una parte de su cólera con su compañero. Pelean. La cosa va a más. Él agarra el bastón, tal vez para defenderse, tal vez para atacar. Ella está conmocionada, dolida, asustada. A Pandora nadie le pega. ¿Qué pasa aquí? Él no puede parar, o no quiere. Ella queda tendida en el suelo y hay sangre por todas partes.
Peabody no dijo nada. Había visto las fotografías. Podía imaginarse lo sucedido tal como lo explicaba Eve.
– El asesino está de pie a su lado, jadeando. -Semicerrados los ojos, Eve trató de enfocar la sombría figura del homicida-. La sangre de ella le ha salpicado. Se huele por todas partes. Pero no tiene miedo, no puede permi?tírselo. ¿Qué le ata a ella? El minienlace. Lo coge, se lo guarda. Si es lo bastante listo, y ahora ha de serlo, revisa las cosas de ella, se asegura de que no haya nada que pue?da inculparle. Limpia el bastón y todo lo demás que cree haber tocado.
En la mente de Eve todo sucedía como en un vídeo antiguo, borroso y lleno de sombras. La figura -hombre o mujer- apresurándose a borrar las huellas, pasando por encima del charco de sangre.
– Hay que darse prisa. Podría venir alguien. Pero hay que ser concienzudo. Ya casi está todo limpio. Entonces oye entrar a alguien. Es Mavis. Ella llama a Leonardo, ve el cuerpo, se arrodilla a su lado. La situación es perfecta. El asesino la golpea, luego le cierra los dedos sobre el bastón, hasta puede que le dé a Pandora algunos golpes más. Coge la mano de la muerta y araña con sus uñas el rostro de Mavis, su ropa. Se pone algo encima, de Leo?nardo, para así ocultar su propia ropa.
Se enderezó tras registrar un cajón inferior y vio que Peabody la estaba mirando.
– Es como si estuviera allí -murmuró ésta-. Me gus?taría poder hacer eso, meterme en la escena de ese modo.
– Con un poco más de experiencia lo conseguirá. ¿Dónde diablos está la caja?
– Quizá se la llevó al salir.
– No lo creo. ¿Dónde está la llave, Peabody? Pando?ra cerró el cajón. ¿Dónde está la llave?
En silencio, Peabody sacó su unidad de campo y so?licitó una lista de los artículos encontrados en el bolso de la víctima o en su persona.
– No consta llave alguna entre las pruebas.
– Entonces la tenía él. Y volvió para coger la caja y todo lo que necesitara llevarse. Veamos el disco de segu?ridad.
– ¿No lo habrán comprobado ya los del gabinete?
– ¿Por qué? Ella no murió aquí. Sólo se les pidió que verificasen la hora de partida. -Eve se acercó al monitor, ordenó un replay de la fecha y la hora en cuestión. Vio a Pandora saliendo hecha una furia de la casa y perderse rápidamente de vista-. Las dos y ocho minutos. De acuerdo, veamos qué sacamos de eso. Hora de la muerte, aproximadamente las tres. Ordenador, avanzar hasta las tres cero cero, al triple del tiempo real. -Miró el cronó?metro-. Congelar imagen. Qué hijoputa. Vea eso, Pea?body.
– Lo veo, salta de las cuatro y tres minutos a las cua?tro treinta y cinco. Alguien desconectó la cámara. Tuvo que hacerlo por control remoto. Sabía lo que estaba pa?sando.
– Alguien tenía muchas ganas de entrar, de ir a bus?car algo, de jugársela. Una caja con sustancias ilegales. -Su sonrisa fue tenebrosa-. Tengo un presentimiento en la tripa, Peabody. Vayamos a ver a los del laboratorio.
– ¿Por qué me buscas las cosquillas, Dallas?
Arrebujado en su bata de laboratorio, el técnico jefe Dickie Berenski analizaba un mechón de vello púbico. Era un hombre muy meticuloso, además de un plomo de cuidado. Pese a ser famoso por su lentitud en los análisis, su promedio de éxitos ante los tribunales le convertía en el elemento más valioso del laboratorio de la policía.
– ¿No ves que estoy aquí encerrado? -Con sus ata?reados dedos de araña ajustó el enfoque de sus microgafas-. Tenemos seis homicidios, diez violaciones, una carretada de sospechosos y muertos desatendidos, y demasiadas cosas en que pensar. No soy un robot, joder.
– Poco te falta -masculló Eve.
No le gustaba el laboratorio, con su atmósfera anti?séptica y sus paredes blancas. Era como un hospital, o peor aún, la sala de Pruebas. Todo policía que empleara la fuerza hasta el punto de provocar una muerte se veía obligado a pasar por Pruebas. Sus experiencias con esa rutina especialmente insidiosa no habían sido nada agra?dables.
– Mira, Dickie, has tenido tiempo de sobra para ana?lizar esa sustancia.
– Tiempo de sobra… -El técnico se apartó de la mesa. Sus ojos, tras las gafas especiales, eran grandes y osados como los de un búho-. Tú y todos los polis de la ciudad os creéis que lo vuestro es prioritario. Como si pudiése?mos dejar todo lo demás. ¿Sabes qué ocurre cuando sube la temperatura, Dallas? Que la gente se pone irasci?ble, eso ocurre. Tú sólo tienes que calmarlos, pero noso?tros, mi equipo y yo, tenemos que examinar cada cabe?llo y cada fibra. Eso lleva tiempo.
Su tono quejumbroso exasperó a Eve.
– Homicidios me está dando la paliza, e Ilegales me atosiga por no sé qué mierda de polvo -añadió él-. Ya tienes el resultado preliminar.
– Necesito el final.
– Bueno, pues no está listo. -Los labios de Dickie es?bozaron un puchero al darse la vuelta y poner en panta?lla la imagen ampliada del pelo-. He de terminar un ADN.
Eve sabía cómo manejarle. No le gustaba hacerlo, pero sabía cómo.
– Tengo dos butacas de tribuna para el partido de los Yankees contra los Red Sox.
Los dedos del técnico volaron sobre los controles.
– ¿De tribuna?
– Frente a la tercera base.
Dickie se quitó las gafas para examinar la habitación. Había otros técnicos trabajando en sus ordenadores.
– A lo mejor té consigo algo. -Impulsó su silla hacia la derecha hasta ponerse ante otro monitor. Conectó el teclado y abrió el archivo manualmente. Tecleó despa?cio, mirando la pantalla-. El problema está ahí, ¿lo ves? Es este elemento.
Para Eve sólo eran colores y símbolos desconocidos, pero gruñó mientras salían los datos. El elemento desco?nocido que ni siquiera la unidad de Roarke había podi?do identificar.
– ¿Es esa cosa roja?
– No, no, eso es una anfetamina corriente. La hay en Zeus, en Buzz, en Smiley. Vaya, se puede conseguir un derivado en cualquier sitio donde pagues al contado. Quiero decir esto. -Señaló con el dedo a un garabato verde.
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