Para hacerlo más divertido, la madre naturaleza ha?bía decidido castigar a Nueva York con una humedad del 110 por ciento. Para pasar el rato, Eve observó cómo se elevaban del asfalto las oleadas de calor. A ese paso, en pocas horas más de un chip se iba a quedar frito.
Pensó en ir por aire, aunque su panel de control pa?recía haber desarrollado una mente propia. Algunos conductores habían empezado ya a hacerlo. El tráfico aéreo reptaba lánguidamente. Un par de helicópteros monoplaza trataban de salir del atasco no haciendo sino aumentar el caos con el zumbido de abeja de sus palas.
Eve contuvo la risa al ver la pegatina i love new york en el parachoques de un coche.
Lo más cuerdo, pensó, sería aprovechar el atasco para trabajar un poco.
– Peabody -ordenó al enlace, y tras unos frustrantes silbidos de interferencia el aparato se puso en funciona?miento.
– Aquí Peabody. Homicidios.
– Dallas. Pasaré a recogerla por la Central, esquina oeste. Hora aproximada de llegada, quince minutos.
– Sí, señor.
– Traiga los archivos referentes a los casos Johannsen y Pandora, y… -Miró bizqueando a la pantalla-. ¿Por qué hay tanto silencio ahí, Peabody? ¿No estará en el ca?labozo?
– Esta mañana sólo hemos llegado dos o tres. Hay un atasco del demonio en la Novena.
Eve escrutó el mar de tráfico.
– ¿Lo dice en serio?
– Es conveniente escuchar el parte del tráfico -aña?dió-. Yo he tomado una ruta alternativa.
– Cállese, Peabody -murmuró Eve, interrumpiendo la transmisión.
Los dos minutos siguientes los empleó en recuperar mensajes del enlace de su despacho y concertar una cita en la oficina de Paul Redford. Llamó al laboratorio para que se dieran prisa con el informe de Pandora, y al ver que le daban largas se despidió con una ingeniosa amenaza.
Estaba pensando en llamar a Feeney y darle la lata cuando vio una brecha entre la pared de coches. Se lanzó hacia allá, torció a la izquierda, esquivó vehículos, ha?ciendo caso omiso de bocinazos y dedos levantados. Re?zando para que su vehículo cooperara, pulsó el vertical. En vez de elevarse, el coche empezó a hacer eses, pero consiguió subir los tres metros mínimos.
Luego torció a la derecha, recorrió a toda velocidad un deslizador donde pudo ver rostros miserables y su?dorosos, y enfiló la Séptima mientras su panel de control le advertía de una sobrecarga. Cinco manzanas después, el coche estaba resollando, pero Eve había evitado lo peor del embotellamiento. Tocó tierra con un golpe estremecedor y giró hacia la entrada oeste de la Central de Policía.
La cumplidora Peabody estaba, esperando. Cómo hacía para tener aquel aspecto imperturbable en su sofo?cante uniforme azul, era algo que Eve no pretendía sa?ber.
– Su coche parece un poco tocado, teniente -comen?tó Peabody al subir.
– ¿En serio? No lo había notado.
– Usted también lo parece un poco, señor. -Cuando Eve se limitó a enseñar los dientes y a cortar por la Quinta hacia el centro, Peabody buscó en su equipo, sacó un ventilador portátil y lo aplicó al salpicadero. La ráfaga de aire fresco casi hizo gemir a Eve.
– Gracias.
– El control térmico de este modelo no es fiable. -El rostro de Peabody permaneció tranquilo y suave-. Aun?que usted tal vez no lo haya notado.
– Tiene una lengua muy aguda, Peabody. Eso me gusta de usted. Hágame un resumen de Johannsen.
– El laboratorio sigue teniendo problemas con los elementos que componen el polvo que encontramos. Contestan con evasivas. No sabemos si han terminado de analizar la fórmula. Según el soplo que me ha dado un contacto, Ilegales ha exigido prioridad, o sea que hay un poco de politiqueo. La segunda búsqueda no registró ningún rastro de sustancias químicas, ilegales o de las otras, en el cuerpo de la víctima.
– Entonces es que no consumía -musitó Eve-. Boomer se dedicaba a mezclar, pero tenía una bolsa enorme de mierda y no se le ocurrió probarla. ¿Qué opina de eso, Peabody?
– Por el estado de su pensión y la declaración del androide, sabemos que tuvo tiempo y oportunidad de probar el polvo. En su expediente consta adicción crónica aunque de menor grado. Yo deduzco que sa?bía o sospechaba algo de esa sustancia que le disua?dió.
– Eso mismo creo yo. ¿Qué ha sacado de Casto?
– Asegura que está a dos velas. Se ha mostrado coo?perador, pero no comunicativo, proporcionando infor?mación y teorías varias.
Eve no pudo por menos de menear la cabeza.
– ¿Es que se le ha insinuado, Peabody?
La agente siguió mirando al frente, entrecerrados le?vemente los ojos bajo el flequillo curvo.
– No ha exhibido un comportamiento impropio.
– Olvide esa jerga, no le he preguntado eso.
El rubor encendió el cuello del uniforme azul de Pe?abody.
– Ha mostrado cierto interés personal.
– Hija mía, parece usted policía. Ese interés personal, ¿es recíproco?
– Podría decirse que sí, si no fuera porque sospecho que el sujeto tiene un interés mucho más personal en mi inmediato superior. -Peabody la miró-. Lo tiene usted en el bote.
– Pues ahí se va a quedar. -Eve no consiguió, sin em?bargo, sentirse del todo disgustada-. Mi interés personal está en otra parte. Es un guapísimo hijo de la gran puta, ¿verdad?
– Se me hincha la lengua en la boca cada vez que me mira.
– Mmmm. -Eve pasó la suya por sus dientes a título experimental-. Pues láncese.
– No estoy preparada para una relación sentimental en estos momentos.
– ¿Pero quién diantre ha dicho nada de una relación? Fólleselo un par de veces, mujer.
– Prefiero el afecto y la camaradería en los encuen?tros sexuales -repuso secamente Peabody-. Señor.
– Ya. Es otro sistema. -Suspiró. Le costaba un es?fuerzo supremo impedir que su mente pensara en Mavis, pero intentó concentrarse-. Sólo estaba tomándole el pelo, Peabody. Sé lo que es estar haciendo tu trabajo y que un tío te mire de esa manera. Lamento que se en?cuentre a disgusto trabajando con él, pero la necesito.
– No hay problema. -Relajándose un poco, Peabody sonrió-. Y no es precisamente un sacrificio mirarle. -Alzó la vista mientras Eve entraba en el aparcamiento subterráneo de una torre blanca en la Quinta Avenida-. ¿Este edificio no es de Roarke?
– La mayoría lo son. -El portero electrónico exami?nó el vehículo y le dio acceso-. Aquí tiene su despacho principal. Y es también la sede de Redford Productions en Nueva York. Tengo una entrevista con él acerca de Pandora. -Eve entró en la plaza para personalidades que Roarke le había buscado y cerró el coche-. Oficialmente no está ligada a este caso, Peabody, pero sí a mí. Feeney está hasta el cuello de datos y yo necesito otro par de oí?dos. ¿Alguna objeción?
– No se me ocurre ninguna, teniente.
– Dallas -le recordó al salir del coche.
La barrera de seguridad se cerró en torno al vehículo para protegerlo de arañazos y robos. Como si el coche, pensó amargamente Eve, no tuviera ya tantos arañazos que hasta un ladrón se insultaría a sí mismo por mirarlo dos veces. Fue con paso decidido hacia el ascensor pri?vado, introdujo su código e intentó no parecer turbada.
– Así ahorramos tiempo.
Peabody se quedó boquiabierta cuando entraron a un espacio generosamente enmoquetado. El ascensor era de seis personas y exhibía un lujurioso despliegue de fra?gantes hibiscus.
– A mí me encanta ahorrar tiempo -dijo Peabody.
– Planta treinta y cinco -solicitó Eve-. Redford Productions, oficinas de dirección.
– Planta tres-cinco -registró el ordenador-. Cua?drante este, nivel de dirección.
– Pandora celebró una pequeña fiesta la noche de su muerte -empezó Eve-. Redford pudo ser la última per?sona que la vio con vida. Jerry Fitzgerald y Justin Young estuvieron también, pero partieron poco después de la pelea entre Mavis Freestone y Pandora. Tienen una coar?tada mutua para el resto de la noche. Redford se quedó un rato en la casa. Si Fitzgerald y Young no mienten, son inocentes. Yo sé que Mavis dice la verdad. -Esperó un segundo, pero Peabody no hizo comentario alguno-. Así que vamos a ver qué sacamos del productor.
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