– Entiendo. -Vespasiano no estaba convencido del todo. ¿Por qué si no iba el general a traer consigo a los Druidas desde Camuloduno?-. En ese caso, ¿qué plan tiene en mente para recuperar a su familia, señor?
– Todavía no lo he decidido -admitió Plautio-. Pero lo más importante es actuar con rapidez. Quiero a la segunda legión lista para ponerse en marcha lo antes posible.
– ¿Lista para ponerse en marcha? ¿Adónde, señor?
– Quiero empezar pronto la campaña. Al menos, quiero que la segunda legión la empiece pronto. He redactado las órdenes para que tu legión se adentre en el territorio de los Durotriges. Tenéis que arrasar todos los fuertes, todos los poblados fortificados. No se hará prisionero a ningún guerrero enemigo o druida. Quiero que todas las tribus de esta isla sepan cuál es el precio que se paga por matar a un prefecto y tomar rehenes Romanos. Si los Druidas y sus amigos Durotriges tienen un poco de sentido común nos devolverán a mi esposa e hijos enseguida, y harán el llamamiento a la paz. -¿Y si no lo hacen?
– Entonces empezaremos a matar a nuestros prisioneros Druidas y reservaremos a su cabecilla para el final. -La terrible determinación en la voz de Plautio era inconfundible-. No vamos a dejar nada con vida, ¿lo entiendes?
Vespasiano no contestó. Aquello era una locura. Una locura. Era comprensible, pero no dejaba de ser una locura. Nada de aquello tenía el menor sentido estratégico. Pero sabía que tenía que tratar al general con prudencia.
– ¿Cuándo quiere que mi legión inicie el avance? -Mañana.
– ¡Mañana! -Vespasiano estuvo a punto de soltar una carcajada ante aquella idea ridícula. Lo estuvo hasta que captó el intenso brillo en los ojos de su superior-. Es imposible, señor.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? ¿Por dónde quiere que empiece? El terreno aún no está lo bastante firme para que mis carros de maquinaria de guerra y carretas pesadas puedan avanzar. Eso significa que sólo podemos transportar comida para tres días, tal vez cuatro. Y no tengo la menor idea sobre la capacidad del enemigo.
– Eso ya lo he previsto. He traído a un Britano que conoce bien la zona. Fue un iniciado a druida. Él y su intérprete os harán de guías. En cuanto a tus provisiones, para empezar puedes marchar con medias raciones. Más adelante puedes utilizar la flota para que os abastezca por el río y yo te mandaré todos los carros ligeros de los que pueda prescindir. Puede que hasta encuentres provisiones que el enemigo haya escondido. El invierno casi ha llegado a su fin, pero seguro que tienen reservas en las que puedes hurgar. Y para facilitar tu ataque a los poblados fortificados enemigos he dispuesto que se traspase a tu unidad la maquinaria de guerra de la vigésima…
– Aunque encontremos sus fuertes, no tendremos proyectiles de apoyo para realizar un ataque contra las defensas en caso de que la maquinaria quede empantanada. Nuestros soldados serán masacrados.
– ¿Cuán formidables pueden ser las defensas? -dijo bruscamente el general con amargura-. Al fin y al cabo, estos salvajes ni siquiera han oído hablar del asedio. Todos sus terraplenes y empalizadas son apropiados para disuadir a algún que otro lobo hambriento o intruso ambulante. Estoy seguro de que un hombre de tu ingenio se las puede arreglar para asaltar semejantes defensas sin perder muchas vidas. ¿O encuentras que estar al mando de una legión es una responsabilidad demasiado pesada, o demasiado peligrosa?
Vespasiano apretó con fuerza el brazo de la silla para evitar levantarse de un salto y protestar con enojo ante semejante afrenta. El general había ido demasiado lejos. Ordenar a la segunda legión que emprendiera una tarea absurda ya era una locura, pero rebatir sus razonadas protestas con acusaciones de incompetencia y cobardía era un vil insulto. Por un momento, Plautio se burló fríamente de él con la mirada, luego el general frunció el ceño y volvió a bajar la vista hacia su copa.
– Perdóname, Vespasiano -dijo Plautio en voz baja-. Lo siento. No debería haber dicho eso. En este ejército nadie pone en duda tus cualidades como legado. Como digo, perdóname.
Plautio alzó la mirada, pero Vespasiano no halló ninguna expresión de disculpa; el arrepentimiento del general no era más que una formalidad dicha con el único propósito de retomar la consideración de sus descabellados planes.
Vespasiano apenas pudo evitar el glacial tono de escarnio en su voz al responder.
– Mi perdón no tiene sentido comparado con el que va a necesitar usted de los cinco mil hombres de esta legión y de sus familias si se empeña en que la segunda lleve a cabo este mal concebido plan suyo. Señor, no sería ni más ni menos que una misión suicida.
– No exageres. -Plautio depositó su copa en una mesa auxiliar y se inclinó para acercarse más a su legado-. Muy bien, Vespasiano. No te ordenaré que hagas esto. Te lo pediré. ¿Tú no tienes familia? ¿No comprendes los demonios que me empujan a hacerlo? Por favor, accede a hacer lo que te pido.
– No. -Vespasiano sacudió la cabeza en señal de negación-. No puedo permitirlo. Lo que le aflige, Plautio, es una tragedia personal. No lo convierta en una tragedia pública. El Imperio ya no puede permitirse más desastres como el de Varo. Usted es un general en servicio activo. En campaña su familia es el ejército que tiene a su alrededor. Los soldados son como sus hijos. Ellos confían en usted para que los dirija con sensatez y no para que los exponga a un riesgo innecesario.
– Por favor, ahórrame la retórica barata, Vespasiano. No soy ningún plebeyo veleidoso del foro.
– No, no lo es… Permítame que pruebe con otro argumento. Piense en sus sentimientos hacia su esposa y sus hijos. Tal como ha dicho, yo también tengo una familia, y sólo el hecho de imaginármelos en manos de los Druidas ya es bastante tormento. Pero para usted es una realidad, y comparado con eso mi imaginación atormentada no es otra cosa que una burda imitación. Ahora, multiplíquelo por mil y más. Ésa es la magnitud del sufrimiento que va a infligirles a las familias y amigos de los soldados a los que condenaría a muerte si ordena que la segunda legión se ponga en marcha mañana sin provisiones ni apoyo de maquinaria de guerra.
Plautio cerró los ojos y se frotó la arrugada frente, como si de algún modo eso pudiera aliviar su sufrimiento interno. Vespasiano lo observó con detenimiento, intentando hallar cualquier señal de que sus argumentos hubieran logrado su objetivo. Si el general no cambiaba de opinión, Vespasiano sabía que tendría que negarse a asumir el mando de la segunda al día siguiente. Eso condenaría completamente su carrera. Pero no iba a tomar parte en el inútil e insensato plan del general. Desafiaría a Plautio a que encontrara otro hombre al que nombrar legado. En cuanto Vespasiano pensó en ello se dio cuenta de que a su sustituto lo elegirían por su buena disposición para hacer lo que al general se le antojara, no por sus dotes de liderazgo. Semejante nombramiento no haría otra cosa que empeorar mucho más el inevitable desastre. Vespasiano fue consciente de que estaba atrapado. Abandonar el mando sería incrementar el riesgo, ya terrible, de sus hombres. Permanecer al mando al menos le ofrecería una oportunidad de limitar el daño. Maldijo su suerte en silencio.
– Muy bien, Vespasiano. ¿Cuándo puede estar lista la segunda legión para atacar a los Durotriges?
– ¿Con carros de suministros y maquinaria? Plautio dijo que sí con la cabeza de mala gana y la desesperación de Vespasiano se desvaneció. Por muy insensato que pudiera ser el resto del plan, al menos la segunda legión tendría ocasión de combatir. Al mirar a Plautio, juzgó que el general había cedido todo el terreno que estaba dispuesto a ceder.
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