Simon Scarrow - Las Garras Del Águila
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- Название:Las Garras Del Águila
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La sexta centuria, al frente del cuadro, podía ver con claridad el campamento de la legión. Aquella visión atormentaba a Cato, pero el paso de tortuga de la cohorte sólo servía para convencerlo de que nunca conseguirían llegar. Los Durotriges acabarían con los exhaustos legionarios mucho antes de que éstos pudieran alcanzar la seguridad de los terraplenes.
– ¿Qué demonios están haciendo ahí abajo? -A Macro le centellearon los ojos con amarga frustración cuando vio la tranquila quietud del campamento-. Esos jodidos centinelas deben de estar ciegos. Ya verás cuando les ponga las manos encima…
A un lado, la infantería pesada de los Durotriges, que había vuelto a reunirse tras el feroz combate nocturno, pasó a toda prisa junto al cuadro. Cato no podía hacer nada más que mirarlos con desesperación, pues el plan de los Britanos estaba claro. Cuando quedaran unos cien pasos de distancia entre ellos y la cohorte, la columna enemiga se movería oblicuamente respecto a la cara del cuadro Romano y rápidamente se desplegaría en una línea de batalla, con un pequeño grupo de honderos en cada extremo. Y se mantendrían allí firmes, lanzando sus gritos de desafío a la cohorte mientras la pared de escudos se aproximaba.
Los legionarios habían vencido a los Durotriges durante toda la noche, pero en aquellos momentos se encontraban ya al límite de sus fuerzas. Apenas habían dormido una hora en los casi tres días de dura marcha. Medio adormilados, sus doloridos ojos atisbaban desde unos rostros mugrientos y enmarañados con barba de varios días. Los Romanos más jóvenes, de la edad de Cato, tenían poco vello facial, pero sus facciones demacradas los hacían parecer mucho más viejos. Los lados y la retaguardia del cuadro ya no formaban una línea firme y empezaron a ceder terreno bajo la incesante presión de sus menos cansados rivales, que empezaban entonces a intuir por fin la victoria. Muy pronto el cuadro dejó de serlo, para convertirse en un grupo deforme de soldados que luchaban por sobrevivir. La voz del centurión Hortensio, ronca y cascada, volvió a alzarse por encima del estrépito de la batalla.
– ¡Ya vienen, muchachos! La legión viene a Por nosotros. Al frente del cuadro, Cato miró por encima de las filas de los Britanos (que se encontraban ya a apenas unos cuarenta pasos) y vio que las cohortes salían por la puerta sur del campamento con sus bruñidos cascos que brillaban bajo el sol de primera hora de la mañana. Pero los separaban algunas millas y tal vez no llegaran a tiempo de salvar a los hombres de la cuarta.
– ¡No os paréis! -gritó Hortensio-. ¡No os paréis! Cada paso adelante disminuía la distancia entre las dos columnas Romanas. Cato apretó los dientes y esgrimió su espada hacia la revuelta concentración de infantería pesada de los Durotriges.
– ¡Cuidado! -chilló Macro-. ¡Hondas!
Los Romanos consiguieron resguardarse bajo sus escudos justo a tiempo cuando la primera descarga salió disparada en diagonal desde los flancos de la línea enemiga. Con un rugido los Durotriges se lanzaron al ataque inmediatamente después. El seco golpeteo y el chasquido de los proyectiles de honda en el frente del cuadro demostraron que los honderos se habían asegurado de apuntar bien. Pero un proyectil pasó volando por encima de la cabeza de Cato y alcanzó a una de las mulas enjaezadas a una carreta en el centro de la formación. Le pulverizó el ojo y el hueso que rodeaba la cuenca y, con un alarido de agonía, la mula corcoveó, tirando de los arreos y aterrorizando a las otras tres bestias enganchadas al mismo carro. En un instante el carro viró bruscamente golpeando a su vecino y, con un crujido de protesta por parte del forzado eje, se fue inclinando lentamente y volcó. Los heridos salieron despedidos y quedaron desparramados bajo los lacerantes cascos de las mulas presas del pánico. Un soldado, aplastado por un lado de la carreta, dejó escapar un terrible quejido antes de ahogarse con la sangre que le salía a borbotones por la boca. Cayó de espaldas, inerte. Los estridentes rebuznos de la descalabrada mula hendían el aire e hicieron que Cato se estremeciera. Los heridos que habían caído al suelo se arrastraron tratando por todos los medios de alejarse de las aterrorizadas mulas, pero muchos de ellos fueron pisoteados antes de poder salir de ahí. Entonces volcó otra carreta y nuevos alaridos de terror y dolor llenaron el aire.
– ¡Cohorte! ¡Alto! -gritó Hortensio-. ¡Apaciguad a esas malditas mulas!
Se abalanzó hacia el animal herido que había organizado aquel caos y hundió la espada en la garganta de la mula. La sangre salió a borbotones. Por un momento la mula se quedó allí parada con la cabeza colgando tontamente mientras miraba el charco carmesí que se estaba formando junto a sus cascos. Luego le fallaron las rodillas y se desplomó sobre la sangre, el barro y la nieve.
– ¡Matadlas a todas! -chilló Hortensio, y empujó a los soldados más próximos hacia los aterrorizados animales.
Acabó todo en un momento y los heridos supervivientes fueron depositados de nuevo bajo la escasa protección de los carros que permanecían intactos. La cohorte ya no podía moverse, no sin abandonar a sus heridos a la sangrienta ferocidad de los Durotriges. Por un instante, Cato se preguntó si Hortensio tendría la sangre fría suficiente para salvar lo que quedaba de su cohorte e intentar escapar hacia la centuria de refuerzo. Pero se mantuvo fiel al código de su rango.
– ¡Cierren filas! ¡Cierren filas en torno a las carretas!
Los legionarios que se encontraban en la retaguardia y en los lados trataron de distanciarse poco a poco al tiempo que propinaban estocadas a los Durotriges, los cuales arremetían a golpes y cuchilladas contra la pared de escudos, haciéndola retroceder hasta que los Romanos formaron un pequeño grupo compacto alrededor de los carros que aún eran utilizables.
Los legionarios que tropezaron y cayeron a medida que iban cediendo terreno quedaron aplastados bajo los pies de los demás y luego los Britanos los despedazaron. Cato se quedó pegado a Macro, protegiéndose tras su escudo y acometiendo contra el mar de rostros y miembros enemigos que tenía frente a él.
– ¡Ten cuidado, muchacho! -le gritó Macro-. ¡Estamos justo al lado de las mulas!
Cato pisó la sangre de los animales con un chapoteo y notó el roce de la piel de la mula en la pantorrilla. A ambos lados, los soldados de la sexta centuria retrocedían hacia los cuerpos de las mulas, demasiado apiñados a causa de los Durotriges para poder rodearlas o pasar por encima de ellas. Con un rugido desafiante, Macro clavó la punta de la espada en el rostro de un rival. Mientras el hombre caía, aprovechó la oportunidad para pasar apresuradamente por encima del ijar de la mula.
– ¡Vamos, Cato! Por un momento el optio se vio frente a dos Britanos Jóvenes como él, pero con una espesa mata de pelo encalado en forma de unas desgreñadas puntas blancas. Uno de ellos iba armado con una lanza de guerra de hoja ancha mientras que el otro llevaba una espada corta que le había arrebatado a algún Romano muerto. Ambos empezaron a amagar con la esperanza de que el optio se distrajera lo suficiente como para poder propinarle una estocada mortal, pero él no dejó de mover su escudo, presentándolo primero de una manera, luego de otra, pasando rápidamente la mirada de la lanza a la espada y viceversa. No osaba tratar de pasar por encima de la mula muerta mientras los dos guerreros esperaban a que cometiera un error defensivo. De pronto la punta de la lanza se precipitó hacia delante. Cato movió su escudo de forma instintiva para responder a la amenaza y bajó la punta de la lanza de un golpe. Aprovechando la ocasión, el otro Britano se adelantó y arremetió contra el estómago de Cato. Una mano agarró a Cato con brusquedad por la correa del arnés y tiró de él, levantándolo a peso por encima del cadáver de la mula. La espada no le alcanzó y Cato se quedó tumbado en el suelo, jadeando sin aliento.
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