Simon Scarrow - Las Garras Del Águila
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Vespasiano miró en la dirección indicada, un valle poco profundo que se extendía paralelo al campamento a apenas una milla de distancia. Pero la única señal de vida era una fina voluta de humo que surgía de un pequeño grupo de chozas de techo de paja. Esperaron en silencio y el centinela se iba poniendo cada vez más nervioso, deseando con todas sus fuerzas que reaparecieran los jinetes.
– ¿A cuántos viste?
– A unos treinta más o menos, señor. -¿De los nuestros? -Estaban demasiado lejos para asegurarlo, señor. Podría ser que llevaran capas rojas.
– ¿Podría ser? -Vespasiano miró al centinela, un hombre mayor que debía de haber servido bastantes años con las águilas. Sin duda los suficientes para saber que un centinela sólo debía informar de los detalles cuando estuviera seguro de ellos. El legionario se puso tenso bajo la mirada del legado y fue lo bastante astuto como para abstenerse de hacer ningún otro comentario. En su interior, Vespasiano estaba furioso por haber tenido que acudir a la torre de vigilancia. Si hubiera sabido antes cuántos eran los jinetes que se acercaban, podría haber dejado que Sexto se ocupara del asunto. Bueno, ya era demasiado tarde, reflexionó, y sería de mala educación desquitarse con aquel nervioso centinela. Mejor sería mantener un aire de imperturbabilidad y mejorar la imagen de comandante impasible que les ofrecía a los hombres de su legión.
– ¡Mire, señor! -El centinela señaló con la mano por encima de la empalizada.
Una fila de cascos con penacho subía cabeceando por la ladera del valle. Por encima de ellos ondeaba un banderín de color púrpura.
– ¡Es el general en persona! -exclamó el centinela con un silbido.
Vespasiano se acongojó. De modo que el general había recibido su mensaje. Entonces ya sabía que su familia corría un grave peligro. Vespasiano se acordó de su propia mujer embarazada y de su hijo pequeño y comprendió a su general. Pero la compasión no disipó su temor sobre el estado de ánimo de su superior.
De pronto Vespasiano fue consciente de que el centinela lo observaba.
– ¿Qué pasa, soldado? ¿No has visto nunca a un general? El centinela se sonrojó pero, antes de que pudiera responder, Vespasiano le ordenó que bajara a avisar al centurión de servicio de la llegada del general Plautio. Las habituales formalidades que se le debían a un general al mando tendrían que organizarse a toda prisa. Vespasiano se quedó en la atalaya hasta que regresó el centinela, observando la columna que se acercaba a medio galope a la puerta norte. La guardia montada del general iba delante, seguida por el mismo Plautio y un puñado de oficiales del Estado Mayor. Con ellos cabalgaban dos figuras encapuchadas y detrás venía la sección de retaguardia, que avanzaba escoltando a cinco Druidas que iban atados a sus monturas.
A medida que se aproximaban, Vespasiano pudo distinguir la espuma en las ijadas de los caballos; era evidente que a las bestias las habían llevado al límite de su resistencia a causa del deseo del general de llegar a la segunda legión con la máxima prontitud.
Vespasiano descendió rápidamente de la torre y ocupó su puesto al final de la guardia de honor formada a ambos lados de la entrada. Daría buena impresión si recibía al general en persona. El golpeteo de los cascos ya era perfectamente audible y Vespasiano le hizo un gesto con la cabeza al centurión al mando de la guardia de honor. -¡Abrid las puertas! -gritó el centurión. La tranca fue retirada y luego, con un intenso crujido, se tiró de las puertas para abrirlas lo máximo posible. Se hizo en el momento justo, puesto que al cabo de unos instantes el primer miembro de la guardia personal del general frenó su caballo a un lado de la entrada y esperó a que Plautio entrara primero al campamento. El general, seguido por los miembros de su Estado Mayor, puso el caballo al paso mientras el centurión de la guardia bramaba sus órdenes.
– ¡Guardia de honor… presenten armas! Los legionarios empujaron las jabalinas hacia delante, inclinadas, y el general respondió con un saludo en dirección a las tiendas de mando donde se habían depositado los estandartes de la segunda legión en un santuario provisional. Plautio se detuvo junto a Vespasiano y desmontó.
– ¡Me alegro de verlo, general! -sonrió Vespasiano.
– Vespasiano. -Plautio lo saludó con una breve inclinación de la cabeza-. Tenemos que hablar, enseguida.
– Sí, señor.
– Pero antes, por favor, ocúpate de que mi escolta… y mis compañeros -señaló a los oficiales de Estado Mayor y a las dos figuras encapuchadas-, ocúpate de que estén cómodos, en algún lugar tranquilo. Los Druidas se pueden dejar atados con los caballos.
– Sí, señor. -El legado le hizo una señal con la mano al centurión de guardia para que se acercara y le pasó las instrucciones. Los caballos, reventados por el esfuerzo al que habían sido sometidos, resoplaban, ensanchando los ollares con cada respiración profunda.
La escolta del general llevó los caballos hacia los establos y el centurión de guardia condujo a los oficiales del Estado Mayor, sucios de barro, al comedor de los tribunos. Las dos figuras con capa y capucha siguieron a los demás en silencio. Vespasiano las observó con curiosidad y Plautio le dirigió una débil sonrisa.
– Te lo explicaré luego. Ahora mismo tenemos que hablar de mi mujer y mis hijos.
CAPÍTULO XVII
En cuanto los exhaustos soldados de la cuarta cohorte divisaron el campamento de la segunda legión, una ovación espontánea brotó de sus labios. Los Durotriges, y sus cabecillas Druidas, aún podían ver frustrados sus esfuerzos por aniquilarlos. A una distancia de una hora escasa de marcha se encontraba la seguridad de las defensas y el final de aquella horrible prueba de resistencia por la que los había hecho pasar el centurión Hortensio. Pero si bien a los Romanos se les levantó el ánimo al ver el campamento, lo mismo ocurrió con la determinación del enemigo de acabar con los hombres de la cohorte antes de que sus compañeros acudieran en su ayuda. Con un aullido salvaje, los Durotriges cayeron sobre las apiñadas filas de la formación Romana.
Hacía ya rato que el escudo y la espada de Cato se habían convertido en una carga insoportable y los músculos de los brazos le ardían debido al suplicio de soportar su peso. Aunque había compartido con los demás soldados los gritos de entusiasmo al ver el campamento, la distancia que mediaba lo llenó de desesperación. La misma desesperación que siente un hombre que se ahoga al ver la costa a lo lejos en un mar encrespado. Acababa de pensarlo cuando el inmenso rugido de furia del ataque de los Durotriges se oyó a ambos lados y en la retaguardia del cuadro. El sordo repiqueteo de los golpes de escudo y el choque metálico de las armas se oían con más intensidad que nunca. La formación Romana flaqueó, luego se detuvo por el impacto del ataque y tardó un momento en volver a afirmar su pared de escudos.
En cuanto Hortensio se convenció de que su cohorte sabía cómo defenderse, dio la orden de continuar el avance. El cuadro hueco siguió adelante de nuevo, rechazando a los frenéticos guerreros que se aferraban a sus talones. Las bajas Romanas empezaban a ser tan numerosas que ya quedaba poco sitio en los carros apiñados en el reducido espacio del centro del cuadro. Los heridos observaban con expresiones desoladas cómo sus compañeros hacían lo que podían en una lucha desigual. Cada sacudida de una carreta provocaba nuevos gemidos y gritos de aquellos que iban en su interior, pero no había tiempo para detenerse y ocuparse de sus heridas. Bajo aquellas desesperadas circunstancias Hortensio podía prescindir de muy pocos hombres para que cuidaran de las bajas y únicamente las heridas más graves se habían vendado de cualquier manera.
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