Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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Mientras duró todo aquello el centurión Hortensio siguió dando órdenes a gritos y amenazaba con terribles castigos a aquellos a los que motivaba más el miedo, en tanto que animaba al resto. Cuando los Durotriges les lanzaban improperios desde la oscuridad, Hortensio les respondía a un volumen propio de un campo de desfiles.

Por fin el cielo empezó a iluminarse por el este y lentamente fue adquiriendo una pálida luminiscencia hasta que no quedó ninguna duda de la proximidad del alba. A Cato le dio la sensación de que la mañana era atraída al horizonte casi únicamente por la fuerza de voluntad de los legionarios en tanto que todos y cada uno de los soldados miraba con ansia hacia la luz creciente. Poco a poco la oscura geografía que los rodeaba se descompuso en tenues sombras grisáceas y los Romanos al fin pudieron ver de nuevo al enemigo, unas débiles figuras que se extendían a ambos flancos y que seguían de cerca a la cohorte mientras ésta continuaba avanzando como podía, agotada y maltrecha pero aún intacta y dispuesta a reunir fuerzas suficientes para resistir un último ataque.

Más adelante el terreno se elevaba suavemente formando una loma baja, y cuando las primeras filas de la centuria llegaron a la cima Cato levantó la mirada y vio, a no más de tres millas de distancia, el bien definido contorno de los terraplenes del campamento fortificado de la segunda legión. Por encima de la fina y oscura línea de la empalizada pendía una nube de humo de leña de un sucio color castaño y Cato se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

– ¡Ya falta poco, muchachos! -exclamó Macro-. ¡Llegaremos a tiempo para el desayuno!

Pero en el preciso momento en que el centurión hablaba, Cato vio que los Durotriges se estaban concentrando para realizar otro ataque. Un último intento de destruir al enemigo que durante toda la noche se las había arreglado para evitar su destrucción. Un último esfuerzo para vengarse de forma sangrienta de sus compañeros, cuyos cuerpos yacían desparramados a lo largo de la línea de marcha de la cuarta cohorte.

CAPÍTULO XVI

– ¿Ayer por la tarde, dices? -Vespasiano arqueó las cejas cuando el decurión de caballería terminó su informe.

– Sí, señor -respondió el decurión-. Aunque ya más bien era de noche que por la tarde, señor.

– ¿Y cómo es que no habéis regresado a la legión hasta el amanecer?

El decurión bajó la mirada y parpadeó un instante.

– Al principio nos íbamos topando con ellos continuamente, señor. Daba la impresión de que estaban por todas partes, jinetes, cuadrigas, infantería… de todo. De modo que dimos la vuelta, retrocedimos y efectuamos un rodeo durante la noche. Al cabo de un rato me di cuenta de que me había perdido y tuve que modificar el rumbo. Antes del amanecer ya estábamos de camino al oeste, señor. Tardamos un poco en divisar Calleva. Entonces vinimos lo más rápido que pudimos, señor.

– Entiendo. -Vespasiano escudriñó la expresión del decurión buscando alguna señal de malicia. No toleraría que ningún oficial antepusiera su seguridad personal a la de sus compañeros. Cubierto de barro y al parecer agotado, el decurión se cuadró con toda la dignidad de la que fue capaz. Hubo un tenso silencio mientras Vespasiano lo miraba fijamente. Al final, dijo-: ¿Con cuántos efectivos contaban los Durotriges?

Se alegró al ver que el decurión hacía una pausa para considerar su respuesta, en vez de tratar de complacer de forma impulsiva a su legado con un cálculo apresurado.

– Dos mil… dos mil quinientos tal vez, pero no más, señor. Quizás una cuarta parte fuera infantería pesada. El resto eran tropas ligeras, algunas de ellas armadas con hondas, y había unos treinta carros de guerra. Eso es todo lo que vi, señor. Podrían haberse añadido más durante la noche.

– Lo sabremos muy pronto. -Vespasiano hizo un gesto con la cabeza para señalar la entrada de la tienda--. Tú y tus hombres podéis retiraros. Que coman y descansen.

El decurión saludó, se dio la vuelta rápidamente y se alejó del escritorio del legado. A sus espaldas, Vespasiano llamó con un grito al oficial de Estado Mayor que estaba de servicio. Al cabo de un instante uno de los tribunos subalternos, uno de los hijos menores del clan de los Camilos (mucha túnica ricamente adornada y poco cerebro) irrumpió en la tienda apartando al decurión al pasar.

– ¡Tribuno! -rugió Vespasiano. Tanto el decurión como el tribuno se estremecieron-. ¡Te agradecería que no trataras a tus compañeros oficiales con tanta descortesía!

– Señor, yo sólo respondía a…

– ¡Basta! Si vuelve a suceder algo parecido haré que el decurión aquí presente te lleve con él a una prolongada patrulla que no olvidarás fácilmente.

El decurión esbozó una amplia sonrisa de deleite al imaginarse ese joven y delicado culo aristocrático en carne viva a causa del roce de la silla. Luego agachó la cabeza para salir de la tienda y fue a ver a sus hombres.

– Tribuno, da la orden para que la legión se ponga en estado de alerta. Quiero a la primera, segunda y tercera cohortes listas para emprender la marcha lo más pronto posible. El resto guarnecerán las defensas. Las quiero formadas en el sendero al otro lado de la puerta sur. ¿Lo has entendido?

– ¡Sí, señor! -Pues ocúpate de ello, por favor. El joven se dio la vuelta y corrió hacia la entrada. -¡Tribuno! -lo llamó Vespasiano. El tribuno se giró y se sorprendió al ver una débil sonrisa en el rostro de Vespasiano.

– Quinto Camilo, trata de irradiar una calmada profesionalidad cuando estés cumpliendo con tu deber. Encontrarás que te ayudará en las relaciones con los oficiales de carrera y no alarmará tanto a los soldados bajo tu mando. A nadie le gusta pensar que su destino está en manos de un colegial demasiado crecido.

El tribuno se puso rojo como un tomate pero se las arregló para contener el enojo y la vergüenza que sentía. Vespasiano ladeó la cabeza para señalar la entrada y el tribuno se volvió y se alejó caminando con rigidez.

Había sido un severo desaire, pero a partir de entonces Camilo consideraría con más detenimiento su manera de comportarse. La forma en que uno se presentaba ante los oficiales de carrera y la tropa determinaba la estima en la que éstos tendrían a las clases más altas de la sociedad Romana. Vespasiano era muy consciente de que, por regla general, los jóvenes aristócratas que cumplían su período de servicio en las legiones eran despreciados por la tropa. Y la arrogante inmadurez de jóvenes caballeros como Camilo no hacía más que empeorar el lamentable estado de las cosas. Las distinciones sociales dentro de la esfera militar eran ya de por sí un tema delicado, sin necesidad de que la situación empeorara. Si en el futuro Camilo adoptaba el porte de un profesional tranquilo, eso contribuiría en cierta medida a paliar el resentimiento de los soldados que tal vez algún día tuviera que dirigir en batalla.

Los pensamientos de Vespasiano volvieron al asunto que había estado considerando antes de que le llegara la noticia de la situación apurada de la cuarta cohorte. Todavía no había recibido respuesta al mensaje que le había enviado al general Plautio. El mensajero podía haberse retrasado, por supuesto. Los senderos de los nativos eran de una calidad muy mala aun cuando hacía buen tiempo. No obstante, incluso considerando ese factor, a esas alturas ya debería haber tenido noticias del general.

Un día más, decidió. Si a la mañana siguiente seguía sin saber nada, mandaría otro mensaje. Mientras tanto, las trompetas hacían sonar el toque de reunión; los legionarios estarían saliendo a trompicones de las tiendas, soltando maldiciones a la vez que se abrochaban como podían la coraza y las armas.

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