Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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– ¿Y bien? -Si no me equivoco hemos perdido a catorce, señor. -De acuerdo. -Macro movió la cabeza en señal de satisfacción. Había temido que las bajas fueran más numerosas-. Ve e informa de ello al centurión Hortensio.

– Sí, señor. Hortensio no fue difícil de localizar; un torrente de órdenes y gritos de ánimo se oía por encima de los sonidos de la batalla, aunque entonces la voz tenía la aspereza del agotamiento extremo. Hortensio escuchó el informe de efectivos e hizo un rápido cálculo mental.

– Eso quiere decir que tenemos más de cincuenta bajas, y todavía quedan por contar las cohortes de retaguardia. ¿Cuánto crees que falta para que amanezca?

Cato se obligó a concentrarse.

– Calculo que unas cuatro o quizá cinco horas.

– Demasiado tiempo. Vamos a necesitar a todos y cada uno de los hombres de la formación. No puedo prescindir de más soldados para utilizarlos de guardianes… -El centurión superior se dio cuenta de que no tenía alternativa-. Vamos a tener que perder a los prisioneros -dijo con una amargura inequívoca. -¿Señor?

– Vuelve con Macro. Dile que reúna a algunos hombres y que mate a los prisioneros. Que se cerciore de que se dejan los cadáveres junto a los Britanos que acabamos de matar al otro lado de la barricada. No tiene sentido proporcionarle al enemigo mas motivos de queja. ¿A qué estás esperando? ¡Vete!

Cato saludó y regresó corriendo a su centuria. Unas náuseas le subieron de la boca del estómago cuando pasó junto a las figuras arrodilladas de los prisioneros. Se maldijo por ser un débil idiota sentimental. ¿Acaso aquellos mismos hombres no habían matado a todos sus prisioneros? Y no tan sólo los habían matado, sino que además los habían torturado, violado y mutilado. La imagen del rostro del niño de rubísimos cabellos que miraba inerte desde el montón de cadáveres del pozo empezó a girar ante sus ojos, de los que brotaron unas amargas lágrimas de confusa ira al tiempo que lo invadía un sentimiento de injusticia. Por mucho que hubiera deseado la muerte de todos y cada uno de los Durotriges, llegado el momento de matar a esos prisioneros una extraña reserva de moralidad hacía que le pareciera mal.

Macro también vaciló al oír la orden.

– ¿Matar a los prisioneros?

– Sí, señor. Ahora mismo.

– Entiendo. -Macro estudió la ensombrecida expresión del joven optio y tomó una rápida decisión-. Pues ya me encargo yo. Tú quédate aquí. Mantén a los hombres formados y dispuestos, no vaya a ser que a esos tipos se les meta en sus cabezotas britanas volver a atacar.

Cato clavó la mirada en la nieve revuelta que se extendía por delante de la cohorte. Aun cuando los gritos y chillidos lastimeros se alzaron desde una corta distancia a sus espaldas, se negó a darse la vuelta e hizo ver que no los oía.

– ¡La vista al frente! -les bramó a los hombres más próximos a él, que se habían vuelto para ver de dónde provenía aquel horrible alboroto.

Finalmente éste se fue apagando y los últimos gritos quedaron ahogados por los sonidos del combate que tenía lugar en la retaguardia de la formación. Cato aguardó nuevas órdenes, entumecido a causa del frío, y el agotamiento, abrumado su espíritu por el acto sangriento que el centurión Hortensio había mandado llevar a cabo. No importaba lo mucho que intentara justificar la ejecución de los prisioneros en términos de la supervivencia de la cohorte, o del bien merecido castigo por la masacre de los atrebates habitantes de Noviomago: no le parecía bien matar a sus cautivos a sangre fría.

Macro se abrió paso lentamente entre sus hombres para volver a ocupar su puesto en la primera fila de su centuria.

Se situó al lado de Cato, con una expresión adusta en el rostro y en silencio. Cato miró a su superior, un hombre al que había llegado a conocer bien durante el último año y medio. Enseguida había aprendido a respetar a Macro por sus cualidades como soldado y, lo que era más importante, por su integridad como ser humano. Si bien dudaría en llamar amigo al centurión directamente, sí que entre ellos se había creado una cierta intimidad. No exactamente como la del padre y el hijo, sino más bien como la que podía darse entre un hermano bastante mayor y de mucho mundo y su hermano menor. Macro, Cato lo sabía, sentía por él cierto orgullo y se alegraba de sus logros.

Para Cato, Macro personificaba todas aquellas cualidades a las que él aspiraba. El centurión vivía a gusto consigo mismo. Era soldado hasta la médula y no tenía otra ambición en la vida. El tortuoso auto análisis que Cato se infligía a sí mismo no iba con él. Las actividades intelectuales que le habían animado a ser indulgente consigo mismo cuando lo educaron como miembro del servicio imperial no servían de preparación para la vida en las legiones. No servían de preparación en absoluto. El noble idealismo que Virgilio prodigaba en su visión del destino de Roma como civilizadora del mundo no guardaba relación con el terror manifiesto del combate de aquella noche, ni con el sangriento horror de la necesidad militar que había obligado a matar a los prisioneros.

– Estas cosas pasan, muchacho -dijo Macro entre dientes-. Estas cosas pasan. Hacemos lo que tenemos que hacer para ganar. Hacemos lo que debemos hacer para ver la luz al día siguiente. Pero eso no lo hace más fácil.

Cato observó durante un momento a su centurión antes de asentir sombríamente con un movimiento de cabeza.

– ¡Cohorte! -bramó Hortensio desde la retaguardia de la formación-. ¡Adelante!

Las últimas centurias habían atravesado la barricada y habían vuelto a formar al otro lado sin dejar de rechazar el asalto, cada vez más desesperado, de la infantería pesada de los Durotriges. Pero en cuanto quedó claro que el intento de atrapar y destruir a la cohorte había fallado, la lucha de los Durotriges decayó de ese modo extraño e indefinible con el que un sentimiento análogo se extiende en una multitud. Con cautela, se separaron de los Romanos y simplemente se quedaron quietos en silencio mientras la cohorte se alejaba de ellos marchando lentamente. Las desafiantes líneas de los legionarios permanecían intactas y habían dejado un rastro de cadáveres nativos a su paso. Pero la noche estaba lejos de terminarse. Aún quedaban largas horas antes de que el alba extendiera sus primeros y débiles dedos por encima del horizonte. Las suficientes para ajustar cuentas con los Romanos.

La cohorte siguió adelante en la oscuridad, con la formación de cuadro bien compactada alrededor de los carros de suministros que cargaban con las bajas. Los gemidos y gritos de los heridos coreaban cualquier sacudida y les crispaban los nervios a los compañeros que aún estaban en condiciones de marchar. Éstos aguzaban el oído, atentos a cualquier señal de que el enemigo se acercaba, y maldecían a los heridos y el chirrido y estruendo de las ruedas de las carretas. Los Durotriges continuaban ahí, siguiendo a la cohorte. Los disparos de honda salían zumbando de la oscuridad y la mayoría de ellos repiqueteaba contra los escudos, pero a veces daban en el blanco e iban reduciendo los efectivos de la cohorte uno a uno. Las filas se cerraban y la formación iba mermando paulatinamente a medida que transcurría la noche. Las hondas no eran el único peligro. Los carros de guerra que la cohorte había visto por última vez antes de anochecer avanzaban entonces con gran estruendo por las laderas y de vez en cuando se abalanzaban contra los legionarios profiriendo unos gritos de guerra que helaban la sangre. Luego, en el último momento, viraban y se alejaban, después de haber arrojado sus lanzas contra las filas Romanas. Algunas de ellas causaron entre los legionarios unas heridas aún más terribles que las de los proyectiles de honda.

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