Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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Todos los soldados estaban entrenados para responder instantáneamente a la llamada de la trompeta y el legado no era una excepción.

– ¡Pasad la orden de que venga mi esclavo personal! -gritó Vespasiano.

El ascenso por las escaleras de la atalaya situada por encima de la puerta sur sirvió para recordarle a Vespasiano la baja forma que había adquirido durante los últimos meses. Se metió por la trampilla y se quedó apoyado en el antepecho un momento, respirando con dificultad. Tenía que haber hecho aquello antes de ponerse la robusta coraza. El peso muerto del bronce plateado sumado al resto de su equipo duplicaba el esfuerzo requerido para trepar por las escaleras. Demasiado papeleo y muy poco ejercicio, reflexionó Vespasiano, y eso iba a ser su ruina como soldado. A sus treinta y cinco años empezaba a sentir el comienzo de la madurez y era muy humano preferir las comodidades domésticas a las penurias físicas de las campañas. El período de servicio de Vespasiano finalizaría el año próximo y la perspectiva de volver a Roma, con todas las oportunidades para darse caprichos que ello implicaba, era muy reconfortante. Hasta valdría la pena perder un miembro si ello suponía escapar del horrible clima de aquella isla de humedad y llovizna perpetuas. No obstante, ninguno de los nativos con los que había tenido trato social en Camuloduno había expresado la más mínima queja sobre el clima Britano cuando él había sacado el tema. La humedad debía de habérseles subido a la cabeza, decidió Vespasiano con una sonrisa irónica.

Levantó la vista, apartó todos sus pensamientos y se concentró en la situación que se revelaba ante él bajo la luz del sol de primera hora de la mañana. Abajo, los sólidos troncos de la puerta sur se habían abierto hacia el interior y la primera cohorte, con el doble de efectivos que las demás, pasó lentamente por la puerta. Tras ellos emprenderían la marcha dos cohortes más, casi dos mil hombres en total. Vespasiano confiaba en que dicha fuerza sería más que suficiente para ahuyentar a los Durotriges que se aglomeraban alrededor de las lejanas filas de la cuarta cohorte, apenas visibles en la cima de una colina distante. Calculó que la cuarta se encontraba todavía a unas tres millas de distancia, lo cual significaba que la columna de relevo no la alcanzaría hasta al cabo de una hora más o menos. La cuarta cohorte tendría que ser capaz de mantener a raya a los Durotriges al menos durante ese tiempo. Vespasiano estaba contento con la manera en que habían ido las cosas. En lugar de tener que pasarse infructuosas semanas consolidando las defensas de los atrebates y tratando de dar caza a los grupos de asaltantes Durotriges, sus jefes Druidas los habían entregado amablemente a la segunda legión. Si ese día podían infligirles una rápida derrota, la inminente campaña iba a tener muy buen comienzo.

Un crujido en la escalera le hizo volver la cabeza. Un hombre corpulento apareció por la trampilla. Con más de metro ochenta de altura y unos anchos hombros acordes con ella, el prefecto del campamento de la segunda legión era un veterano canoso con una lívida cicatriz atravesándole la cara desde la frente hasta la mejilla. Dado que era el oficial de carrera de más rango de la legión, era un soldado de enorme experiencia y coraje. En ausencia de Vespasiano, o en caso de que éste muriera, Sexto asumiría el mando de la legión.

– Buenos días, Sexto. ¿Has venido a ver el combate?

– Por supuesto, señor. ¿Qué tal lo están haciendo los muchachos de la cuarta?

– No demasiado mal.-Mantienen la formación y se dirigen hacia aquí. Para cuando llegue allí con los refuerzos imagino que ya habrá terminado todo.

– Puede ser -replicó Sexto encogiéndose de hombros al tiempo que entrecerraba los ojos para observar la distante contienda-. ¿Está seguro de que quiere ir al frente de la columna de relevo, señor?

– ¿Crees que no debería hacerlo?

– Para serle sincero, señor, no. Los legados deben ocuparse de la legión como unidad, no de ir ganseando por ahí con detalles secundarios.

Vespasiano sonrió.

– Y ésos son cosa tuya, supongo.

– Sí, señor. Da la casualidad de que sí.

– Bueno, me hace falta ejercicio. A ti no. De modo que sé buen chico y encárgate de todo aquí durante una hora más o menos. Intentaré no dejar tu primera cohorte hecha un desastre.

Ambos se rieron; los prefectos del campamento eran ascendidos del rango de centurión superior de la primera cohorte y tenían fama de proteger el último mando de campaña de sus carreras.

Vespasiano se dio la vuelta y, atravesando la trampilla con soltura, bajó por la escalera de la torre de guardia. De nuevo en el suelo, se detuvo junto a la puerta, donde su esclavo personal le puso el casco con cuidado y le ató bien las correas bajo la barbilla. Los soldados de la tercera cohorte pasaban por su lado pisando fuerte, dirigiéndose hacia las puertas para franquearlas y unirse a la columna formada en el sendero que había fuera. Vespasiano sintió que lo inundaba una oleada de entusiasmo ante la perspectiva de dirigir la columna de refuerzo y acudir en ayuda de la cuarta cohorte. Tras el tedio del largo invierno, cuya mayor parte había pasado cómodamente en los barracones provisionales, se presentaba la oportunidad de volver a servir como un soldado propiamente dicho.

Vespasiano dejó que su esclavo personal diera un último pellizco a la cinta roja atada en su coraza y luego se dio la vuelta para salir del campamento y ocupar su puesto al frente de la columna. Antes de que cruzara la puerta, un grito agudo que venía de lo alto de la torre de vigilancia hizo que se detuviera a mitad de una zancada.

– ¡Se acercan unos jinetes por el nordeste! -¿Y ahora qué pasa? -rezongó Vespasiano al tiempo que se propinaba una airada palmada en el muslo. A través de la puerta vio a las tres cohortes que aguardaban para ir a ayudar a sus compañeros. Pero no podía dejar la legión hasta no haber aclarado si el campamento estaba amenazado por otro frente. Al mismo tiempo, cualquier retraso en la misión de ayuda a la cuarta cohorte costaría vidas. La columna de refuerzo tenía que ponerse en camino enseguida. Y puesto que él tenía que investigar lo que se había divisado por el nordeste, haría falta otro comandante. Levantó la vista hacia la atalaya. -¡Prefecto!

Un rostro, oscuro en contraste con el cielo, apareció por encima de la empalizada.

– ¿Sí, señor? -Toma el mando aquí.

Después de atravesar el campamento a todo correr y trepado a la torre de vigilancia de la puerta norte, Vespasiano ya volvía a estar absolutamente sin resuello. Al tiempo que se agarraba al antepecho y respiraba profundamente, echó un último vistazo a la columna de refuerzo que avanzaba serpenteando por la ondulada campiña hacia la oscura concentración de diminutas figuras que constituían la cuarta cohorte. Se podía confiar en Sexto para que se encargara de que la operación de rescate se llevara a cabo con el menor número de víctimas posible. Por regla general, los prefectos de campamento hacía tiempo que habían dejado atrás el desagradable (y peligroso) afán de gloria de algunos de los oficiales subalternos. A decir verdad, los hombres de la columna de refuerzo probablemente estuvieran más seguros con Sexto al mando que bajo sus propias órdenes. Esa idea no contribuyó demasiado a mitigar la frustración que había sentido al tener que transferir el mando al prefecto del campamento.

En cuanto se le normalizó la respiración, Vespasiano se dio la vuelta y se acercó al centinela que vigilaba el norte.

– Veamos, ¿dónde están esos malditos jinetes? -Ahora mismo no los veo, señor -respondió el centinela con nerviosismo porque no quería que su legado sospechara que podría ser una falsa alarma. Continuó hablando rápidamente-. Descendieron por esa hondonada de ahí, señor. Hace tan sólo un instante. Deberían volver a aparecer en cualquier momento, señor.

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