Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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No hubo ninguna carga, sólo el tintineo del equipo y el repiqueteo de los extremos de las lanzas mientras los Durotriges se alejaban del anillo de escudos Romanos y se marchaban en dirección opuesta al campamento de la segunda legión. El enemigo fue adquiriendo velocidad paulatinamente hasta que acabó marchándose a paso rápido. Una delgada cortina de tiradores formó en la retaguardia de la columna y se apresuraron a seguirla al tiempo que iban lanzando frecuentes miradas nerviosas hacia atrás.

Macro se puso en pie con cautela y empezó a seguir al enemigo que se retiraba.

– ¡Bueno, que me…! -Rápidamente enfundó su espada y se llevó la mano a la boca haciendo bocina-. ¡Eh! ¿Adónde vais gilipollas?

Cato dio un respingo, alarmado.

– ¡Señor! ¿Qué cree que está haciendo? Los demás legionarios retomaron los gritos de Macro y todo un coro de burlas y abucheos persiguió a los Durotriges mientras éstos caminaban por la cima de la poco elevada colina en dirección al valle que había al otro lado. La pulla de los Romanos continuó unos momentos más antes de convertirse en gritos de júbilo y triunfo. Cato miró hacia atrás y vio el frente de la columna de refuerzo que ascendía por el sendero hacia ellos. Sintió náuseas al mismo tiempo que una oleada de delirante felicidad lo inundaba. Se dejó caer al suelo, soltó la espada y el escudo y apoyó la cabeza pesadamente en sus manos. Cato cerró los ojos y respiró profundamente unas cuantas veces antes de abrirlos de nuevo con gran esfuerzo y levantar la mirada. Una figura se separó de la cabecera de la columna y subió al trote por el camino para acercarse a ellos. Al aproximarse, Cato reconoció en aquel hombre las marcadas facciones del prefecto del campamento. Cuando Sexto se acercó a los supervivientes de la cohorte, aflojó el paso y sacudió la cabeza ante la espantosa escena que tenía delante.

Había montones de cuerpos desparramados por el suelo y apilados en torno a la cohorte. Había cientos de astas de flecha clavadas en el suelo y sobresaliendo de los cadáveres y de los escudos, los cuales en su gran mayoría estaban tan destrozados y astillados que ya no tenían arreglo. Por detrás de los escudos se alzaban las mugrientas y ensangrentadas formas de los legionarios exhaustos. El centurión Hortensio se abrió camino por entre sus hombres y se dirigió a grandes zancadas hacia el prefecto del campamento, con el brazo levantado a modo de saludo.

– ¡Buenos días, señor! -A pesar de todos sus esfuerzos, se notó que tenía que forzar la voz--. Sí que habéis tardado, carajo.

Sexto le estrechó la mano sin hacer caso de la sangre que se coagulaba en una herida que el centurión tenía en la palma. El prefecto del campamento se quedó ahí parado, con las manos en las caderas, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a los supervivientes de la cuarta cohorte.

– ¿Y qué es todo este maldito desquicio? ¡Tendría que poneros a todos a hacer faenas durante un mes!

junto a Cato, Fígulo observó cómo el centurión y el prefecto del campamento intercambiaban sus saludos. Se quedó callado un momento antes de escupir en el suelo.

– ¡Malditos oficiales! joder! ¿Vosotros no los odiáis?

CAPÍTULO XVIII

El general se sentó con cuidado sobre el cojín de una silla con una momentánea mueca de dolor. Varios días de viaje a caballo no le habían ido muy bien a su trasero y la más mínima presión era dolorosa. Su expresión se fue relajando paulatinamente y aceptó la copa de vino caliente que Vespasiano le ofrecía. Quemaba quizás demasiado para su gusto, pero Plautio necesitaba una copa y algo caliente en el estómago para contrarrestar el entumecimiento del resto de su cuerpo. Así que apuró el vaso e hizo un gesto para que se lo volvieran a llenar.

– ¿Hay alguna otra noticia? -preguntó. -Ninguna, señor -respondió Vespasiano al tiempo que servía más vino-. Sólo los detalles que le mandé a Camuloduno.

– Bueno, ¿y algún tipo de información que sea de utilidad? -continuó diciendo Plautio, esperanzado.

– Todavía no, pero tengo una cohorte a punto de regresar de patrulla por la frontera con los Durotriges. Tal vez ellos hayan reunido alguna información útil. Por lo visto se han topado con un pequeño problema cuando regresaban. He mandado a unas cuantas cohortes para que se ocupen de que vuelvan a casa sin ningún percance.

– Ah, sí. Ésa debía de ser la escaramuza que vi al otro extremo del campamento mientras nos acercábamos.

– Sí, señor.

– Que el comandante de la cohorte rinda informe inmediatamente en cuanto llegue al campamento. -El general frunció el ceño un momento con la mirada fija en las débiles espirales de vapor que se alzaban de la copa que tenía apretada entre las manos-. Verás, es que… tengo que saberlo cuanto antes.

– Sí, señor. Por supuesto. Vespasiano tomó asiento frente a su general y se hizo un silencio incómodo. Aulo Plautio había sido su oficial al mando durante casi un año y no estaba seguro de cómo reaccionar en un contexto más personal. Por primera vez desde que conocía a Plautio (comandante de las cuatro legiones y las doce unidades auxiliares a las que se les había encomendado la tarea de invadir y conquistar Britania), el general se estaba mostrando como un hombre normal y corriente, un marido y padre al que consumía la preocupación por su familia.

– ¿Señor? Plautio siguió con la mirada baja, golpeando suavemente con el dedo el borde de su copa.

Vespasiano tosió. -Señor.

El general levantó la vista con un parpadeo, cansado y desesperado.

– ¿Qué es lo que debo hacer, Vespasiano? ¿Qué harías tú? Vespasiano no respondió. No podía hacerlo. ¿Qué puede decir una persona cuando otra está en una situación difícil? Si los Druidas tuvieran retenidos a Flavia y Tito, no dudaba que su primer y más poderoso impulso sería coger un caballo e ir a buscarlos. Liberarlos o morir en el intento. Y si llegaba demasiado tarde para salvarlos, entonces descargaría su más terrible venganza sobre los Druidas y su gente hasta que lo mataran también a él. Porque, ¿qué era la vida sin Flavia y Tito, y sin el bebé que Flavia esperaba? Vespasiano se aclaró la garganta con incomodidad. Para distraerse de aquel hilo de pensamiento se levantó bruscamente y se dirigió a la portezuela de la tienda para ordenar con un grito que trajeran más vino. Cuando regresó a su asiento ya había recobrado la compostura, aunque por dentro estaba furioso por lo que él consideraba su debilidad. El sentimentalismo no le estaba permitido a un soldado raso; en un comandante de la legión equivalía a un crimen. ¿Y en un general? Vespasiano dirigió una mirada comedida a Plautio y se estremeció. Si alguien tan poderoso y de tan alta posición como el comandante del ejército tenía tantos problemas para ocultar su sufrimiento personal, ¿qué se podía esperar de alguien de menos valía?

Con un esfuerzo evidente Aulo Plautio salió de su introspección y cruzó la mirada con la del legado. El general frunció el entrecejo un instante, como si no fuera capaz de precisar el tiempo que había estado sumido en su propia desesperación. Entonces movió la cabeza enérgicamente.

– Tengo que hacer algo. Necesito disponer las cosas para hacer que rescaten a mi familia antes de que se acabe el tiempo. Tan sólo faltan veintitrés días para la fecha límite que fijaron los Druidas.

– Sí, señor -replicó Vespasiano, y formuló su siguiente pregunta con cuidado para evitar cualquier dejo de censura-. ¿Va a intercambiar los prisioneros Druidas por su esposa e hijos?

– No… al menos de momento. No hasta que haya intentado rescatar a mi familia. ¡No dejaré que un puñado de asesinos supersticiosos le impongan condiciones a Roma!

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