Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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– Lo siento, muchacho. -Trató de pensar en alguna falta que él o sus hombres pudieran haber cometido de forma involuntaria. Probablemente habían vuelto a sorprender a alguno de los reclutas haciendo sus necesidades en la letrina de los tribunos, pensó para sus adentros-. Dudo que estemos metidos en ningún problema serio, así que tranquilízate.

– Sí, señor.

El administrativo reapareció. Se quedó de pie a un lado de la lona de la tienda y la mantuvo abierta para que pasaran.

– De todos modos, muy pronto lo vamos a averiguar -masculló Macro al tiempo que se adelantaba. Una vez dentro arqueó las cejas al ver al general, igual que Hortensio había hecho antes que él. Luego se acercó a los oficiales superiores y se puso en posición de firmes. Cato, que al ser más joven carecía de la resistencia del veterano centurión, avanzó arrastrando los pies hasta situarse a su lado y se puso rígido, adoptando la postura apropiada como pudo. Macro saludó a su legado.

– El centurión Macro y el optio Cato a sus órdenes, señor. -Descansen -ordenó Plautio. El general les lanzó una mirada de desaprobación antes de volverse hacia Vespasiano-. ¿Éstos son los hombres de los que estábamos hablando?

– Sí, señor. Acaban de volver de patrulla. No los ha pillado en su mejor momento.

– Eso parece. Pero, ¿son tan de fiar como dices? Vespasiano movió la cabeza afirmativamente, incómodo por estar hablando de los dos soldados como si ellos no estuvieran presentes. Había notado que las personas de ascendencia aristocrática, como Aulo Plautio, tenían tendencia a considerar a las clases bajas como parte del decorado sin pararse a pensar ni por un momento lo humillante que era ser tratado de esa manera. El abuelo de Vespasiano había sido un centurión, igual que aquel hombre que estaba ante ellos, y fue únicamente gracias a las reformas sociales del emperador Augusto que las personas de más humilde linaje pudieron ascender hasta los más altos cargos de Roma. A su debido tiempo, Vespasiano y su hermano mayor, Sabino, tal vez se convirtieran en cónsules, la posición más elevada que podía alcanzar un senador. Pero los senadores de las familias más antiguas seguirían mirando a los Flavios por encima de sus distinguidos hombros y mascullando comentarios maliciosos entre ellos acerca de la falta de refinamiento de los arribistas.

– ¿Confías en ellos? -insistió Plautio.

– Sí, señor. Absolutamente. Si alguien puede hacer el trabajo son estos dos.

A pesar de su agotamiento, a Cato le picó la curiosidad y eso agudizó su concentración. Apenas pudo contener una mirada hacia su centurión. Fuera cual fuera ese «trabajo», provenía directamente de las altas esferas y tenía que ser una oportunidad para distinguirse y demostrarles a los demás soldados de la legión y, lo que era más importante, a sí mismo, que era digno del galón blanco de optio que llevaba en el hombro.

– Muy bien -dijo el general-. Entonces será mejor que los informes.

– Sí, señor. -Vespasiano puso en orden sus pensamientos rápidamente. Tal como estaban las cosas, la segunda tenía que desviar su ofensiva hacia el corazón del territorio de los Durotriges en lugar de apoyar la campaña principal al norte del Támesis. La preocupada mente de Vespasiano se veía atormentada por los peligros que aquello representaba para sí mismo y para sus hombres, a dos de los cuales debía mandar entonces a una muerte casi certera. Una muerte, además, a manos de los Druidas, que se asegurarían de causar el mayor tormento posible durante el proceso.

– Centurión, recordarás la muerte del prefecto de la flota, Valerio Maxentio, hace unos días.

– Sí, señor. -Quizá te acuerdes de las peticiones que le obligaron a hacer antes de asesinarlo.

– Sí, señor -repitió Macro, y Cato asintió con la cabeza, rememorando vívidamente la escena.

– Los rehenes que mencionó, los que se ofrecieron a cambio de los Druidas que capturamos en Camuloduno, son la esposa y los hijos del general Plautio.

Tanto Macro como Cato se quedaron estupefactos y no pudieron evitar dirigir la mirada al general. Estaba sentado con los ojos clavados en su regazo, completamente inmóvil. Cato vio los hombros caídos de cansancio y el rostro atribulado de aquel hombre. Por un momento sintió lástima del general hasta que lo vergonzoso de tal sentimiento lo incomodó. Cuando Aulo Plautio levantó la mirada y la cruzó con él fue como si intuyera que había revelado más cosas de sí mismo de las que debería. El general enderezó los hombros y se concentró en la elucidación del legado con una expresión severa y atenta.

– El general Plautio me ha autorizado para que mande a un pequeño grupo al territorio de los Durotriges para que busquen y, si se presenta la oportunidad, para que rescaten a su familia, a Pomponia y los dos niños, Julia y Elio. Se acuerda de la discreción con la que vosotros dos recuperasteis el arcón de la paga de César el año pasado y yo estoy de acuerdo con su elección para la tarea. -Vespasiano dejó que sus palabras hicieran mella-. Centurión, conozco tu valía, y el optio aquí presente no tiene necesidad de demostrarme nada más. No os voy a engañar, esta misión es más peligrosa que cualquier otra que os hayan podido encomendar hasta ahora. No os ordenaré que vayáis, pero no se me ocurren otros dos miembros de la legión con más probabilidades de realizar con éxito este cometido. La decisión es vuestra. Pero si lo lográis, el general y yo nos aseguraremos de recompensaros generosamente. ¿No es así, señor?

El general movió la cabeza afirmativamente. Macro frunció el ceño.

– Igual que nos recompensaron cuando recuperamos ese arcón…

– Ha mencionado un grupo pequeño, señor -lo interrumpió rápidamente Cato-. Imagino que el centurión y yo no vamos a estar solos en esto.

– No. Hay dos personas más, dos Britanos que conocen la zona. Os servirán de guías.

– Entiendo.

– Uno de ellos es una mujer -intervino el general-. Ella será vuestra intérprete. El otro fue un iniciado a druida, de la orden de la Luna Oscura.

– Igual que esos cabrones con los que nos tropezamos -dijo Macro-. ¿Cómo podemos estar seguros de que se puede confiar en él, señor?

– No sé si podemos fiarnos de él. Pero es la única persona que he encontrado que conoce bien la zona y que estaba dispuesta a guiar a los Romanos por territorio Durotrige. Es consciente de los riesgos. Si a él o a la mujer los descubren actuando al servicio de Roma, seguramente los matarán.

– A menos que quieran hacernos caer en una trampa, señor. Entregarles a los Druidas dos rehenes más para negociar.

Plautio se dirigió al centurión con una sonrisa forzada.

– Si estaban dispuestos a asesinar a un prefecto de la armada para reafirmar su postura, dudo que se molesten en tomar como rehenes a dos soldados de la tropa. Centurión, no te equivoques con esto, si el enemigo os captura lo mejor que podéis esperar es una muerte rápida.

– Si me lo plantea de esta forma, señor, no estoy seguro de que el muchacho y yo queramos presentarnos voluntarios para esta misión suya. Sería una completa locura.

Plautio no dijo nada, pero Cato se fijó en que agarraba los brazos de la silla con tanta fuerza que los tendones del brazo le sobresalían como nudosas varas de madera. Cuando se aplacó su furia, habló con voz forzada.

– Esto no es fácil para mí, centurión. Los Druidas retienen a mi familia… ¿Tú tienes familia?

– No, señor. La familia es un estorbo para un soldado.

– Comprendo. Entonces no puedes hacerte a la idea de lo mucho que me atormenta este asunto y lo degradante que es para mí tener que pediros a ti y al optio que los encontréis.

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