Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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Macro apretó fuertemente los labios para contener su respuesta instintiva. Luego su habitual calma bajo presión se reafirmó.

– ¿Permiso para hablar con franqueza, señor? El general entrecerró los ojos. -Depende de lo que quieras decir.

– Bien, señor. -Macro alzó la barbilla, se cuadró y permaneció quieto y en silencio.

– De acuerdo, centurión. Habla sin tapujos. -Gracias, señor. Comprendo perfectamente lo que nos está diciendo. -Su tono era crispado debido a la fatiga y al mal disimulado desprecio-. Está en un aprieto y quiere que yo y mi optio arriesguemos el pellejo por usted. Y como somos plebeyos somos prescindibles. ¿Qué posibilidades tenemos si vamos deambulando por territorio enemigo con una condenada mujer y uno de esos magos charlatanes? Nos está enviando a la muerte y usted lo sabe. Pero al menos habrá intentado hacer algo, y eso hará que se sienta mejor. Mientras tanto, al muchacho y a mí nos habrán cortado la cabeza o nos habrán quemado vivos. ¿Resume esto la situación… señor?

Cato palideció ante aquel inusitado arrebato y contempló con preocupación a los oficiales superiores. La expresión indignada del rostro de Vespasiano era mucho menos alarmante que el siniestro brillo que centelleaba en los ojos del general.

– ¡Yo me ofrezco voluntario, señor! -espetó Cato. Los otros tres se lo quedaron mirando sorprendidos, y su atención se desvió instantáneamente de la tensa confrontación que sólo podía haber terminado en un desastre para Macro. Cato se pasó rápidamente la lengua por los labios y asintió con la cabeza para confirmar sus palabras.

– ¿Tú? -el general arqueó las cejas. -Sí, señor. Déjeme ir. Lo haré lo mejor que pueda. -Optio -dijo Vespasiano-. No dudo de tu coraje y de tu inteligencia. Y tienes cierta inventiva. Eso no puedo negarlo. Pero creo que es demasiado pedir para una sola persona, -Que apenas es un hombre, además -añadió el general-. No voy a mandar a un niño a hacer el trabajo de un hombre.

– No soy ningún crío -replicó Cato con frialdad-. Hace más de un año que soy soldado. Ya me han condecorado una vez y he demostrado que se puede confiar en mí. Señor, si realmente piensa que casi no hay posibilidades de tener éxito en esta misión, entonces seguro que la pérdida de un solo soldado es mejor que la pérdida de dos o más, ¿no?

– No tienes que hacerlo -dijo Macro entre dientes.

– Señor, estoy decidido. Voy a ir.

Macro fulminó a Cato con la mirada. El chico estaba loco, completamente loco; sin duda fracasaría estrepitosamente al primer obstáculo. Imaginarse a Cato, sin lugar a dudas inteligente y valeroso pero que aún estaba un poco verde y pecaba de ingenuo, en manos de algún taimado Britano y su mujer llenó de consternación a Macro. ¡Maldito fuera el muchacho! ¡Maldito fuera! De ninguna manera podía dejar que el chico se las arreglara solo.

– ¡Muy bien, de acuerdo! -Macro se volvió de nuevo hacia el general-. Iré. Si tenemos que hacerlo, será mejor que lo hagamos como es debido.

– Gracias, centurión -dijo el general en voz baja--. Ya verás que no soy un desagradecido.

– Si es que regresamos. Plautio se limitó a encogerse de hombros. Antes de que la situación pudiera volver a degenerar, Vespasiano se puso en pie y gritó una orden para que trajeran más vino. Luego se situó entre su general y los dos soldados y señaló unos asientos que había a un lado de la tienda.

– Debéis de estar cansados. Sentaos y beberemos algo mientras mando avisar a nuestros exploradores Britanos. Ahora que habéis aceptado ir es mejor que los conozcáis. Queda poco tiempo, tan sólo faltan veintidós días para que se cumpla el plazo de los Druidas. Partiréis mañana al amanecer.

Macro y Cato fueron andando hasta los asientos y descansaron sus agotados cuerpos sobre los cómodos almohadones.

– ¿A qué demonios ha venido todo eso? -susurró Macro con enojo.

– ¿Señor?

– ¿Qué te he dicho yo sobre presentarse voluntario? ¿Es que no escuchas ni una puta palabra de lo que digo?

– ¿Y qué me dice del arcón de la paga, señor? Nos presentamos voluntarios para eso.

– ¡No, yo no lo hice, maldita sea! El maldito legado me dijo que lo hiciera. Pero ni siquiera él hubiera sido capaz de ordenarle hacer esto a nadie. ¿En qué jodida mierda nos has metido?

– Usted no tenía que presentarse voluntario, señor. Dije que iría solo. -Macro dio un resoplido de desprecio ante semejante idea y movió la cabeza con desesperación por la presteza con que su optio parecía aceptar la oportunidad de morir de forma macabra y solitaria en algún sombrío rincón de un campo bárbaro. Cato, por su parte, se preguntaba qué otra cosa habría podido hacer en tales circunstancias. El ejército Romano no toleraba la clase de insubordinación que Macro había manifestado… y nada menos que a un general. ¿Qué demonios le había pasado? Cato maldijo a su centurión y a sí mismo por igual. Él había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza y ahora sentía náuseas ante la perspectiva de aventurarse en el territorio de los Druidas, ante la certeza de su propia muerte. Aparte de eso sólo había una fría rabia dirigida a esa parte de él que había querido salvar al centurión de la ira de su general.

Un suave ruido áspero de cuero hizo que Cato levantara la vista. Un esclavo había entrado en la tienda con una bandeja de bronce en la que había seis copas y una jarra angosta, también de bronce, llena de vino tinto. El esclavo dejó la bandeja y, cuando Vespasiano le hizo una señal con la cabeza, llenó las copas sin derramar ni una gota. Cato lo estaba observando y por eso no vio entrar a los Britanos hasta que casi llegaron a la mesa. El antiguo iniciado druida era un individuo enorme y descollaba sobre los oficiales Romanos. A su lado había una mujer alta envuelta en una capa oscura cuya capucha echada hacia atrás revelaba un cabello pelirrojo peinado en apretadas trenzas. El general saludó con la cabeza y Vespasiano irguió los hombros de forma inconsciente al tiempo que miraba a la mujer con apreciación.

– ¡Me cago en la mar! -susurró Macro cuando la mujer se volvió un poco y le vieron la cara-. ¡Boadicea!

Ella oyó su nombre y los miró, poniendo unos ojos como platos a causa de la sorpresa. Su compañero también volvió la vista en la misma dirección.

– ¡Oh, no! -Cato retrocedió ante la fulminante mirada de aquel gigante-. ¡Prasutago!

CAPÍTULO XX

Cato se despertó con un persistente dolor de cabeza que le martilleaba la frente. Fuera era de noche y sólo una rendija apenas visible indicaba el lugar donde la portezuela de lona de la tienda se había bajado pero no atado. Sin saber la hora que era, cerró los ojos y trató de volver a dormirse. Fue inútil; pensamientos e imágenes se deslizaron de nuevo por los límites de su conciencia, negándose a no ser tomados en cuenta. Todavía no se había recuperado de las noches en blanco de marcha y combate y ya estaba a punto de embarcarse en aquella nueva y peligrosa empresa cuando debería estar descansando. A pesar de sus preocupaciones tras la larga reunión de la noche anterior, se había quedado dormido enseguida cuando se acurrucó bajo la manta. Los demás soldados de su sección ya estaban fuera de combate, con Fígulo que rezongaba para sí mismo en sueños como siempre.

Cuando los soldados de la sexta centuria se levantaran al amanecer, su centurión y su optio habrían abandonado el campamento. Ése sería el menor de los cambios en su mundo inmediato. Aquélla iba a ser la última mañana en la que se levantarían siendo compañeros de la misma unidad. La sexta centuria iba a desintegrarse y los hombres que aún la formaban serían repartidos por otras centurias de la cohorte para cubrir sus bajas.

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