Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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– Necesito veinte días. -¡Veinte! Eso es dejar muy poco margen.

– Reconozco que eso nos deja veinte días menos para encontrarlos, pero compare ese retraso con la pérdida de la legión. Además… -Por un momento a Vespasiano se le agolparon las ideas en la cabeza.

– ¿Además, qué?

El legado se apresuró a unir todas las piezas en su pensamiento antes de seguir hablando.

– Bueno, señor, tal vez la legión tarde veinte días en estar lista para ponerse en marcha, pero, ¿por qué esperar hasta entonces para empezar a buscar a su familia?

– No estoy de humor para pistas crípticas. Habla claro, legado, y mejor será que valga la pena.

– ¿Por qué no mandar a unos cuantos hombres a explorar los pueblos y fuertes mientras la legión se prepara para avanzar? Ese hombre que trajo consigo, el iniciado a druida. Usted dijo que conoce a los Durotriges. Él podría guiar al grupo e intentar descubrir dónde retienen a su familia. ¿Quién sabe? Puede que incluso logren rescatarlos ellos solos. No puede ser peor que tener a la segunda legión abriéndose camino a la fuerza por el campo; los Druidas se enterarían con mucha anticipación e irían trasladando a su familia de un lugar a otro. -Vespasiano hizo una pausa-. Probablemente no los recuperaríamos si nos basáramos en una estrategia tan burda. Si están retenidos en un fuerte y nosotros lo asediamos, lo más seguro es que los Druidas los maten antes que darnos la oportunidad de conseguirlo.

El general Plautio consideró la propuesta un momento.

– No me gusta. No puedo arriesgarme a que un puñado de soldados lleven a cabo un chapucero intento de rescate en medio de territorio enemigo. Es más probable que eso lleve al asesinato de mi familia más que otra cosa.

– No, señor -replicó Vespasiano con firmeza-. Yo diría que es nuestra gran oportunidad. Si su Britano realmente conoce el terreno que pisa y a sus gentes, tenemos muchas posibilidades de encontrar a los rehenes antes de que el enemigo se entere del avance de la segunda.

Plautio frunció el ceño.

– Tu gran oportunidad acaba de bajar a la categoría de muchas posibilidades.

– Mejor muchas que pocas o ninguna, señor.

– ¿Estás pensando en alguien para esta misión?

– No, señor -admitió Vespasiano-. No he previsto tantas cosas. Pero necesitamos a unos soldados con mucha iniciativa. Tendrán que ser personas de recursos, buenos en combate… si es que al final la cosa se reduce a eso…

Plautio alzó la vista. -¿Qué me dices del centurión que enviaste a recuperar el arcón de la paga del César poco después de desembarcar? Él y ese optio que tiene. Que yo recuerde lo hicieron muy bien.

– Sí, es cierto -reflexionó Vespasiano-. Muy bien, ya lo creo.

CAPÍTULO XIX

– ¡Vamos, bellezas soñolientas! -rugió el centurión Hortensio al tiempo que metía la cabeza en la tienda de Macro. Éste se hallaba profundamente dormido en su catre de campaña y roncaba con un profundo y grave retumbo. A un lado estaba Cato, desplomado sobre un escritorio en el que había estado recopilando los efectivos de la sexta centuria que habían regresado cuando la irresistible necesidad de descansar finalmente lo había vencido., Fuera, en la hilera de tiendas de la centuria, los soldados también estaban profundamente dormidos, y lo mismo ocurría con el resto de la cuarta cohorte; A excepción del centurión superior Hortensio. Tras ocuparse de los heridos y dar órdenes de que se preparara una comida caliente para la cohorte, se había ido a presentar su informe.

Estar en presencia no tan sólo del legado, sino también del comandante de todas las fuerzas Romanas en Britania, le sorprendió un poco. Cansado como estaba, Hortensio se cuadró y se quedó mirando rígidamente al frente mientras resumía la corta historia de la patrulla de la cuarta cohorte. Aportando los detalles estrictamente necesarios, sin aderezos, Hortensio dio el parte con la formal monotonía de un profesional con muchos años de servicio. Contestó a las preguntas con el mismo estilo.

Mientras rendía su informe, Hortensio tuvo la sensación de que, al parecer, el general quería mucho más de sus respuestas de lo que él podía proporcionar con ellas. El hombre parecía estar obsesionado hasta con los más pequeños detalles concernientes a los Druidas y se horrorizó cuando le contaron el asesinato de los prisioneros Druidas a manos de Diomedes.

– ¿Los mató a todos?

– Sí, señor.

– ¿Qué hicisteis con los cadáveres? -preguntó Vespasiano.

– Los arrojamos al pozo, señor, y luego lo rellenamos. No quería darles más excusas a sus amigos para que nos lo hicieran pasar mal.

– No, supongo que no -repuso Vespasiano al tiempo que le dirigía una rápida mirada al general. Las preguntas continuaron un rato más antes de que el general cediera y le señalara la puerta con un gesto brusco. A Vespasiano lo enojó el despreocupado modo en que el general había despedido al veterano centurión.

– Una última cosa, centurión -lo llamó Vespasiano. Hortensio se detuvo y se dio la vuelta.

– ¿Señor? -Hiciste un excelente trabajo. Dudo que haya muchos hombres que hubiesen podido dirigir la cohorte como tú lo hiciste.

El centurión inclinó levemente la cabeza como señal de reconocimiento ante aquel halago. Pero Vespasiano no estaba dispuesto a que el asunto quedara ahí. Puso mucho énfasis en sus siguientes palabras.

– Imagino que habrá algún tipo de distinción o galardón por tu comportamiento…

El general Plautio levantó la vista.

– Esto, sí… sí, por supuesto. Algún tipo de galardón.

– Muchas gracias, señor. -Hortensio dirigió la respuesta a su legado.

– En absoluto. Es algo bien merecido -dijo resueltamente Vespasiano-. Y ahora, una última cosa: ¿tendrías la gentileza de decirles al centurión Macro y a su optio que vengan a vernos? Enseguida, si eres tan amable.

Cato había sumergido la cabeza en un barril de agua helada para intentar estar más despierto frente a su legado y, cuando Macro y él entraron en la tienda de mando, ofrecía un aspecto lamentable. Tenía el cabello oscuro pegado a la frente y unas gotas de agua le bajaban por los lados de la nariz y goteaban dejando oscuras salpicaduras en su túnica. Macro lo miró de reojo y frunció el ceño, ajeno en gran medida a su propio aspecto. Desde que había regresado al campamento sólo se había quitado los correajes y la armadura y todavía llevaba puestas las mismas túnicas sucias, rotas y ensangrentadas de los tres últimos días de marcha y combate. Sus cortes superficiales y rasguños tampoco se habían vendado en absoluto; la sangre seca aún formaba una costra en sus brazos y piernas. El jefe administrativo del legado frunció el labio al verlos cuando se aproximaron a su escritorio situado en el exterior de la tienda de día del general; era muy poco probable que, a ojos de Plautio, esos dos hicieran mucho bien a la reputación de la legión. El administrativo añadió una nariz arrugada a su expresión de desagrado cuando los dos soldados se detuvieron ante él.

– ¿Centurión Macro? ¿No podía haberse presentado en condiciones más respetables, señor?

– Nos dijeron que viniéramos lo antes posible. -Sí, pero aun así… -El administrativo jefe miró con desaprobación a Cato, del que caían gotas peligrosamente cerca de sus papeles-. Al menos podrías haber dejado que primero se secara tu optio.

– Estamos aquí -dijo Macro, demasiado cansado para enfadarse con el administrativo-. Será mejor que se lo digas al legado.

El administrativo se levantó de su taburete.

– Esperen. -Se deslizó por la lona de la tienda y la volvió a cerrar a sus espaldas.

– ¿Tiene alguna idea de qué va todo esto, señor? -Cato se frotó los ojos; ya casi se le había pasado la refrescante impresión del agua fría.

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