Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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Se llevó la copa a los labios y bebió, apurando hasta la última gota, y luego la bajó de golpe. Boadicea esbozó una sonrisa burlona ante las escandalizadas expresiones del general y su legado. Aquél era un mundo alejado de las remilgadas pautas de comportamiento a las que estaban acostumbrados entre las mujeres Romanas de clase más alta.

Prasutago rezongó algo y le dio un suave codazo a Boadicea para que lo tradujera.

– Dice que el vino no está mal.

Vespasiano sonrió sin abrir la boca y se sentó.

– Muy bien, ya basta de formalidades. No disponemos de mucho tiempo. Centurión, daré las instrucciones a tu equipo con todo el detalle que pueda y luego os hará falta descansar. Tendré preparados unos caballos, armas y provisiones para que podáis salir del campamento antes de que amanezca. Es importante que nadie vea que tu grupo abandona la legión. Principalmente viajaréis por la noche y durante el día no os moveréis. Si por casualidad os tropezáis con alguien necesitaréis una historia que os sirva de tapadera. Lo mejor que podéis hacer es fingir que sois unos artistas ambulantes. Prasutago adoptará el papel de un luchador que se ofrecerá a enfrentarse por dinero a todos los que quieran. Ella se hará pasar por su mujer.

Vosotros dos vais a ser un par de esclavos griegos, unos ex soldados que compraron para proporcionarles protección en esta tierra salvaje. Las tribus del sur de Britania están acostumbradas a las idas y venidas de mercaderes, comerciantes y artistas.

Una imagen de las masacradas víctimas de la aldea incendiada le pasó fugazmente por la cabeza a Cato.

– Disculpe, señor, a juzgar por la manera en que tratan a los atrebates ¿qué le hace pensar que no nos matarán ya de entrada?

– Una convención tribal: nadie tira piedras sobre su propio tejado. Hay que asaltar por todos los medios a las demás tribus, pero no hay que ahuyentar el comercio exterior. Ése es el modo de actuar de todas las tribus de los confines del imperio. No obstante, haréis bien en tener cautela. Los Druidas son un elemento desconocido en todo esto. No sabemos lo que harán los Durotriges bajo su influencia. Prasutago es el que se encuentra en mejor situación de resolver cualquier circunstancia a la que os enfrentéis. Observadlo con atención y seguid su ejemplo.

– Yo lo observaré con muchísima atención -dijo Macro en voz baja.

– ¿De verdad cree que va a funcionar, señor? -preguntó Cato-. ¿Los Durotriges no desconfiarán un poco de los desconocidos ahora que hay un campamento Romano tan cerca de sus fronteras?

– Admito que esto no soportará un escrutinio demasiado prolongado, pero puede que os haga ganar tiempo en caso de que lo necesitéis. A Prasutago lo recordarán en algunos lugares, cosa que tendría que servir de algo. El optio y tú deberéis permanecer ocultos lo más lejos posible y dejar que Prasutago y Boadicea se acerquen a los Durotriges de cualquiera de los poblados que os encontréis. Ellos estarán atentos a las noticias que haya sobre mi familia. Seguid cualquier pista que tengáis durante el tiempo que haga falta y encontradles.

– Pensaba que sólo nos quedaban veintitantos días, señor, Antes de que finalice el trato de los Druidas.

Plautio le respondió. -Sí, es cierto. Pero en cuanto haya vencido el plazo y… y si sucede lo peor, me gustaría poder ofrecerles un funeral como es debido. Aunque todo lo que quede sean huesos y cenizas.

Una mano agarró a Cato por el hombro y lo sacudió de forma violenta. Sus ojos parpadearon hasta abrirse y su cuerpo se puso tenso con aquel brusco despertar.

– ¡Shhh! -siscó Macro en la oscuridad-. ¡No hagas ruido! Es hora de irse. ¿Tienes tu equipo?

Cato asintió con la cabeza y luego se dio cuenta de que aún estaba demasiado oscuro para que Macro pudiera verle.

– Sí, señor. -Bien. Entonces vámonos.

Aún cansado y reacio a abandonar el relativo calor de la tienda, Cato se estremeció al salir de ella con sigilo, llevando consigo el fardo que había preparado la noche anterior antes de acostarse. Envueltos en una túnica de repuesto estaban su cota de malla y su arnés de cuero junto con su espada y su daga. El casco, el escudo y todo lo demás lo recogería el personal del cuartel general, que lo guardaría hasta su regreso para evitar que se lo robaran. A Cato no le cabía la menor duda de que acabaría convirtiéndose en propiedad de otra persona en un futuro próximo.

Mientras seguía a Macro entre las oscuras hileras de tiendas en dirección a los establos, el miedo a lo que le aguardaba empezó a deshacer su determinación de llevar la misión a buen término. Estuvo tentado de tropezar a propósito con una cuerda tensora y caerse para fingir que se había torcido un tobillo. En la oscuridad podría pasar por una excusa creíble. Pero podía imaginarse las desdeñosas dudas que con seguridad albergarían, o expresarían, Macro y el legado. Aquella vergonzosa perspectiva le hizo descartar la idea y pisar con más cautela, no fuera a darse el caso de que sufriera un accidente de verdad. Además, no podía dejar que Macro anduviera dando tumbos por lo más profundo del territorio enemigo con Prasutago y Boadicea como única compañía. El guerrero Iceni lo tendría demasiado fácil para cortarle el cuello a Macro mientras durmiera. Pero no lo sería tanto si se turnaban para vigilarse unos a otros. No había ninguna manera de salir de aquella situación, concluyó con tristeza. Si Macro no hubiera sido tan grosero con el general él no hubiese tenido que intervenir. Ahora los dos iban camino del matadero, gracias a Macro.

Refunfuñando en silencio para sus adentros, Cato olvidó prestar atención a donde ponía los pies. Se le enganchó la espinilla con una cuerda tensora y cayó de cabeza con un grito agudo. Macro se dio la vuelta rápidamente.

– ¡Silencio! ¿Quieres despertar a todo el maldito campamento?

– Lo siento, señor -susurró Cato mientras trataba de volver a ponerse en pie sujetando el pesado fardo con ambos brazos.

– No me lo digas, ahora resulta que te has torcido el tobillo.

– ¡No, señor! ¡Claro que no! Alguien se movió en el interior de la tienda.

– ¿Quién anda ahí?

– Nadie -respondió Macro con brusquedad-. Vuelve a dormirte… Vamos, muchacho, y mira por donde pisas.

junto a la caballeriza, una tenue luz brillaba en el interior de la gran tienda en la que se almacenaban los arreos y las armas de la caballería. Cato siguió a Macro a través de la portezuela de lona bajo el pálido resplandor de una lámpara de aceite que había colgada. Prasutago, Boadicea y Vespasiano los esperaban allí.

– Será mejor que os cambiéis ahora mismo -dijo Vespasiano-. Vuestros caballos y bestias de carga están preparados.

Dejaron los fardos que llevaban y se desnudaron hasta quedarse en taparrabos. Bajo la curiosa mirada de Boadicea, Cato se apresuró a cubrirse con una túnica limpia y se colocó encima la cota de malla. Se puso el arnés' sujetó las vainas de la espada y de la daga y alargó la mano para coger su capa militar.

– ¡No! -Vespasiano interrumpió el gesto-. Ésa no. Poneos éstas. -Señaló un par de mugrientas capas de color marrón, muy gastadas y manchadas de barro-. Será mejor que no parezcáis un par de legionarios cuando lleguéis a territorio Durotrige. Y poneos también estas correas alrededor de la cabeza.

Les dio dos tiras de cuero que eran anchas por delante y se estrechaban en los extremos.

– Los griegos las llevan para sujetarse el cabello hacia atrás.

Vuestro corte de pelo militar os delata al instante, así que no os las quitéis, llevad siempre las capuchas y tal vez paséis por un par de griegos… de lejos. No intentéis entablar conversación con nadie.

– De acuerdo, señor. -Macro hizo una mueca al ver la correa y luego se la ató a la cabeza. Prasutago observaba a Macro mientras Boadicea sonreía a Cato:

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