Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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El garaje olía a pintura. Ahora la furgoneta era marrón y ya no tenía las letras en el costado. Mazi estaba sentado al volante, esperando. Mike ya se había ido. Eric llevó a Ben hasta la parte trasera.

– Tú y yo iremos detrás -le dijo-. Vamos a hacer un trato: yo no te ato y tú te quedas bien quieto y mantienes la boca cerrada. Si nos paramos en un semáforo o algo sí y te pones a chillar te aseguro que te callo para siempre y te meto en la bolsa. ¿Está claro?

– Sí, señor.

– Hablo en serio. Si pasa cualquier cosa, como que nos para la pasma, tú sonríes y que parezca que te lo estás pasando muy bien. Si cumples tu parte del trato, te llevo a casa. ¿Está claro?

– Sí, señor.

Ben habría dicho lo que hiciera falta; lo único que quería era regresar al lado de su madre.

Eric lo levantó, lo metió en la trasera de la furgoneta y cerró la puerta de ésta. La del garaje empezó a subir a trompicones cuando Mazi arrancó el motor. Eric habló por un móvil.

– Estamos saliendo.

Salieron a la calle dando marcha atrás y empezaron a descender por la colina. La furgoneta era una enorme caverna sin ventanas que sólo tenía dos asientos delante, una rueda de recambio, un rollo de cinta aislante industrial y unas alfombras. Eric se sentó encima de la rueda con el teléfono en el regazo y de un tirón colocó a su lado a Ben, que veía la calle por detrás de Mazi y Eric, pero poca cosa más. Se preguntó si sería verdad lo que habían contado por la noche sobre un hombre al que le habían cortado las piernas.

– ¿Adónde vamos?

– Te llevamos a casa. Pero primero tenemos que ver a un señor.

Ben se imaginó que le contaba aquello para que se portara bien. Miró hacia la puerta lateral de la furgoneta y decidió que si se le presentaba la oportunidad intentaría escapar. Cuando miró otra vez hacia adelante se dio cuenta de que Mazi lo observaba por el retrovisor.

– Éste quiere darse el piro -le dijo a Eric.

– Tranquilo, que va a portarse bien.

– Si vuelves a meter la pata, Mike te manda al otro barrio.

– Estos D-boys se lo toman todo demasiado en serio. Parece que todo sea como una ópera, joder. El chico va a portarse bien. ¿A que sí?

Ben se preguntó qué sería un D-boy y si Eric se refería a Mike.

– Sí, sí.

Mazi siguió mirando a Ben unos segundos más y después fijó la vista en la carretera.

Salieron de la zona de las colinas por una calle residencial que Ben no reconoció y se metieron en la autopista. Hacía muy buen día y el tráfico era fluido. Ben vio el edificio de Capitol Records y luego el cartel de Hollywood.

– Por aquí no se va a mi casa.

– Ya te he dicho que antes hemos de ver a alguien.

Ben echó otro vistazo a la puerta. Tenía dos hojas, cada una con su tirador, pero no vio nada que pareciera un cierre de seguridad. Miró de reojo a Mazi para ver si lo observaba, pero estaba concentrado en la carretera.

Los rascacielos del centro de Los Ángeles crecían en el parabrisas como jirafas apiñadas en la sabana africana. Mazi levantó la mano con los cinco dedos extendidos. Eric cogió el teléfono.

– Cinco minutos.

Tomaron lentamente por una rampa y salieron de la autopista.

Ben volvió a mirar la puerta. Seguramente iban a detenerse en un semáforo al llegar al final de la rampa. Si conseguía salir de la furgoneta, la gente de los coches lo vería. No creía que Eric fuera a pegarle un tiro. Sí que le perseguiría, pero aunque lo atrapara la gente de los coches llamaría a la policía. Ben tenía miedo, pero se decidió a hacerlo de todos modos. Sólo tenía que agarrar del tirador y empujar la puerta para abrirla.

La furgoneta redujo la velocidad al acercarse al final de la rampa. Ben empezó a acercarse a la puerta.

– Tranquilo -dijo Eric.

Estaban mirándole los dos. Eric le agarró el brazo.

– ¿Te crees que somos idiotas? Aquí mi amigo africano resulta que es telépata.

Mazi volvió de nuevo la vista hacia la calzada.

Giraron por una calle flanqueada de viejos almacenes y después cruzaron un puentecito a cuyos lados se alzaban más edificios cubiertos de grafitos y vallas de tela metálica. Ben no podía ver gran cosa porque tenía a Mazi delante, pero le dio la impresión de que los edificios estaban abandonados. La furgoneta se detuvo.

– El águila se ha posado -dijo Eric al teléfono móvil. Se quedó escuchando un instante y después lo apagó. Tiró de Ben para acercarlo a la puerta-. Voy a abrir, pero no vamos a salir, así que no te sulfures.

– Habías dicho que íbamos a mi casa.

Eric lo aferró con más fuerza.

– Sí, pero antes tenemos que hacer algo aquí. Cuando abra la puerta, vas a ver un par de coches. Mike está ahí fuera, con otro señor. No te pongas a gritar ni intentes escapar, o te desmayo de un golpe. El otro tío sólo quiere ver si estas bien. Si te comportas, dejaremos que te vayas con ese señor, que te llevará a tu casa. ¿Está todo claro?

– ¡Sí! ¡Quiero irme a mi casa!

– Vale, pues vamos allá.

Eric abrió la puerta de un empujón.

La repentina intensidad de la luz le hizo cerrar los ojos, pero Ben se quedó quieto y en silencio. Mike estaba con un hombre muy corpulento al que Ben no conocía, delante de dos coches que se hallaban a menos de tres metros de distancia. El hombre corpulento miró a Ben a los ojos y asintió, como si así quisiera dar a entender que no iba a pasarle nada malo. Mike estaba hablando con alguien por teléfono.

– Vale, está aquí -dijo, y le pasó el móvil a su acompañante, que hizo su informe.

– Lo tengo aquí delante. Está despierto y tiene buen aspecto.

Mike recuperó el teléfono y dijo:

– ¿Lo has oído? -Escuchó la respuesta y contestó-: Y ahora quiero que oigas otra cosa.

Se movió tan deprisa que Ben no comprendió lo que sucedía aunque vio cómo acercaba el cañón de una pistola a la sien del hombre corpulento y disparaba una vez. Ben dio un respingo al oír la repentina detonación. El hombre corpulento cayó hacia un lado, golpeó contra el coche y después fue a dar al suelo. Mike acercó el teléfono a la pistola y efectuó otro disparo. Ben se puso a gemir al notar una tremenda presión en el pecho y Eric lo apretó con fuerza contra su cuerpo.

Mike volvió a decir algo por el móvil:

– ¿Eso también lo has oído? Ese ruido significa que acabo de cargarme al gilipollas que me has mandado. Aquí no hay negociaciones ni segundas oportunidades, porque el tiempo es oro.

Apagó el teléfono y se lo metió en el bolsillo. Se acercó a la furgoneta. Ben intentó soltarse, pero Eric le tenía bien agarrado.

– ¿Va todo bien?

– Sí, tranquilo. Joder, tío, qué mala leche tienes. Vas muy en serio.

– Así lo han entendido.

Mike acarició el pelo de Ben en un inesperado gesto de cariño. El chico tenía la mirada fija en el cadáver, que iba hundiéndose en un charco rojo cada vez más extenso.

– No te preocupes, chaval-le dijo.

A continuación le quitó el zapato izquierdo. Eric lo levantó, lo sacó de la furgoneta, y, dejando atrás el cadáver, lo llevó hasta el asiento trasero del coche de Mike. Subió con él. Mazi ya estaba al volante. Arrancó y se alejaron de allí, dejando a Mike con el muerto.

Tercera Parte. UNA CARRERA POR LA SELVA

16

Tiempo desde la desaparición: 44 horas, 17 minutos

Nos apuntamos el segundo tanto cuando llevamos a la señora Luna hasta su furgoneta. Aunque Ramón Sánchez no pudo añadir nada a lo que ella nos había contado, el encargado de la parrilla, un adolescente que se llamaba Héctor Delarossa, recordaba la marca y el modelo de la furgoneta del fontanero.

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