Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Chen hizo como que la escuchaba, pero estaba más concentrado en las continuas sonrisas que la inspectora le dedicaba a Cole y en las palmaditas que le daba en el hombro.

Soltó un gruñido de resentimiento ahogado.

– De acuerdo, voy a registrarlo. Tengo que ir a buscar el maletín.

– Regístralo, pero nos lo llevamos directamente a Glendale. Quiero que busques a ver si hay pruebas.

Chen se quedó pensando que quizá Starkey había vuelto a beber.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora mismo.

– Pero si Bronstein está en camino…

– No quiero esperar a Bronstein. Hemos dado con algo importante, John. ¡Vamos a llevarlo a Glendale y a intentar sacar algo en limpio!

Chen se volvió hacia Cole en busca de apoyo, pero se encontró con la mirada perdida de un asesino psicópata. Tal vez estuvieran borrachos los dos, decidió.

– Sabes perfectamente que no podemos abandonar el escenario. Venga, Starkey, que si nos vamos dejamos todo esto sin vigilar, y ahí abajo hay un montón de pruebas que no servirían para nada en un JUICIO.

– Voy a arriesgarme.

– No vale la pena. El que la señora viera que el tipo tiraba un celofán está muy bien, pero quizá ni siquiera sea éste. Podría ser de cualquier otra persona.

Starkey se llevó a Chen a un lado para que no los oyera la señora Luna. Cole fue tras ellos.

– Eso no lo sabremos hasta que metamos las huellas en el sistema -dijo Starkey en voz baja.

– Es probable que no consigamos ninguna prueba. Yo sólo veo borrones. Y eso no significa que haya huellas, no es lo mismo.

A Chen no le hacía ninguna gracia quedar como un quejica, pero no quería dar su brazo a torcer. Dejar el escenario sin vigilancia era una violación flagrante de las normas de la DIC y del Departamento de Policía de Los Ángeles.

– Lo que hay ahí abajo en la pendiente no tiene ni de lejos la importancia de esto -argumentó Starkey-. Puede que no sea suyo, John, pero aunque sólo encuentres unos puntos es posible que lleguemos a saber su nombre, y eso nos serviría de mucho en la búsqueda del chaval.

– Ya mí me serviría de mucho en la búsqueda del despido, más que otra cosa.

Chen estaba preocupado. Starkey había hecho todo lo que estaba en su mano para acabar consigo misma y con su carrera después de la explosión del campamento de caravanas; la habían echado de la Brigada de Artificieros primero y del CCS después, y así había acabado metida en aquella Sección de Menores, un puesto de tercera. Tal vez estuviera intentando suicidarse, acabar con su vida de una vez por todas. Tal vez lo que quería era que la despidiesen. Chen se acercó para olerle el aliento. Starkey le apartó de un empujón.

– Joder, que no estoy bebiendo.

– John -intervino Cole.

Chen puso mala cara. Lo más seguro era que Cole amenazase con partirle la cara, con la ayuda de su socio, el tal Pike. Chen estaba convencido de que Cole se la tiraba. Y Pike seguramente también, claro.

– Me niego -insistió Chen.

– Si el envoltorio nos sirve de algo diremos que lo has encontrado tú -soltó Cole.

Starkey lo miró y acto seguido asintió.

– Sí, claro, si John quiere apuntarse el tanto, el mérito es todo suyo. Esto podría ser tu gran momento, tío; seguro que apareces en las noticias de la tele.

Chen sopesó las posibilidades. En otra ocasión las pistas que le habían pasado Pike y Cole le habían sido de gran utilidad. Había sacado un ascenso y el «coñomóvil», y había estado a punto de echar un polvo. Miró a la señora Luna para comprobar si los oía, y comprobó que se hallaba a una distancia prudencial.

– ¿Y no te importa perder las pruebas de abajo?

El busca de Starkey se puso a sonar otra vez, pero ella hizo caso omiso.

– A mí lo único que me importa es encontrar al chico. Lo que hay ahí abajo no sirve de nada si la información llega demasiado tarde.

Cole se quedó mirándola durante una eternidad y después se dirigió a Chen:

– Ayúdanos, John.

Chen lo meditó: sí, era una jugada arriesgada, pero las pistas de debajo del roble no servían para conseguir una identificación inmediata del sospechoso, y aquello quizá sí. No había muchas posibilidades, pero la esperanza no podía perderse. John, por ejemplo, esperaba salir en las noticias. Y, además, ayudar a que encontraran al chaval tampoco podía ser malo.

El busca de Starkey sonó de nuevo. Lo apagó. Chen se decidió.

– Voy a buscar mis cosas.

Starkey sonrió de oreja a oreja, algo que Chen no había visto nunca, y le puso la mano en el hombro a Cole. Y la dejó allí. Chen bajó corriendo por la ladera para recoger su maletín pensando que si aquella mujer seguía babeando así acabaría ahogándose en su propia saliva.

15

Testigo de un incidente

La noche anterior, al meter a Ben en casa después de pillarlo a punto de escaparse, Mike sacó un móvil de una bolsa de lona verde y se fue a otra habitación. Eric y Mazi obligaron al chico a sentarse en el suelo del salón. Cuando regresó, Mike le colocó el teléfono a pocos centímetros de la boca y Ben se dio cuenta de que debía de haber alguien al otro lado de la línea, escuchando.

– Di cómo te llamas y dónde vives -ordenó Mike.

Ben gritó con todas sus fuerzas:

– ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!

Eric le tapó la boca con una de sus manazas. A Ben le entró un miedo tremendo de que fueran a castigarlo por haber pedido auxilio, pero Mike se limitó a apagar el teléfono y a echarse a reír.

– Ha estado genial.

Eric le apretó la cara con fuerza a Ben. Aún estaba enfadado con éste por haberlo metido en un lío al intentar escaparse, por lo que tenía la cara tan roja como el pelo.

– Deja de berrear o te corto la cabeza.

– Qué manía tienes con lo de las cabezas -replicó Mike-. Lo ha hecho muy bien. Que se pusiera a pedir auxilio a gritos ha sido perfecto. Y deja de aplastarle la cara.

– ¿Quieres que lo oigan los vecinos?

Mike volvió a meter el teléfono en la bolsa y a continuación sacó un puro. Le quitó el celofán mientras observaba a Ben.

– Vas a dejar de chillar, ¿verdad, Ben?

El chico desistió de intentar liberarse. Tenía miedo, pero meneó la cabeza a modo de respuesta. Eric lo soltó.

– ¿A quién has llamado? -quiso saber Ben.

Mike no le hizo caso y le dijo a Eric:

– Llévatelo al dormitorio. Si empieza a chillar, mételo otra vez en la caja.

– No voy a gritar -prometió Ben-. ¿A quién has llamado? ¿A mi madre?

Mike no se lo dijo ni contestó ninguna otra pregunta suya. Eric lo encerró en un dormitorio vacío en el que habían clavado unas planchas enormes de conglomerado delante de las ventanas y le dijo que se durmiera, pero a Ben le resultaba imposible en aquel momento. Intentó arrancar las planchas de conglomerado, pero estaban muy bien clavadas. Se acurrucó contra la puerta y allí se pasó varias horas, intentando oír por la rendija que quedaba a la altura del suelo. Un par de veces, de madrugada, llegaron hasta él las risas de Eric y Mazi. Aguzó aún más el oído con la esperanza de enterarse de lo que iban a hacer con él, pero no lo mencionaron en ningún momento. Hablaban de África y de Afganistán y de un tío al que le habían cortado las piernas. Ben dejó de prestar atención y se escondió en un armario, donde pasó el resto de la noche.

A la mañana siguiente, tarde, Eric abrió la puerta.

– Venga, vamos, que te llevamos a casa.

Lo dijo así, sin más. Iban a soltarlo. Ben no se lo creía, pero tenía tantas ganas de irse con su madre que se comportó como si fuera cierto. Eric le hizo ir al lavabo y después lo condujo por toda la casa hasta el garaje. Se había puesto una camisa de cuadros holgada, que llevaba por fuera de los pantalones. Cuando estiró el brazo para abrir la puerta del garaje, la tela se tensó y Ben vio el bulto de una pistola en la parte baja de la espalda. El día anterior no la llevaba.

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