Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Starkey miró el terreno que la rodeaba y después se acuclilló para estudiarlo mejor.

– Estoy segura de que era ahí -afirmó la señora Luna.

Starkey puso una mano en el suelo para no perder el equilibrio y fue inspeccionando una zona cada vez más amplia.

– ¿A qué hora estuvieron aquí? -pregunté a la señora Luna en voz baja-. ¿A las ocho? ¿A las nueve?

– Eran más de las nueve. Yo diría que quizá las nueve y media. Teníamos que acabar los desayunos y ponemos a preparar la furgoneta para la comida.

A las nueve y media el calor seguramente había empezado a aumentar, y con él también habría subido una brisa procedente del fondo del cañón, como estaba sucediendo también en ese mismo instante.

– Starkey, mira a tu izquierda. La brisa debió de empujarlo todo hacia arriba, hacia tu izquierda.

Starkey se volvió hacia donde yo le indicaba. Avanzó un paso sin levantarse y después se volvió un poco más hacia la izquierda. Apartó ramitas de romero y malas hierbas y siguió avanzando, casi arrastrándose. Se movía tan lentamente que me dio la impresión de que caminaba por una balsa de miel. Cogió un puñado de tierra y dejó que se le escurriese entre los dedos, mirando cómo flotaba en la brisa. Siguió su rastro, más hacia la izquierda y hacia la parte exterior del arcén, y de repente se puso en pie, lentamente.

– ¿Qué? -pregunté.

La señora Luna y yo nos acercamos a toda prisa. Vimos el envoltorio de celofán de un puro atrapado entre unas malas hierbas secas. Estaba amarillento y cubierto de polvo. En su interior había una vitola roja y dorada. El viento podría haberlo arrastrado hasta allí desde cualquier parte, antes o después de que él llegase, pero también era posible que lo hubiera dejado nuestro hombre.

No lo tocamos. Ni siquiera nos acercamos. Nos quedamos allí de pie como si el peso de la luz fuera a hacerlo desaparecer, y entonces llamamos a John Chen a gritos.

Tiempo desde la desaparición: 43 horas, 56 minutos

Consejos de John Chen para enamorados

Lo primero que hizo John Chen fue marcar con banderitas las pisadas, la zonas de hierba aplastada detrás del roble y las áreas en las que había mayores concentraciones de bolitas de tabaco. No le pareció nada raro que el sospechoso se hubiera dedicado a escupir trozos de tabaco; dos años antes, por ejemplo, Chen había trabajado en una serie de robos de joyas perpetrados por un tipo apodado Fred Astaire. El tal Fred había dado golpes en mansiones de Hancock Park llevando un sombrero de copa, polainas y frac. Las cámaras ocultas de vigilancia de las casas lo habían grabado bailando elegantemente por las casas mientras se desplazaba de una habitación a otra. Fred era tan pintoresco que Los Angeles Times lo convirtió en un gallardo ladrón de guante blanco que escalaba paredes en la oscuridad, al estilo de Cary Grant en Atrapa a un ladrón, pero en realidad dejaba tarjetas de visita que el periódico se negaba a mencionar: en todas las casas, Fred se bajaba los pantalones y cagaba en el suelo. Una cosa bastante poco elegante, de hecho. Chen se había encargado meticulosamente de meter en bolsas, etiquetar, dibujar y analizar las heces de Fred procedentes de catorce robos distintos, así que unas cuantas bolas de tabaco y saliva no eran nada comparadas con la mierda de aquel ladrón de guante blanco.

Una vez colocadas las banderitas, Chen midió y dibujó la zona. Cada elemento considerado como prueba recibía un número de identificación, cada uno de los cuales se anotaba en el dibujo de modo que Chen, la policía y los fiscales tuvieran un registro preciso del lugar en el que se había hallado. Había que medirlo todo y anotar las medidas. Era una labor pesada y a Chen no le hizo gracia tener que encargarse solo de todo. La DIC iba a mandar a otra forense (la engreída Lorna Bronstem), pero podría tardar varias horas.

Starkey había estado ayudándolo hasta que Cole se la había llevado a la parte de arriba. Era una tía agradable. Chen la conocía desde que era artificiera y le hacía cierta gracia, aunque era flacucha y tenía cara de caballo.

Estaba planteándose pedirle que saliese con él.

John Chen pensaba muy a menudo en el sexo, y no sólo cuando miraba a Starkey. En realidad, pensaba en ello cuando estaba en casa, en los laboratorios e incluso conduciendo; clasificaba a todas las mujeres que veía según su atractivo sexual, y de inmediato desestimaba a cualquiera que quedara por debajo del listón (un listón que descendía cada vez más, porque tampoco estaban las cosas para ser exigentes) y la etiquetaba como «un cardo». Y además daba igual dónde estuviera: pensaba en el sexo en los homicidios, en los suicidios, en los tiroteos, en los apuñalamientos, en las agresiones, en las investigaciones de muertes por atropello y también en el depósito de cadáveres; se despertaba cada mañana obsesionado con el sexo y después echaba más leña al fuego mirando a aquella tía buena, la tal Katie Couric, que se le insinuaba desde la programación matinal. Después se iba a trabajar, y una vez allí hordas de macizas devorahombres avivaban las llamas. Estaban por todos los rincones de Los Ángeles: amas de casa de cuerpo firme y actrices ninfómanas recorrían las calles en su búsqueda interminable de carne masculina, y John Chen era EL ÚNICO hombre de toda la ciudad que se perdía el festín. Sí, claro, su Porsche Boxster plateado llamaba la atención (lo había comprado exclusivamente por ese motivo y lo llamaba el «coñomóvil»), pero cada vez que alguna mujer apartaba la vista de las elegantes curvas germanas de su bólido y se fijaba en aquel colgado, aquel cuatro ojos de metro noventa y sesenta kilos, apartaba la vista de inmediato. No era de extrañar que el pobre tuviera sus problemillas.

John dedicaba tanto tiempo a sus fantasías sexuales que a veces se le pasaba por la cabeza Ir al psiquiatra, pero bueno al fin y al cabo era mejor que pensar en la muerte.

Starkey no estaba exactamente entre las diez mujeres más espectaculares de su lista de preferidas, pero tampoco era un cardo. En una ocasión le había propuesto dar una vuelta en su Porsche y ella había contestado que sólo si la dejaba conducir. Lo tenía claro.

Sin embargo, con el tiempo John había empezado a pensar que quizá dejarla conducir no fuese tan mala idea.

Estaba planteándose esto seriamente cuando Starkey le pegó un berrido para que se reuniera con ella de inmediato.

– ¡Corre! -chilló-. ¡Venga,John, ven aquí!

La muy puta. Siempre tenía que estar al mando de la situación. Se encontró a Starkey y a Cole encorvado s sobre un montón de malas hierbas como un par de niños ilusionados con un tesoro enterrado. Los acompañaba una mujer latina, bajita y rechoncha, que debía de estar a punto de jubilarse. Chen la catalogó enseguida: un cardo.

– ¿Por qué me pegas esos gritos? Tengo trabajo.

– ¡No me contestes así y ven a ver esto!

Cole se puso en cuclillas para mostrarle algo que había entre las malas hierbas.

– Starkey ha encontrado el envoltorio de celofán de un puro. Creemos que es del secuestrador.

Chen se quitó las gafas para examinar la zona con detenimiento. Era algo humillante, pero necesario: parecía un gilipollas con la nariz casi pegada al suelo, pero quería ver el celofán con claridad. Le pareció que lo habían doblado dos veces. Dentro, aún estaba la vitola roja y dorada. El plástico mostraba cierto desgaste, pero la vitola aún no había perdido el brillo, lo que indicaba que apenas llevaba allí unos días; los tintes rojos perdían el color en poco tiempo. El celofán tenía algún borrón semienterrado bajo una fina capa de polvo.

Mientras Chen analizaba esas marcas, Starkey le contó que la señora Lurta había visto al sospechoso manipular un puro, aunque no había llegado a verlo quitar el envoltorio ni tirar éste.

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