Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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– Ah, sí, era una Ford Econoline del 67 de cuatro puertas, sin ventanas en la parte trasera y con los asientos originales. Tenía una grieta en el parabrisas, por la izquierda, marcas de óxido en los faros e iba sin tapacubos.

Le pedí que describiera a los dos individuos, pero no los recordaba.

– ¿Te fijaste en que los faros tenían manchas de óxido pero no puedes describir a los dos tíos?

– Es que es un modelo clásico, tío. Mi hermano Jesús y yo somos fans de las Econoline, ¿sabes? Estamos reparando una del 66. Hasta tenemos una página web. Tienes que verla.

Starkey llamó por teléfono para que incluyeran la marca y el modelo en el boletín de alerta y después nos fuimos hasta Glendale, cada uno con su coche, yo tras ella. Chen se había marchado un poco antes.

La División de Investigaciones Científicas del Departamento de Policía de Los Ángeles compartía sus dependencias con la Brigada de Artificieros en un complejo en constante crecimiento situado al norte de la autopista. Los edificios de escasa altura y el amplio aparcamiento me hicieron pensar en un instituto de enseñanza media de una zona residencial, aunque, evidentemente, en los aparcamientos de esos centros por lo general no se veían los Suburban de la Brigada de Artificieros ni policías vestidos con monos negros.

Aparcamos uno al lado del otro y después Starkey me llevó hasta el edificio blanco de la DI C. La furgoneta de Chen estaba fuera, junto a otras cuantas. Con un gesto Starkey nos abrió el paso por la recepción y después me condujo hasta un laboratorio donde había cuatro o cinco estaciones de trabajo agrupadas pero separadas por paredes de cristal. En cada una de aquellas jaulas de cristal vimos forenses y técnicos de laboratorio encaramados en taburetes o sillas giratorias. La atmósfera estaba cargada de una sustancia muy fuerte, quizás amoníaco, que me irritó los ojos.

Starkey entró pavoneándose.

– ¡Ya está aquí la colega! ¡Esta tía es la bomba!

Los técnicos sonrieron y la saludaron. Ella les hacía bromas como si fuera una vieja amiga de la universidad. No la había visto tan relajada y a gusto desde que nos habíamos conocido.

Chen se había puesto una bata blanca de laboratorio y guantes de goma y estaba trabajando cerca de una gran cámara de cristal. Al vemos se encogió como si intentara desaparecer dentro de la bata, e hizo un gesto a Starkey de que bajara la voz.

– ¡Joder, con tanto ruido sólo falta que me dibujes una diana en la frente! Se va a enterar todo el mundo de que hemos vuelto.

– Las paredes son de cristal, John; ya se han dado cuenta de que estás aquí. A ver qué has conseguido.

Chen había cortado el envoltorio de celofán a lo largo y lo había clavado con alfileres, plano, encima de una hoja de papel blanco. En la parte trasera de su mesa de laboratorio había una hilera de tarros con polvos de colores, junto a los que vi cuentagotas y frasquitos, rollos de cinta adhesiva transparente y tres de esos cepillitos que utilizan las mujeres para maquillarse. Un extremo del celofán estaba manchado de polvo blanco y tenía unas marquitas marrones. Se veía claramente el contorno de una huella dactilar, pero el interior estaba desdibujado y borroso. A mí me pareció bastante decente, pero Starkey puso mala cara al verla.

– Esto es una mierda. ¿Estás currando, John, o te preocupa tanto esconderte dentro de la bata que no tienes tiempo para tonterías?

Chen se encogió aún más. Si seguía así acabaría debajo de la mesa.

– Sólo hace quince minutos que me he puesto a ello. Quería ver si conseguía algo con el polvo o con la ninhidrina.

La mancha blanca era polvo de aluminio, y los puntitos marrones un producto químico llamado ninhidrina que reaccionaba con los aminoácidos que dejamos al tocar las cosas.

Starkey se inclinó para ver mejor y después lo miró con el entrecejo fruncido, como si lo considerase un idiota.

– Esto lleva varios días al sol. Ha pasado mucho tiempo y con el polvo ya no se pueden sacar latentes.

– Pero es que es la forma más rápida de conseguir una imagen para meterla en el sistema. Me ha parecido que valía la pena probar.

Starkey gruñó. Mientras se tratara de ganar tiempo se contentaba.

– No creo que la ninhidrina nos dé gran cosa.

– Demasiado polvo, y seguramente el sol ha estropeado los aminoácidos. He pensado que con eso sacaríamos algo, pero voy a tener que pegarlo.

– Mierda. ¿Cuánto vas a tardar?

– ¿Cómo que tienes que pegarlo? -intervine.

Chen me miró como si el idiota fuera yo. Estaba estableciéndose una jerarquía de gilipollas, y yo me había situado en el nivel inferior.

– ¿ Es que no sabes lo que es una huella dactilar?

– No hace falta que le sueltes un sermón -apuntó Starkey-. Limítate a pegarlo de una vez.

Chen se cabreó, como si le diera rabia perderse la oportunidad de demostrar lo mucho que sabía. Mientras iba trabajando explicaba lo que hacía: cada vez que se toca algo, se deja un depósito invisible de sudor, que está compuesto en su mayor parte de agua pero que también tiene aminoácidos, glucosa, ácido láctico y péptidos, lo que Chen denominaba «el residuo orgánico». En los casos en que esa materia conservaba la humedad, técnicas como la del polvo funcionaban, porque se pegaba al agua y con ello aparecían las espirales y dibujos de la huella dactilar. Sin embargo, cuando el agua se evaporaba sólo quedaba el residuo orgánico.

Chen quitó los alfileres y a continuación, valiéndose de unas pinzas, colocó el celofán en una especie de portaobjetos con la superficie externa hacia arriba que introdujo en la cámara de cristal.

– Hervimos un poco de pegamento extrafuerte en la cámara para que los vapores saturen la muestra, reaccionen con el residuo orgánico y dejen un rastro pegajoso de color blanco alrededor de las líneas de la huella.

– Los vapores son muy tóxicos. Por eso tiene que hacerla dentro de la cajita.

Me daba igual lo que estuviera haciendo o cómo lo hiciera, sólo me importaba conseguir resultados.

– ¿Y cuánto llevará todo eso?

– Es un proceso lento. Normalmente utilizo un calentador para hervirlo, pero si se fuerza la ebullición con un poco de hidróxido de sodio es más rápido.

Chen llenó de agua un vaso de laboratorio y después metió el líquido en la cámara, cerca del celofán. Vertió un producto etiquetado como metilcianoacrilato en una cápsula pequeña que también introdujo en el cámara. A continuación buscó una de las botellas de la mesa que contenía un líquido transparente que parecía agua.

– ¿Cuánto tiempo, John? -preguntó Starkey.

Chen no nos prestaba atención. Poco a poco fue echando el hidróxido de sodio en el pegamento y después selló la cámara. Ambas sustancias empezaron a burbujear al entrar en contacto, pero no hubo ninguna explosión ni salieron llamas. Chen encendió un ventilador pequeño que había dentro de la cámara y dio un paso atrás.

– ¿ Cuánto tiempo?

– Una hora. Quizá más. No lo sé. Tengo que ir echándole un ojo. No quiero que se acumule demasiado re activo y se estropeen las huellas.

Así pues, no había otra cosa que hacer más que esperar, y ni siquiera estábamos seguros de que fuera a encontrarse nada. En el vestíbulo había una máquina de refrescos. Yo me compré una Coca-Cola Light y Starkey un Sprite. Salimos a bebérnoslos fuera, para que ella pudiera fumar. En Glendale estaba todo muy tranquilo, con el muro bajo de las Verdugo por encima y la punta de las Santa Mónica por debajo. Estábamos en los estrechos, ese espacio angosto entre las montañas por el que se colaba el río Los Ángeles hasta la ciudad.

Starkey se sentó en el bordillo y yo me coloqué a su lado. Intenté imaginarme a Ben a salvo de todo peligro, pero sólo me venían a la cabeza fogonazos de sombras y ojos aterrados.

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