Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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– ¿Has llamado a Gittamon?

– ¿Para qué? ¿Para decirle que he dejado abandonado un escenario lleno de pruebas para venir con un tío que me han ordenado claramente que mantenga alejado del caso? Ése eres tú, por si hace falta la aclaración.

Le dio un toquecito al pitillo para que soltara la ceniza.

– Ya le llamaré cuando sepamos qué ha descubierto John. Me ha mandado varios avisos al busca, pero prefiero esperar.

– Oye, por cierto, quiero darte las gracias.

– No hace falta. Sólo me dedico a hacer mi trabajo.

– Mucha gente hace su trabajo, pero no todo el mundo se deja la piel en ello. Da igual lo que saquemos en limpio de todo esto: te debo una.

Le dio otra calada al cigarrillo y sonrió mirando por encima de los coches del aparcamiento.

– Te tomo la palabra, Cole.

– Tampoco me malinterpretes.

– Vaya, qué lastima.

Se metió otra pastilla blanca en la boca. Decidí cambiar de tema. Decidí hacerme el listo.

– Oye, Starkey, ¿eso que te metes son caramelos de menta o es que estabas enganchada a algo?

– Son antiácidos. Tengo problemas digestivos desde que me hice daño. Quedé hecha un asco por dentro.

Daño. Se había hecho daño. Así se refería a la explosión que la había hecho saltar por los aires, destrozada, y la había matado en un campamento de caravanas. Me sentí como un imbécil.

– Lo siento. No era asunto mío.

Se encogió de hombros y dejó caer el cigarrillo al suelo separando el índice y el pulgar.

– Esta mañana me has preguntado por qué no te había llevado la cinta.

– No tiene importancia. Es que me pareció raro que me la llevara aquel tío, y no tú. Me habías dicho que volverías.

– Tu 201 y tu 214 estaban en la bandeja de salida del fax. Me puse a leer mientras esperaba la copia de la grabación. Vi que habías recibido una herida.

– No fue cuando salí con la 5-2. Fue en otra misión.

Tendría que haber huido a Canadá para evitar el alistamiento. Así no habría sucedido nada de aquello.

– Sí, lo sé. Vi que te habían dado con fuego de mortero. Tenía curiosidad por saber qué te había sucedido, nada más. No me lo cuentes si no quieres. Ya sé que no guarda relación con este caso.

Encendió otro cigarrillo para ocultarse tras el movimiento, como si de repente le diera vergüenza que yo supiera por qué me lo preguntaba. Un proyectil de mortero era una bomba. En cierto modo, las bombas nos habían destrozado a los dos.

– No fue en absoluto como lo tuyo, Starkey, ni de lejos. Explotó algo a mi espalda y desperté debajo de unas hojas. Me dieron cuatro puntos y se acabó.

– Según el informe te sacaron veintiséis pedazos de metralla de la espalda y casi te desangras.

Subí y bajé las cejas como Groucho Marx.

– ¿Quieres ver las cicatrices, jovencita?

Starkey se echó a reír.

– Haces un Groucho que da pena -dijo.

– Pues tendrías que ver el Bogart que me sale. ¿Quieres oírlo?

– ¿Te apetece hablar de cicatrices? Porque si quieres te enseño las mías. Tengo alguna que te haría cagar mierda de color azul.

– Qué cosas tan bonitas dices.

Sonreímos y entonces los dos nos sentimos violentos a la vez. De repente ya no estábamos bromeando y había algo que no encajaba. Supongo que me cambió la cara. Los dos apartamos la mirada.

– No puedo tener hijos -soltó ella.

– Lo siento.

– No sé por qué acabo de decirte eso.

Ni ella ni yo sonreíamos ya. Nos quedamos allí, sentados en el aparcamiento, metiéndonos nuestras buenas dosis de cafeína y de nicotina en el caso de Starkey. De la Brigada de Artificieros salieron tres hombres y una mujer, que cruzaron el aparcamiento hasta un edificio de ladrillo visto que parecía un almacén. Artificieros. Llevaban monos negros y botas militares como las de los comandos de elite, pero iban charlando y riendo como cualquier persona normal. Seguramente también tenían familias y amigos como todo el mundo, pero cuando estaban de servicio se dedicaban a desarmar dispositivos que podían desmembrarlos mientras todos los demás se escondían detrás de algún muro y ellos solos se quedaban allí ante aquellos monstruos comprimidos en latas. Se me hizo difícil imaginarme qué clase de persona podía dedicarse a eso.

Me volví hacia Starkey y vi que estaba observándolos.

– ¿Por eso estás en Menores?

Asintió.

Ninguno de los dos dijo gran cosa después de aquello hasta que salió John Chen. Tenía las huellas.

Tiempo desde la desaparición: 47 horas, 04 minutos

Unos círculos blancos concéntricos cubrían el celofán formando manchas superpuestas. La gente no toca las cosas una sola vez y deja una huella limpia, sino que las manosea. Cogemos los lápices, las tazas, los volantes, los teléfonos y los envoltorios de celofán de los puros y levantamos y deslizamos los dedos, que se ajustan una y otra vez a su presa y dejan una huella encima de otra, formando capas confusas e inseparables.

Chen analizó el celofán con la ayuda de una lupa unida a un brazo flexible.

– Casi todo esto es insignificante, pero tenemos un par de dibujos claros que nos permiten trabajar.

– ¿Bastarán? -quise saber.

– Depende de cuántas líneas típicas consiga identificar y de lo que haya en el ordenador. Se verá mejor cuando haya añadido algo de color.

Acto seguido aplicó con un pincel un polvo azul marino en dos puntos del celofán y a continuación retiró el exceso mediante un bote de aire comprimido. Aparecieron dos huellas digitales azules que contrastaban con las manchas blancas. Chen se inclinó un poco más sobre la lupa y soltó un gruñido.

– Aquí tengo una curva doble muy clara; y en ésta, un arco elevado perfectamente limpio. Hay un par de islas. -Miró a Starkey y asintió-. Nos basta. Si está metido en el sistema, lo identificaremos.

Starkey colocó la mano en la espalda de Chen y le apretó el hombro.

– Fantástico, John.

Me dio la impresión de que Chen ronroneaba.

Colocó cinta adhesiva transparente sobre las huellas azules para levantarlas del celofán y después las pegó en un soporte de plástico transparente. Las situó en una mesa de luz y las fotografió con una cámara digital de alta resolución. Descargó las imágenes al ordenador y, con la ayuda de un programa de tratamiento de gráficos, las amplió y reorientó. Después rellenó un formulario de identificación de huellas dactilares del FBI que consistía básicamente en una lista de control de cada una de las huellas en la que había que ir marcando lo que Chen denominó «puntos característicos» según el tipo y la situación: el inicio o el final de una curva se llamaba línea típica; cuando se dividía en forma de Y se trataba de una bifurcación; una línea corta entre dos más largas era una isla, y cuando una se separaba para enseguida juntarse de nuevo se hablaba de ojo.

El Centro Nacional de Información Delictiva (CNID) y el Sistema Nacional de Telecomunicaciones de las Fuerzas del Orden (SNTFO) del FBI no comparaban imágenes para identificar una huella, sino listas de puntos característicos. La exactitud y la extensión de la lista determinaba el éxito de la búsqueda; por supuesto, siempre que hubiera en el sistema una huella reconocible que se correspondiera.

Chen dedicó casi veinte minutos a introducir los rasgos de las dos huellas en los formularios. Después apretó el botón de envío y se retrepó en la silla.

– ¿Y ahora? -pregunté.

– A esperar.

– ¿Cuánto suele tardar?

– Son ordenadores. Van deprisa.

El busca de Starkey volvió a sonar. Lo miró y una vez más lo devolvió al bolsillo.

– Gittamon.

– Tiene muchas ganas de pillarte.

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