Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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– Que se joda. Necesito un pitillo.

Starkey ya estaba volviéndose cuando el ordenador de Chen emitió un pitido. Tenía un correo electrónico.

– Vamos a ver-dijo Chen, preparándose.

Abrió el mensaje y el archivo se descargó automáticamente. Un logotipo que rezaba «CNID/Interpol» parpadeó en la pantalla sobre una serie de fotografías policiales de un hombre de ojos hundidos y cuello recio. Se llamaba Michael Fallon.

Chen tocó con el dedo la pantalla por encima de una serie de números que aparecía en la parte inferior de la ficha.

– Tenemos una concordancia del noventa y nueve por ciento en los doce puntos característicos. El celofán es suyo.

Starkey me pegó un codazo.

– ¿Qué? ¿Lo conoces?

– No lo he visto jamás.

Chen bajó por la barra de desplazamiento del documento para que pudiéramos leer los datos personales del individuo: cabello castaño, ojos pardos, uno ochenta de estatura, ochenta y seis kilos de peso. Su última residencia conocida estaba en Amsterdam, pero se desconocía su paradero habitual. Se lo buscaba por dos asesinatos no relacionados entre sí en Colombia y otros dos en El Salvador, y se lo acusaba, según la Ley internacional de crímenes de guerra de las Naciones Unidas, de asesinatos en masa, genocidios y torturas sucedidos en Sierra Leona. La Interpol advertía que debía tenerse en cuenta que iba armado y era sumamente peligroso.

– Joder-exclamó Starkey-. Es uno de esos chalados que andan sueltos por ahí.

Chen asintió.

– Lesiones. En esa gente siempre encuentran lesiones.

Fallon poseía amplia experiencia militar. Había pasado nueve años en el ejército, primero como paracaidista y después como ranger. Tenía cuatro años más de servicio, pero las actividades a las que se había dedicado durante ese tiempo constaban como «confidenciales».

– ¿Y eso qué demonios significa? -saltó Starkey.

Yo lo sabía, y sentí una enorme presión en el pecho que era algo más que miedo. Me di cuenta de cómo había conseguido el adiestramiento necesario para no dejar huellas tras vigilamos, moverse por la montaña y raptar a Ben. Yo había sido soldado, y de los buenos. Mike Fallon era mejor.

– Estuvo en la Delta Force.

– ¿Los antiterroristas? -preguntó Chen.

Starkey se quedó mirando las fotografías.

– Joder.

La Delta. Los D-boys. Los operadores. En la Delta los hombres se adiestraban para realizar operaciones muy duras y muy directas contra objetivos terroristas. Sólo reclutaban a los mejores. Eran los asesinos más preparados del mundo.

– Quizá todo este rollo del ejército se deba a que se obsesionó contigo cuando estaba de servicio -aventuró Starkey.

– No me conoce. Es demasiado joven, no pudo haber ido a Vietnam.

– ¿Y entonces?

N o tenía ni idea.

Seguimos leyendo. Tras dejar las fuerzas armadas, Fallon había aprovechado su experiencia para trabajar como soldado profesional en Nicaragua, Líbano, Somalia, Afganistán, Colombia, El Salvador, Bosnia y Sierra Leona. Michael Fallon era mercenario. Recordé que Lucy me había dicho en una ocasión: «Esto no es normal. Estas cosas no le pasan a la gente corriente.»

– De puta madre, Cole. No podías tener detrás un pirado de estar por casa. Tenías que buscarte un asesino profesional.

– No lo conozco, Starkey. Jamás he oído hablar de él. No conozco a nadie que se llame Fallon, y menos a nadie como este tipo..

– Pues, desde luego, él a ti sí que te conoce. John, ¿puedes imprimimos esto?

– Sí, claro.

– Hazme una copia a mí también -pedí-. Quiero enseñárselo a Lucy y después hablar con la gente de su barrio. Luego podemos volver a la obra. Cuando enseñas una foto a la gente todo resulta más sencillo. Un recuerdo da pie a otro.

– ¿Qué? -dijo Starkey con una sonrisa-. ¿Ahora somos compañeros?

En los minutos transcurridos entre la conversación que habíamos mantenido en el aparcamiento y la aparición de la ficha en la pantalla, mentalmente nos habíamos convertido en equipo. Como si ella no fuera policía y yo un hombre desesperado por encontrar a un chico desaparecido. Como si trabajáramos juntos.

– Ya me entiendes. Por fin tenemos algo con lo que trabajar. Podemos sacar mucho de esto. Podemos avanzar.

Starkey sonrió aún más y me dio una palmadita en la espalda.

– Tranquilo, Cole. A eso vamos. Y si te portas bien te dejo que me acompañes. Voy a meter esto en el boletín de alerta.

Starkey introdujo los datos y a continuación solicitó por teléfono información sobre Fallon a las delegaciones de Los Ángeles del FBI, el Servicio Secreto y la Oficina del Sheriff. Después nos fuimos a casa de Lucy. Los dos, en equipo.

El tramo de calle que discurría delante de la casa de Lucy estaba a rebosar con la limusina de Richard y dos coches patrulla, el de Gittamon y otro que llevaba las palabras «UNIDAD DE DESAPARICIONES» pintadas en el lateral. Gittamon abrió la puerta cuando llamamos. Se sorprendió al vemos y acto seguido se mostró enfadado. Miró a un lado y a otro y después nos habló en voz baja. En ningún momento soltó el pomo de la puerta, que mantuvo entrecerrada, como si estuviera escondiéndose.

– ¿Dónde te has metido? Me he pasado la mañana llamándote.

– Estaba trabajando -contestó Starkey-. Hemos encontrado algo, Dave. Ya sabemos quién ha secuestrado al chaval.

– Tendrías que habérmelo dicho. Tendrías que haberte puesto cuando te he llamado.

– Pero ¿qué pasa? ¿Por qué están aquí los de Desapariciones?

Gittamon miró hacia dentro de la casa y después abrió la puerta.

– Nos han echado, Carol. Los de Desapariciones se quedan el caso.

Tiempo desde la desaparición: 47 horas, 38 minutos

Richard se frotaba las manos nerviosamente. Tenía la ropa aún más arrugada que el día anterior, como si hubiera dormido vestido. Lucy estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas y Myers se había apoyado contra la pared del fondo. Era el único del grupo que tenía buena cara y no parecía cansado. Estaban escuchando a una mujer muy acicalada vestida con traje chaqueta oscuro y a su clon en versión masculina, que se habían sentado en sendas sillas llevadas desde el comedor. Lucy apartó la vista de ellos y la fijó en mí. No quería que me metiera en aquel asunto, pero allí me tenía, allí estaba yo empeorando las cosas.

Gittamon carraspeó. Se quedó en la entrada del salón como un crío al que el maestro acabara de echar un buen rapapolvo.

– Perdone, teniente. Han venido la inspectora Starkey y el señor Cole. Carol, éstos son la inspectora teniente Nora Lucas y el inspector sargento Ray Álvarez, de la Unidad de Desapariciones.

Lucas tenía una de esas caras de porcelana en miniatura sin una sola arruga, seguramente porque no había sonreído en la vida. Alvarez me estrechó la mano y la retuvo lo suficiente para dejar una cosa bien clara ante Gittamon.

– Yo creía que habíamos decidido que el señor Cole no iba a tomar parte en la investigación, sargento.

– Suélteme la mano, Alvarez -dije-, o verá lo que es tomar parte.

Me la apretó durante un instante más solamente para demostrarme que podía hacerla.

– En esa cinta se vierten acusaciones muy interesantes contra usted. Ya iremos hablando de ellas a medida que revisemos el caso.

Richard se pasó la mano por el pelo mientras se acercaba a la ventana. Parecía molesto.

– ¿Qué pueden hacer ustedes que no sea lo que ya se ha hecho? -preguntó dirigiéndose a Lucas y a Alvarez.

– Tienen más fuerza -dijo Myers.

Lucas asintió.

– Exacto. Vamos a dedicar todo el peso y la autoridad de la Unidad de Desapariciones a encontrar a su hijo, por no hablar de nuestra experiencia. Nuestro trabajo es encontrar personas.

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