Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Pike se arrepintió de haber llamado a aquel número. Le entraron ganas de que hubiera estado desactivado como los demás. Se planteó intentar buscar a otro, pero con los siete primeros teléfonos no había conseguido nada. Ben estaba esperándolo. Elvis también. El peso del sufrimiento de éstos lo mantuvo al teléfono.

– Venga, Pike, que no es sólo por lo de las llamadas. Hace diez años que no sé nada de ti. Si encuentro a alguien que haya tratado con él, tendré que dar la cara por ti.

En un rincón del salón de Pike había una fuente zen colocada sobre una mesita lacada en negro. Era un cuenco de reducidas dimensiones lleno de piedras y agua que borboteaba y producía el murmullo relajante de un arroyo de bosque. Pike se concentró en aquel arrullo. Le pareció sumamente pacífico.

– Ya sabías que era lo que tocaba, Pike. Por eso me has llamado. Te buscaré un trabajito, pero es lo que querías. Fallon no es lo único que buscas. Los dos sabemos qué quieres.

Pike observó el movimiento del agua de la fuentecita. Se planteó si el otro tenía razón.

– Muy bien.

– Dame tu teléfono. Te llamaré cuando tenga algo.

Pike le dictó el número de su móvil y después se desnudó. Se llevó el teléfono al baño para oído desde la ducha. Dejó que el agua caliente le golpeara la espalda y el hombro e hizo todo lo que pudo para poner la mente en blanco.

Cuarenta y seis minutos después sonó el teléfono. El consultor le dio un nombre y una dirección y le dijo que todo estaba arreglado.

18

Tiempo desde la desaparición: 48 horas, 09 minutos

Tenía dos mensajes esperándome en el contestador automático. Me animé al pensar que quizás habían llamado Joe o Starkey, o incluso Ben, pero uno era de Grace González, mi vecina, que se ofrecía para lo que hiciera falta, y el otro de la madre de CromJohnson, que me devolvía la llamada. No me sentí con fuerzas para hablar con ninguna de las dos.

Desde el porche vi que la furgoneta de Chen volvía a estar en la colina que se alzaba ante mi casa, junto con otra unidad de la DIC y un coche patrulla de Hollywood. Varios de los obreros se habían colocado junto a las furgonetas y observaban desde lo alto el trabajo de Chen y sus colegas en la ladera.

La gente normal recoge el correo cuando vuelve del trabajo, y eso fue precisamente lo que hice. La gente normal se toma un vaso de leche, se da una ducha y luego se cambia de ropa. También lo hice. Me sentía como un impostor.

Estaba comiéndome un bocadillo de pavo delante del televisor cuando sonó el teléfono. Lo agarré con ansia, convencido de que se trataba de Joe. Me equivoqué.

– Al habla Bill Stivic, del Departamento de Personal del Ejército en Saint Louis. ¿Está Elvis Cole, por favor?

El sargento mayor Bill Stivic, marine retirado. Me daba la impresión de que habían pasado semanas desde nuestra conversación, pero había sido aquella misma mañana.

Miré el reloj. No era horario de oficina para un funcionario de Saint Louis. Me llamaba después del trabajo.

– Hola, sargento mayor. Gracias por ponerse en contacto conmigo.

– No hay de qué. Me ha parecido que era muy importante para usted.

– Lo es.

– Vale, muy bien, voy a contarle qué tenemos. En primer lugar, como le he dicho esta mañana, cualquiera puede consultar el 214, pero nunca enviamos el 201 a nadie, a menos que sea por orden judicial o porque nos lo solicite un cuerpo policial. ¿Lo recuerda?

– Lo recuerdo.

– Los archivos indican que hemos enviado su expediente por fax a una inspectora de policía llamada Carol Starkey. Está en Los Ángeles, donde vive usted. Eso fue ayer.

– Sí, muy bien. Hoy he hablado con Starkey.

– Bien. Sólo ha habido otra petición relacionada con su expediente. Fue hace once semanas. Lo enviamos porque nos llegó una orden judicial expedida por un juez de Nueva Orleans, Rulon Lester.

– Un juez de Nueva Orleans -repetí.

– Eso es. Tanto el 201 como el214 fueron enviados a su oficina, en el edificio del Tribunal Superior del Estado de Nueva Orleans.

Otro callejón sin salida. Me acordé del modo en que Richard había agitado la carpeta. Desde luego, el muy cabrón no había escatimado esfuerzos para investigar mi pasado.

– ¿Y ésas son las dos únicas veces que se ha enviado mi expediente? ¿Está seguro de que no pueden habérselo mandado a nadie más?

– Seguro, sólo esas dos veces. Todas las peticiones de los últimos ocho años están archivadas.

– ¿Tiene usted el teléfono del juez, sargento mayor?

– No se guarda copia de la orden, sólo consta que se envió su expediente y el motivo. Sí que está el número de archivo del juzgado. ¿Lo quiere?

– Sí, por favor. Espere, que voy a buscar un bolígrafo.

Me lo dictó, junto con la fecha de la orden judicial y la del envío de mi expediente. Le agradecí su colaboración y colgué. Nueva Orleans tenía el mismo horario que Saint Louis, por lo que los juzgados estarían ya cerrados, pero quizá las oficinas seguían abiertas. Llamé a información de esa ciudad y conseguí los teléfonos del Tribunal Superior del Estado y del despacho del juez Lester. Richard vivía en Nueva Orleans y un juez de esa ciudad había solicitado mi ficha: la coincidencia era evidente, pero quería asegurarme.

Una mujer contestó a la primera llamada.

– Oficina del juez Lester -dijo con acento sureño.

Colgué. Lester no podía haber tenido ningún motivo legítimo para redactar una orden que obligara al ejército a enviarle mi expediente. Solamente podía haberlo hecho como favor a Richard o porque éste le había pagado, y ambas posibilidades implicaban un abuso de poder. Evidentemente, no iba a querer hablar conmigo del asunto.

Recapacité y volví a marcar el número.

– Oficina del juez Lester.

– Al habla Bill Stivic, del Departamento de Personal del Ejército en Saint Louis -dije, haciendo un esfuerzo por hablar como un hombre mayor del Sur-. Quería averiguar qué ha sido de un expediente que enviamos al juez en respuesta a una orden suya.

– El juez ya se ha marchado.

– Pues entonces estoy metido en un buen lío, guapa. He metido la pata hasta el fondo, porque ocurre que lo que os mandé fue el original, y no tenemos ninguna copia.

Resultaba fácil parecer desesperado.

– No sé si estoy en condiciones de ayudarlo, señor Stivic. Si el expediente se admite como prueba o como documentación para un caso no puede devolverse.

– No, si no quiero que me lo devuelvan. ¿Sabe qué pasa? Es que tendría que haber hecho una copia antes de mandárselo, pero, bueno, no sé dónde tengo la cabeza. Lo que le pido es que, si me lo encuentra, a lo mejor puede enviármelo por mensajero hoy mismo para que me llegue mañana por la mañana. Lo pagaré de mi bolsillo.

Parecer patético también era sencillo.

– Bueno, voy a echar un vistazo.

– Es usted un ángel, señorita. De verdad.

Le di la fecha y el número de archivo de la orden judicial de Lester y se fue a buscarlo. Permanecí a la espera. Volvió a ponerse al aparato al cabo de unos minutos.

– Lo siento, señor Stivic, pero ya no tenemos esa documentación. El juez se la envió a un tal Leland Myers. Era parte del procedimiento solicitado. Quizás en su oficina puedan hacerle una copia.

Dejé que me diera el número de Myers y después colgué. Pensé en la carpeta que Richard había soltado sobre la mesa cuando estábamos escuchando la cinta. Myers debía de haber llevado la investigación. Me pareció que aquello era un callejón sin salida y me desanimé. Fallon podía haber descubierto casi todo lo que sabía si había entrado en casa, y el resto, de mil formas distintas. A través de Stivic sólo había confirmado algo que ya sabía: que Richard me odiaba con todas sus fuerzas.

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