Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Cogí el bocadillo de pavo que había dejado ante el televisor, pero al momento lo tiré a la basura. Ya no me apetecía. Me dolía todo el cuerpo y me escocían los ojos debido a la falta de sueño. El peso de los dos últimos días se abalanzaba sobre mí como un mercancías al acercarse a un hombre atrapado entre los raíles. Quería tumbarme en el suelo y estirarme, pero no estaba seguro de poder levantar me después. Volvió a sanar el teléfono cuando estaba en la cocina, pero no quería cogerlo. Quería quedarme donde estaba y no volver a moverme jamás. Contesté. Era Starkey.

– ¡Cole! ¡Tenemos la furgoneta! ¡La ha encontrado Un coche patrulla en el centro de la ciudad! ¡Acaban de llamarnos!

Me gritó la dirección, pero hablaba can voz crispada, como si la noticia que acababa de darme no fuera buena. De repente se me pasaron todos los dolores. Era como si no hubieran existido.

– ¿Han encontrado a Ben?

– No lo sé. Ahora estoy sola. Los demás también van para allá. Sal de inmediato, Cole. Desde donde estás no tardarás en llegar.

Su tono de voz era patético.

– Joder, Starkey, dime qué ha pasado.

– Han encontrado un cadáver.

Se me cayó el teléfono de las manos. Se quedó casi flotando en el aire, dando vueltas, y tardó una eternidad en llegar al suelo. Para entonces yo ya me había ido.

Tiempo desde la desaparición: 48 horas, 25 minutos

La furgoneta había sido abandonada bajo un paso elevado en el canal del río, entre las vías del tren y la Cárcel del Condado de Los Angeles. Starkey esperaba dentro de su coche, junto a la puerta de una valla de tela metálica. Arrancó al verme llegar. Bajamos por una rampa que llevaba hasta el canal y aparcamos detrás de tres coches patrulla y dos de inspectores del Centro Parker. Los agentes de uniforme estaban a la sombra, en la base del paso elevado, con dos niños. Los inspectores acababan de llegar; dos de ellos estaban con los chavales y el tercero metía la cabeza en la furgoneta.

– Cole, espérate aquí hasta que haya visto qué ha pasado -me dijo Starkey.

– No seas idiota.

La habían pintado para cambiarle el aspecto, pero era una Ford Econoline del 67 de cuatro puertas con el parabrisas agrietado y óxido alrededor de los faros delanteros. La nueva capa de pintura era fina y la e y la eme de «Emilio» se veían como si fuesen sombras. La puerta del conductor y la izquierda de la parte trasera se encontraban abiertas. Un inspector de calva resplandeciente estaba mirando la parte de atrás. Starkey se me adelantó y fue a enseñarle la placa.

– Carol Starkey. Soy la que ha puesto el boletín de alerta. Nos han dicho que hay un cadáver.

– Ha sido una carnicería -contestó el inspector.

Le aparté para ver el interior. Starkey me agarró del brazo e intentó detenerme. Aguanté la respiración.

– Cole, por favor, deja que mire yo. Estate quieto.

Me deshice de ella y me di de bruces con él: un hombre de raza blanca, corpulento, vestido con un abrigo de sport y pantalones de pinzas, tumbado boca abajo con los dos brazos junto al cuerpo y una pierna cruzada por encima de la otra, como si le hubieran tirado contra el suelo o le hubieran entrado dándole vueltas. Se hallaba en medio de un charco de sangre. Le habían cortado la cabeza por encima del cuello y la habían apoyado contra una rueda de recambio colocada justo detrás del asiento delantero. La cara quedaba oculta. Unas moscas del desierto bien gordas cubrían el cadáver como abejas en un jardín sanguinolento. Ben no estaba en la furgoneta.

– Joder, le han cortado la cabeza -exclamó Starkey. El inspector asintió.

– Sí. Hay gente para todo.

– ¿Lo habéis identificado?

– No, aún no. Soy Tims, de Robos y Homicidios. Acabamos de llegar, así que el forense todavía no lo ha visto. Seguramente no tardará.

No podíamos tocar el cadáver hasta que el forense, que era el responsable de determinar la causa y la hora de la muerte, examinase la escena del crimen, por lo que de momento la policía debía limitarse a conservar intactas las pruebas.

– Estamos buscando a un niño -intervine.

– Aquí todo lo que había era un cadáver sin rastros de sangre que indiquen el lugar del asesinato. ¿Por qué preguntáis por un niño?

– Dos hombres que conducían esta furgoneta secuestraron a un chico de diez años hace dos días. Estamos buscándolo.

– Pues si tenéis algún sospechoso quiero los nombres.

Starkey le dio el nombre de Fallon y su descripción, junto con la del negro. Mientras Tims los volcaba en una libreta, le pregunté quién había abierto la furgoneta. Me hizo un gesto con la cabeza para señalar a los niños que estaban con los agentes de uniforme.

– Ésos de ahí. Han venido a pasar un rato en las rampas. Se dedican a subir y bajar una y otra vez. Han visto la sangre que goteaba y la han abierto. Por cómo sigue saliendo sangre por el lateral, ¿lo ves?, yo diría que la cosa tiene que haber pasado hace tres o cuatro horas como mucho.

– ¿Los ha registrado para ver si tenían la cartera del muerto? -preguntó Starkey.

– No ha hecho falta. ¿Le ves el culo en la parte en la que se le ha levantado el abrigo? Ahí está el bulto. La lleva aún en el bolsillo.

– Starkey -dije.

– Ya lo sé. Oye, Tims, si conseguimos saber dónde ha estado esta furgoneta o dais con alguna pista que tenga que ver con Fallon, nos servirá de mucho para encontrar al chico. Puede que el muerto haya tenido algo que ver en el secuestro. Necesitamos saber quién es.

Tims meneó la cabeza. Sabía qué le estaba pidiendo.

– Imposible. El forense viene para aquí. Está a punto de llegar. Miré a Starkey y después me dirigí a la puerta del conductor.

– No toques nada-ordenó Tims.

El charco de sangre había llegado hasta el asiento. Se veía una parte del cadáver, pero la cara permanecía oculta. Miré por debajo y alrededor de los asientos todo lo que pude sin tocar el vehículo, pero sólo vi sangre y la mugre que se acumula en los vehículos viejos.

Tims y Starkey seguían en la parte de atrás. Los otros dos inspectores y los agentes de uniforme estaban con los críos. Me subí y me colé por entre los dos asientos para llegar a la zona de carga. Olía como una carnicería en un día de pleno agosto.

Al verme, Tims se lanzó sobre las puertas traseras como si fuera a subir de un salto, pero no lo hizo.

– ¡Eh! ¡Sal de ahí! Starkey, ¡dile a tu compañero que baje ahora mismo!

Starkey se colocó delante de él y extendió los brazos hacia la puerta como si estuviera mirándome, aunque en realidad le bloqueaba el acceso a Tims impidiéndole sacarme. Uno de los inspectores y dos de los agentes se acercaron corriendo para ver por qué gritaba su compañero.

– Cole, ¿quieres hacer el favor de darte prisa?

Las moscas formaron un enjambre a mi alrededor, cabreadas por aquella intrusión. La sangre del suelo estaba pegajosa y parecía grasa recalentada. Le quité la cartera al muerto y le registré los bolsillos. Encontré unas llaves, un pañuelo, dos monedas de veinticinco centavos y una llave magnética de hotel. Era del Baitland Swift de Santa Mónica. También llevaba una sobaquera. Estaba vacía. Eché la cartera y las demás cosas en el asiento delantero y le di la vuelta a la cabeza. Tenía la piel amoratada y sucia. Las cervicales sobresalían de la carne como un pomo de mármol blanco y tenía el pelo pegado con coágulos de sangre; era un espectáculo obsceno, muy desagradable, y no quería estar tocando aquello. No quería estar allí rodeado de moscas y de sangre. Tims no paraba de gritar, pero su voz casi se había desvanecido, hasta convertirse en una mosca más que zumbaba por el aire caliente. Hice una pelota con el pañuelo y lo utilicé para enderezar la cabeza. Al girada me di cuenta de que estaba colocada encima de una zapatilla de atletismo K-Swiss negra. Era de niño.

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