Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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– Me tiene sin cuidado. Sube al coche.

Le metió en el asiento derecho de un empujón y se colocó al volante con la escopeta. La puerta del garaje se abrió y Mazi y Eric se alejaron. Ben vio que la pistola se alejaba con ellos, lista para disparar, con una bala en la recámara. Era como ver que la corriente se llevaba un salvavidas mientras uno se ahogaba.

Mike arrancó el motor.

– Tú quédate quieto y pórtate bien como antes y todo saldrá bien.

Colocó la escopeta en el suelo de modo que quedó apoyada entre sus piernas. Ben la miró. En casa tenía una escopeta Ithaca del calibre 20 y una vez había matado con ella un ánade real.

Se quedó mirándola fijamente y luego levantó la vista hacia su dueño.

– Sé disparar.

– Yo también -fue la respuesta de Mike.

El coche salió del garaje dando marcha atrás.

20

Tiempo desde la desaparición: 49 horas, 28 minutos

Pike me esperaba en uno de esos anónimos y anodinos bloques de oficinas que se alzaban por Downey y la Ciudad de la Industria, al sur del aeropuerto LAX; eran edificios baratos levantados por empresas aeroespaciales durante la escalada militar de los años sesenta. Tanto entonces como ahora estaban rodeados por aparcamientos repletos de coches de tamaño medio y fabricación americana conducidos por hombres vestidos con trajes oscuros mal cortados.

Cuando bajé del coche, Pike me escrutó con aquel hieratismo tan suyo.

– ¿Qué? -pregunte.

– Aquí hay un baño.

Me condujo hasta el vestíbulo. Entré en el lavabo de caballeros, abrí el grifo del agua caliente y dejé que corriera hasta que el vapor empañó el espejo. Seguía teniendo la sangre de DeNice pegada a las uñas y a las arrugas de la piel. Me lavé las manos y los brazos con un jabón verde y los metí bajo el grifo. Se me pusieron las manos rojas otra vez, casi tanto como cuando habían estado cubiertas de sangre, pero las mantuve bajo el chorro de agua hirviente, como si creyera que sólo quemándomelas conseguiría que quedasen limpias. Me las lavé dos veces y después me quité la camiseta y me limpié la cara y el cuello. Junté las manos y bebí algo. Después me miré en el espejo, pero mi rostro quedaba oculto tras la niebla. Volví al vestíbulo.

Subimos tres pisos por las escaleras y entramos en una sala de espera que olía a moqueta nueva. Unas letras de acero bruñido colgadas en la pared identificaban a la empresa: «THE RESNICK RESOURCE GROUP. Resolución de problemas y consultoría.»

Resolución de problemas.

Una jovencita nos sonrió desde una mesa empotrada en la pared.

– ¿Desean algo?

Era inglesa.

– Soy Joe Pike. Vengo a ver al señor Resnick. Éste es Elvis Cole.

– Ah, sí. Los esperábamos.

Por una puerta situada tras la recepcionista apareció un joven vestido con un terno. La sostuvo abierta para invitamos a pasar. Llevaba una bolsa de cuero negro en la mano.

– Buenas tardes, señores. Acompáñenme.

Pike y yo nos metimos en un pasillo. En cuanto hubo cerrado la puerta que daba a la recepción, el joven abrió la bolsa. Estaba en buena forma física y tenía la expresión profesional y complacida de un ejecutivo de nivel medio con buenas perspectivas. En la mano derecha llevaba un anillo de la Academia Naval de Annapolis.

– Soy Dale Rudolph, el ayudante del señor Resnick. Metan aquí las armas. Les serán devueltas a la salida.

– No voy armado -dije.

– Muy bien.

Pike metió su 357, una 25, la porra y un cuchillo de combate de doble filo. Rudolph no se inmutó, como si ver a un hombre desprenderse de sus armas fuera una actividad de lo más habitual. Bienvenidos a la vida en el Otro Mundo.

– ¿Eso es todo?

– Sí -respondió Pike.

– Muy bien. Pónganse firmes y levanten los brazos, por favor.

Era educado. En Annapolis enseñaban buenos modales. Rudolph nos pasó un detector de metales manual por el cuerpo y luego lo metió en la bolsa.

– Estupendo. Ya estamos listos.

Nos acompañó hasta una oficina espaciosa y bien iluminada que podría haber correspondido a un vendedor de seguros de vida si no hubiera sido por las fotografías de baterías de lanzacohetes, helicópteros artillados de combate rusos y carros blindados. Un hombre de cincuenta años largos con el pelo canoso rapado al estilo militar y la piel áspera rodeó su mesa para presentarse. Debía de ser un almirante o un general retirado con buenos contactos en el Pentágono, como casi todos aquellos sujetos.

– John Resnick. Eso es todo, Dale. Espera fuera, por favor.

– Sí, señor.

Resnick se sentó en el borde de la mesa, pero no nos invitó a acomodarnos.

– ¿Quién de los dos es Pike?

– Yo.

Resnick lo miró de arriba abajo.

– Nuestro amigo común habla muy bien de usted. El único motivo por el que he aceptado recibirlo ha sido la garantía que me ha dado.

Pike asintió.

– No me mencionó a otra persona.

Iba a identificarme como el acompañante de Pike, pero a veces tengo destellos de inteligencia y dejé que fuera él quien llevara la batuta.

– Si nuestro amigo común habló bien de mí, no debería haber problema -dijo Pike-. O valgo o no valgo.

Me pareció que a Resnick le gustaba la respuesta.

– Muy bien. A lo mejor alguna vez tendrá oportunidad de demostrar esa valía, pero habrá que dejarlo para más adelante. -Sabía lo que queríamos y fue directo al grano-. Hace un tiempo trabajé en una empresa militar privada de Londres. En una ocasión utilizamos a Fallon, pero no volvería a hacerla. Si lo que pretende es ofrecerle un trabajo, se lo desaconsejo.

– No queremos ofrecerle nada -intervine-, sólo encontrarlo. Fallon, con la ayuda de al menos un cómplice, ha secuestrado al hijo de mi novia.

Resnick, cuyo ojo izquierdo parpadeó con una tensión imprevista, me observó atentamente como si estuviera decidiendo si sabía de qué estaba hablando, y se irguió un poco.

– ¿Mike Fallon está en Los Ángeles?

– Sí -contesté, y repetí-: Ha raptado al hijo de mi novia.

El ojo izquierdo parpadeó más visiblemente y la tensión se extendió por todo el cuerpo de Resnick, que se encogió de hombros y dijo:

– Fallon es un hombre peligroso. Me parece increíble que esté en Los Ángeles o en cualquier otro punto del país, pero si es cierto que ha hecho lo que usted dice, deberían acudir a la policía.

– Ya lo hemos hecho. También están buscándolo.

– Sin los medios de los que dispongo -apuntó Pike-. Usted lo conoce. Lo que esperamos es que sepa cómo llegar hasta él o nos diga quién lo sabe.

Resnick observó a Pike y después se incorporó y rodeó la mesa para sentarse en su sillón. El sol poniente se reflejaba en los coches. Los aviones despegaban de LAX y se dirigían al oeste, rumbo al océano. Resnick se quedó mirándolos.

– De eso hace años. Michael Fallon está acusado de crímenes de guerra por las atrocidades que cometió en Sierra Leona. La última vez que supe algo acerca de él estaba viviendo en Suramérica, en Brasil, creo, o quizás en Colombia. Si supiera cómo encontrarlo, se lo habría dicho al Departamento de Justicia. Me parece increíble que haya tenido cojones para volver a Estados Unidos. -Miró otra vez a Pike-. Si lo encuentra, ¿piensa matarlo?

Lo dijo con la misma naturalidad con que podría haberle preguntado si le gustaba el fútbol.

Pike no contestó, de modo que yo lo hice por él:

– Sí. Si es el precio que nos pide por ayudamos, sí.

Pike me puso la mano en el brazo. Con un sutil movimiento de la cabeza me indicó que lo dejara.

– Si lo quiere muerto, es hombre muerto -añadí-. Si no, no.

A mí sólo me importa el chico. Para recuperado haría lo que fuera.

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