Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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– Porque así no sienten el dolor y luchan mejor.

Un guerrero alto bajó de un salto del camión y se colocó junto a los dos blancos. Llevaba una túnica de arpillera y pantalones anchos, pero no fue eso lo que llamó la atención de Ahbeba, sino su cara, tan cortada como un diamante pulido. En la parte superior del brazo se veían las mismas cicatrices que presentaban los otros hombres, pero a diferencia de éstos, también tenía la cara marcada; tenía tres cicatrices redondas que parecían ojos en cada mejilla y una tira de bultos similares a lo largo de la frente. En sus ojos resplandecía un calor que Ahbeba no comprendía, pero era de una belleza abrumadora, el hombre más apuesto y espléndido que había visto jamás. Y tenía porte de príncipe o, mejor dicho, de rey.

El hombre de la camisa negra arrastró al comandante Blood hasta el montón de cadáveres de surafricanos.

– Así es cómo se crea miedo -dijo.

Miró al guerrero africano alto, que con un gesto hizo bajar a sus hombres del camión. Saltaron al suelo, aullando como si estuvieran poseídos. No iban armados con escopetas y fusiles como el primer grupo de rebeldes, sino con machetes y hachas oxidados.

Se arremolinaron en torno a los cadáveres de los guardias surafricanos y comenzaron a decapitarlos frenéticamente y a arrojar las cabezas al pozo.

Ahbeba sollozaba y Ramal se tapaba los ojos. A su alrededor, las mujeres, los niños y los ancianos gemían. Ishina Kotay, una mujer fuerte y joven, madre de dos criaturas, que de pequeña había sido igual de rápida que cualquier chico del poblado, se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la selva. El hombre del pelo de fuego le pegó un tiro por la espalda.

Ahbeba notó que se mareaba, como si hubiera fumado majijo. Perdió la noción de lo que estaba sucediendo y vomitó. El mundo se convirtió en algo pequeño y confuso, con espacios vacíos entre momentos de tremenda claridad. El día había empezado con un desayuno de pasteles mientras los primeros rayos de sol acariciaban la sierra que dominaba el poblado. Su madre le había hablado de príncipes.

El comandante Blood disparó al aire y empezó a dar saltos y a aullar como los rebeldes. Los demás hombres también se pusieron a dar saltos, exaltados por la actividad fabril.

– ¡Ahora ya conocéis la ira del FRU! ¡Éste es el precio que pagáis por desafiarnos! ¡Vamos a llenar el pozo con vuestras cabezas!

El demonio blanco y el guerrero alto cubierto de cicatrices se volvieron y se quedaron mirando a los habitantes del poblado, que permanecían apiñados. Ahbeba notó que sus ojos recorrían su cuerpo como si pesaran.

El demonio blanco meneó la cabeza.

– Deja de saltar de un lado a otro como un mono. Si matas a esta gente, nadie se enterará de lo que ha sucedido aquí. Sólo los vivos pueden tenerte miedo. ¿Lo comprendes?

El comandante Blood dejó de brincar.

– Por eso hay que dejar a gente con vida.

– Exacto. Hay que dejar algo que asuste mortalmente a los demás mineros. Hay que dejar algo que tus enemigos no puedan negar.

El comandante Blood se acercó a los cuerpos decapitados de los guardias surafricanos.

– ¿ Qué sería más terrible que lo que acabamos de hacer?

– Esto.

El demonio blanco habló con el guerrero de las cicatrices en un idioma que Ahbeba no comprendía, y de inmediato los rebeldes enloquecidos por las drogas se abalanzaron contra la gente con las hachas y los machetes y cortaron las manos de todos los hombres, las mujeres y los niños del poblado.

Dejaron con vida a Ahbeba Danku y a los demás para que pudieran contar su historia.

Cuarta Parte. EL ÚLTIMO DETECTIVE

21

Tiempo desde la desaparición: 49 horas, 58 minutos

Llamé a Starkey desde el aparcamiento mientras Pike telefoneaba a información de San Gabriel. Contestó a la sexta llamada.

– Tengo dos nombres más para el boletín de alerta -dije-. ¿Seguís en el río?

– Con el numerito que tenemos aquí yo creo que no nos movemos en toda la noche. Espera, que voy a sacar un bolígrafo.

– El tío que vio la señora Luna con Fallon se llama Mazi Ibo.

– Se lo deletreé-. Colaboró con Fallon en África.

– ¿Cómo lo sabes?

– Pike ha encontrado a alguien que ha reconocido la descripción. En el SNTFO puedes conseguir una foto para que la señora Luna lo identifique. ¿Richard ha admitido lo del rescate?

– Sigue negándolo todo. Se largaron hará una hora, pero me parece que has dado en el clavo, Cole. El pobre tío estaba acojonado.

Pike bajó el teléfono y meneó la cabeza. Schilling no aparecía en el listín.

– Vale, te doy el otro nombre. No sé si guarda alguna relación con esto, pero puede que esté en contacto con ellos.

Le di el nombre de Schilling y le expliqué qué relación tenía con Ibo y Fallon.

– Espera. Voy al coche por la radio. Quiero incluir todo esto en el boletín de alerta.

– Tiene un apartado postal en San Gabriel. Acabamos de llamar a información de allí, pero su nombre no aparece. ¿Puedes encargarte tú?

– Sí. No cuelgues.

Pike me observó mientras esperaba al teléfono y al cabo de unos instantes volvió a negar con la cabeza. '

– No aparecerá con ningún nombre que conozcamos.

– Nunca se sabe. Podríamos tener suerte.

Pike leyó atentamente la dirección del apartado postal y después jugueteó con el papel, pensativo. Levantó la vista cuando Starkey volvía a ponerse al aparato.

– Por Eric Schilling no viene nada. Dame la dirección.

Le hice un gesto a Pike para que me diera el papel, pero se lo metió en el bolsillo, me arrebató el teléfono y lo apagó.

– Pero ¿qué haces?

– En la oficina postal habrá un contrato de cliente, pero Starkey necesitará una orden judicial para conseguirlo. A la hora que llegue toda esa gente el sitio ya estará cerrado. Habrá que buscar al dueño y esperar a que se presente. Tardarán una eternidad. Nosotros podemos hacerla más deprisa.

Comprendí lo que proponía Pike y acepté sin demora, como si fuese evidente que era lo más indicado y no hubiera lugar a debate. Yo había superado ya la etapa de las dudas y de la reflexión. Sólo funcionaba con la tecla de avance. Sólo funcionaba con la idea de encontrar a Ben.

Pike subió a su todo terreno y yo a mi coche, con la cabeza llena de las atrocidades que nos había contado Resnick. Seguía oyendo el zumbido de las moscas dentro de la furgoneta y notaba cómo se me estrellaban contra la cara borrachas de sangre. Me di cuenta de que no tenía la pistola encima. Estaba dentro de mi caja fuerte, a buen recaudo, porque Ben había ido a pasar unos días conmigo. De repente sentí una tremenda necesidad de llevar un arma.

– Joe -dije-. Me he dejado la pistola en casa.

Pike abrió la puerta delantera derecha de su coche y buscó algo debajo del salpicadero. Cogió un objeto negro y se me acercó con él pegado al muslo y cubierto con la mano para que no lo viera nadie que pasase por allí. Me lo entregó y regresó a su vehículo. Era una Sig Sauer de nueve milímetros metida en una funda negra de las que se cuelgan del cinturón. Me la coloqué en la cadera derecha, por debajo de la camiseta. Me había equivocado: no me daba sensación de seguridad.

La interestatal 10 recorría Los Ángeles de un extremo a otro como una goma elástica tensada al máximo; iba del mar al desierto y seguía avanzando. El tráfico era intenso, pero condujimos deprisa sirviéndonos del claxon y recorrimos la mitad del camino por el arcén.

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