– Debe de tener el contestador por ahí atrás.
Pike volvió hacia el pasillo.
– Lo he visto en el dormitorio. Me ocupo de eso y tú mira por aquí.
En la cocina había tantas botellas de Corona y de Orangina que parecía imposible que se las hubiera bebido una sola persona. También había platos sucios amontonados en el fregadero y el cubo de la basura repleto de cajas de comida para llevar. Llevaban tanto tiempo allí que olían a rancio. Vacié el contenido en el suelo y busqué los tiques de la compra. El más reciente era de hacía seis días. Los pedidos eran abundantes, excesivos para un hombre solo pero suficientes para tres.
– Han estado aquí, Joe.
– Ya lo sé. Ven a ver esto -me gritó desde el dormitorio. Pike estaba de rodillas ante un futón arrugado, que era lo único que podía formar parte de un hipotético mobiliario en aquella habitación. La puerta del armario empotrado estaba abierta; dentro no había casi nada. En el suelo, formando un montón, vi unas cuantas camisas y ropa interior sucia. Como el resto del piso, el dormitorio de Schilling daba sensación de vacío, como si fuera un escondite más que una casa. En el suelo, junto al futón, había un radiodespertador y un segundo teléfono inalámbrico digital con un contestador incorporado a la base.
– ¿Has encontrado algún mensaje?
– No hay nada. Sí que tiene algunas cartas, pero antes de mirarlas te he llamado.
Se puso a observar una hilera de fotografías colgadas con chinchetas en la pared, encima de la cama. Eran imágenes de muertos. Se trataba de gente de distintas razas. Algunos llevaban los restos hechos jirones de algún uniforme, mientras que otros estaban completamente desnudos. Habían muerto a tiros o destrozados por explosiones, aunque uno presentaba unas quemaduras horribles. En varias de las fotografías un pelirrojo que sonreía como un chico típicamente americano pero loco de atar posaba junto a los cadáveres. En dos de ellas un negro alto con marcas en la cara aparecía a su lado.
Pike dio unos golpecito s en una de ellas.
– Ibo. El pelirrojo debe de ser Schilling. Estas fotos no son sólo de Sierra Leona. Mira las víctimas. Esto podría ser Centroamérica. Y esto Bosnia.
En una de las fotografías el pelirrojo aparecía sosteniendo un brazo humano por el dedo meñique como si se tratara de un trofeo. Me entraron arcadas.
– Se han vuelto locos.
Pike asintió.
– Es lo que ha dicho Resnick: han prescindido de las reglas. Se han convertido en otra cosa.
– No veo a nadie que pueda ser Fallon.
– Fallon era de la Delta. Aunque esté loco, será lo bastante inteligente como para no dejar que le hagan fotos.
Me volví.
– Vamos a ver el correo -dije.
Pike había encontrado un montón de cartas sujetas con una goma elástica. Todas ellas estaban dirigidas a Eric Shear, a la dirección del apartado postal, y contenían extractos bancarios en los que aparecía un saldo de 6.123,18 dólares, cheques cancelados y las facturas telefónicas de los últimos dos meses. Casi todas las llamadas realizadas eran a números de la zona de Los Ángeles, pero había seis que destacaban como si estuvieran escritas con tinta fluorescente. Hacía tres semanas, Eric Schilling había llamado a un número internacional, de la ciudad salvadoreña de San Miguel, seis veces en cuatro días.
Miré a Pike.
– ¿Crees que será Fallon? Según Resnick estaba en Latinoamérica.
– Márcalo y lo veremos.
Cogí el teléfono de Schilling, lo observé bien y apreté el botón de re llamada. Empezó a sonar, pero contestó una chica dicharachera que dijo el nombre de una pizzería. Colgué y seguí estudiando el aparato. A veces los teléfonos digitales almacenaban las llamadas salientes y entrantes, pero el de Schilling no lo hacía. Marqué el número de El Salvador que aparecía en su factura. La conexión internacional produjo un silbido lejano al rebotar en el satélite y después escuché la primera llamada. Hubo una segunda, tras la cual se conectó una grabación. «Ya sabes de qué va esto. Dime algo.»
Sentí el mismo hormigueo helado que me había invadido aquel primer día en la ladera de mi casa, pero con una rabia que bullía a su alrededor como una niebla. Colgué. Era el hombre que me había llamado la noche en que habían secuestrado a Ben, el que había dejado su voz grabada en la cinta de Lucy.
– Tiene que ser él. Reconozco la voz.
Pike torció la boca.
– Starkey se va a quedar encantada. Va a empapelar a un criminal de guerra.,
Volví a observar las fotografías. Jamás había visto a Schilling ni a ninguna de las personas que aparecían en ellas, tampoco a Fallon. Nadie tenía nada que ver conmigo; no tenían ningún motivo para estar en Los Ángeles ni para saber nada de mí. Había miles de niños con padres más ricos que Richard, pero habían secuestrado a Ben. Habían intentado que pareciera que el móvil era vengarse de mí, pero luego, casi con toda seguridad, habían empezado a extorsionar a Richard para sacarle un rescate, aunque él lo negara. Invariablemente, los secuestradores prohíben acudir a la policía, y el miedo de Richard era comprensible, pero se trataba de lo único que tenía sentido. Las piezas del rompecabezas no encajaban; era como si correspondiesen a puzzles distintos y, por mucho que intentase reconstruir la imagen que debían formar, me resultaba imposible.
Le dimos la vuelta al futón y miramos entre las sábanas, pero no encontramos nada más. Me metí en el baño. Había un montón de revistas junto al inodoro. La papelera estaba llena a rebosar de pañuelos de papel, bastoncitos para las orejas y tubos de papel higiénico de cartón, pero sobresalían varias hojas blancas. La volqué. Cayó al suelo una fotocopia de mi expediente 201.
– Joe. Schilling tiene mi ficha.
Pike se colocó a mi lado. Repasé las páginas con una sensación de atontamiento que enlentecía mis movimientos. Después se las pasé a Joe.
– Las dos únicas personas que tenían copia de esto eran Starkey y Myers, que consiguió que un juez de Nueva Orleans pidiera mi ficha para Richard. Nadie más podía tenerla.
Las piezas del rompecabezas iban encajando como hojas que se posaban en el fondo de una piscina. La imagen que formaban era borrosa, pero empezaba a cobrar forma.
Pike echó un vistazo a los papeles que le daba.
– ¿Myers la tenía?
– Sí. Myers y Starkey.
Pike inclinó la cabeza. Se le ensombreció el gesto.
– ¿Y cómo iba a conocerlos Myers?
– Myers lleva la seguridad de la empresa de Richard. Resnick ha dicho que Schilling lo llamó porque estaba buscando un trabajito. A lo mejor se lo dio Myers. Si conocía a Schilling, puede que los otros hayan llegado a esto a través de él.
Pike volvió a mirar los papeles y luego meneó la cabeza. Seguía sin comprender.
– Pero, a ver, ¿por qué iba Myers a darles tu ficha?
– A lo mejor el rapto de Ben fue idea suya.
– ¡Joder!
– Myers podía enterarse de cualquier cosa de la vida de Richard. Había oído hablar de lo mío con Lucy y sabía que Ben y ella estaban aquí, y que Richard estaba preocupado. Fallon y Schilling no podían haber sabido nada de eso, pero Myers estaba al corriente de todo. Seguro que Richard se pasaba el día quejándose del peligro que corrían por estar conmigo, así que tal vez a Myers se le ocurrió que podía aprovechar la paranoia de Richard para sacarle dinero.
– Montar un secuestro y luego controlar la jugada desde dentro para conseguir que pague.
– Exacto.
Pike volvió a menear la cabeza.
– No se sostiene demasiado bien.
– ¿Cómo iban a conseguir mi ficha, si no? Y ¿por qué elegir a Ben como víctima y hacer ver que yo era el motivo de todo?
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