Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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– Sondra, he de pedirte un favor que va a parecerte extraño y no tengo tiempo de…

Se detuvo. Escuchó y por fin asintió.

– Gracias, cariño. Vale, mira, voy a darte tres nombres y tengo que saber si alguna vez han estado en nómina en la empresa. ¿Puedes consultarlo desde casa?

– Centroamérica -la interrumpí-. A lo largo del último año.

Lucy asintió.

– Habrían trabajado en el extranjero, probablemente en Centroamérica en algún momento del último año. Los habría contratado Myers. No, no tengo los números de la Seguridad Social, sólo los nombres. Sí, ya me imagino que será más difícil. Lo entiendo.

Lucy le dictó los nombres y después le preguntó si podía hacernos llegar una lista de todas las llamadas que hubiera hecho Myers a Los Ángeles y a El Salvador. Lucy frunció el entrecejo al escuchar la respuesta, le pidió que esperase un momento y tapó la bocina con la mano.

– Si no podemos decirle cuándo fue -me informó-, quizá tenga que revisar miles de llamadas. Cada día llaman cientos de veces al extranjero.

– A ver si puede buscar por números concretos -dije.

Lucy se lo preguntó y volvió a tapar el teléfono.

– Sí, sí que puede, pero tendrá que hacerlo por período de facturación. Supongo que tienen la base de datos organizada así.

Busqué en las facturas los cuatro días en que Schilling había llamado a El Salvador. Myers tenía que haber participado en la organización.

– Pídele que mire el período que corresponda a estos cuatro días. Si no consigue nada, que mire el anterior.

Lucy le dio el teléfono de Schilling y el de Fallon en San Miguel, además de las fechas. Después, se recostó sin apartar el teléfono de la oreja y se dispuso a esperar.

– Está en ello.

– Vale.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro. Lucy esbozó una sonrisa, y yo también. Me daba la impresión de que la tirantez que había habido entre nosotros se había disipado en parte al colaborar en la búsqueda de Ben, como si volviéramos a ser uno solo y no dos, y en aquel momento fue como si se me calmara el corazón. Pero entonces volvió a arrugar la frente y se tensó de una forma que la hizo inclinarse hacia adelante.

– Perdona, Sondra, ¿qué has dicho?

– ¿Qué? -pregunté.

Levantó la mano para hacerme callar. Meneaba la cabeza como si no comprendiera lo que estaba escuchando, pero entonces me di cuenta de que lo que sucedía era que se negaba a comprenderlo.

– ¿Qué dice? -quise saber.

– Ha encontrado once llamadas al número de San Miguel; ninguna al de Los Ángeles, pero once al de San Miguel. Myers sólo hizo cuatro. Las demás las hizo Richard.

– No puede ser. Tiene que haber llamado Myers. Será que lo hizo desde el teléfono de Richard.

Lucy sacudió la cabeza como si estuviera atontada.

– No proceden de su despacho. La empresa también paga su teléfono particular. Richard llamó a San Miguel desde su casa.

– ¿Puede imprimir la lista de llamadas?

Lucy se lo preguntó en un tono monocorde, mecánico.

– Sí.

– Pues que nos haga una copia.

Se la pidió.

– Dile que nos la mande por fax -indiqué.

Le dio su número de fax a Sondra y le pidió que la mandara. Su voz sonaba distante, como la de una niñita perdida en el bosque.

La lista de llamadas apareció por el fax de Lucy al cabo de unos minutos. Nos colocamos sobre el aparato como si fuera una bola de cristal y esperásemos ver el futuro.

Lucy la leyó mientras me cogía con fuerza de la mano. Se dio cuenta ella misma. Repitió en voz alta el número de la casa de Richard.

– Pero ¿qué ha hecho? Dios mío, ¿qué ha hecho?

Me había equivocado en todo. Richard tenía tanto miedo de que a Ben o a Lucy les pasara algo por mi culpa que lo había provocado él mismo. Había organizado el falso secuestro de su propio hijo para poder echarme las culpas. Quería que Lucy entrara en razón. Quería alejarnos para salvarla, y en ese empeño había recurrido a gente capaz de cualquier cosa: Fallon, Ibo y Schilling. Probablemente no,sabía quiénes eran ni qué habían hecho hasta que Starkey y yo habíamos conseguido la ficha de la Interpol. Me imaginé que Myers lo había ayudado a prepararlo todo. Sin embargo, una vez que había tenido a Ben en su poder, Fallon lo había traicionado y de repente Richard había quedado atrapado entre dos fuegos.

– Ay, Dios mío, ¿qué ha hecho?

Richard había provocado el secuestro de Ben.

Recogí y el fax y los demás papeles y cogí a Lucy de la mano.

– Ahora sí que tenemos que ir a ver a Richard. Voy a traértelo a casa, Luce. Voy a devolverte a Ben.

Bajamos las escaleras juntos, nos metimos en el coche y nos fuimos al hotel de Richard.

Tiempo desde la desaparición: 52 horas, 21 minutos

El hotel Beverly Hills era una mole rosada que se extendía a lo largo de Sunset Boulevard donde Benedict Canyon desembocaba en Beverly Hills. En aquella zona vivían algunas de las personas más ricas del mundo, y aquel palacio rosa encajaba bien en su púlpito, una pequeña colina sobre la que se había posado como la gran joya del estilo mission revival. Las estrellas de cine y los jeques de Oriente Próximo se sentían a gusto alojados tras sus cuidadas paredes; supuse que Richard también estaría en su ambiente. El alquiler de su bungaló costaba dos mil dólares por noche.

Lucy sabía su número de habitación. De los tres era la única que no desentonaba en el hotel. Yo tenía el aspecto de un loco y Pike sencillamente parecía Pike. Cruzamos el vestíbulo y seguimos un camino serpenteante que atravesaba unos verdes jardines que olían a jazmín. Ben podía estar en cualquier parte, pero Richard sabíamos con seguridad que estaba allí; Myers había contestado la llamada, lo que significaba que Fallon aún tenía a Ben y que Richard seguía intentando recuperarlo a golpe de talonario.

– ¿Cómo quieres que lo hagamos? -preguntó Pike.

– Ya sabes lo que voy a hacer.

– ¿Delante de Lucy?

– No tienes elección -intervino ella.

Los bungalós que salpicaban el camino eran caros porque garantizaban la intimidad; estaban aislados y escondidos entre la vegetación. Era como pasear por una jungla hecha a medida.

Un poco más adelante vimos a Fontenot, de pie ante una puerta a la que se llegaba por un desvío del camino principal. Estaba fumando y desplazando el peso del cuerpo de un pie a otro. Parecía nervioso. Myers salió de una habitación, habló con él y después echó a andar por el camino. Fontenot entró en la habitación de la que acababa de salir Myers.

– ¿Ése es el de Richard?

– No. Ahí se aloja Myers. No es un bungaló completo, sólo una habitación. Richard está en el de delante.

– Espera aquí.

– Si te crees que me vaya quedar aquí esperando es que te has vuelto loco.

– Espera. Primero quiero hablar con Fontenot. Luego iremos a ver a Richard. Puede que Fontenot sepa algo que nos sirva, y si te quedas aquí iremos más deprisa.

– Fontenot va a colaborar. Te lo prometo -aseguró Pike.

Lucy miró a Joe y asintió. Sabía que lo decía en serio y que la velocidad era un factor decisivo.

Así pues, Lucy se quedó en el camino, entre las sombras, mientras Joe y yo nos acercábamos a la puerta. No nos molestamos en llamar ni en decir que éramos del servicio de habitaciones o cualquier tontería por el estilo; le pegamos un patadón tan fuerte a la puerta que el pomo quedó empotrado en la pared. Llevaba ya tres puertas destrozadas en una sola noche, pero me daba igual.

Fontenot estaba viendo la televisión con los pies encima de la cama. En el suelo, a su lado, había una pistola, pero Pike y yo ya estábamos dentro y apuntándole antes de que pudiera agarrada. Titubeó, al ver nuestras armas, y después se humedeció los labios.

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