Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Apartamos la cortina metálica, que estaba medio caída, y entramos en la oficina. En el suelo había montañas de paquetes y colgada del techo vi una enorme bolsa de piececitas de espuma de poliestireno de las que se utilizan en embalajes. En un rincón había un archivador y junto a éste una mesita cubierta de correo sin clasificar y recibos de UPS. Pike fue hasta la puerta trasera mientras yo me ocupaba del archivador.

Me gritó, lo bastante fuerte para que le oyera a pesar de la alarma, que teníamos la salida asegurada.

– Todo bien. Las cerraduras saltarán sólo con hacer palanca.

Abrí el primer cajón del archivador creyendo que me encontraría carpetas repletas de papeles, pero estaba lleno de material de oficina. Seguí con los dos siguientes, que contenían lo mismo. Pike miró por la puerta trasera para ver si se acercaba alguien. Se nos acababa el tiempo.

– Más deprisa.

– Estoy buscando.

Repasé los papeles, las revistas y los sobres esparcidos por la mesa y abrí el cajón de ésta. Era lo único que quedaba. Tenían que estar dentro los contratos de alquiler de los apartados postales, pero sólo encontré documentación de los pedidos de servicios y suministros que necesitaba Star & Stripes para funcionar; no había nada que tuviera relación con los buzones ni con los clientes que los alquilaban.

Pike me dio unos golpecitos en la espalda y miró hacia el aparcamiento.

– Tenemos un problema.

En el aparcamiento había un hombre obeso vestido con un polo amarillo y rodeado por varias personas que nos señalaban. La camisa le iba demasiado pequeña, por lo que la barriga le sobresalía por encima del cinturón como una bolsa de plástico rellena de mermelada. Llevaba la palabra «seguridad» pintada en la pechera, como si fuera una chapa. Tenía una pistola dentro de una funda de nailon negro colgada de la cadera derecha. Le sobresalían tanto los michelines que el arma quedaba casi oculta. Avanzaba con la mano en la pistolera. Tenía cara de miedo.

– Joder, ¿de dónde ha salido ése? -grité.

– Sigue buscando.

Pike pasó por mi lado, pistola en mano. Lo cogí del brazo.

– No, Joe.

– No voy a hacerle daño. Sigue buscando.

El guardia se arrodilló detrás de un coche y miró por encima del maletero. Pike se fue hasta la puerta, de modo que el guardia pudiera verlo. Eso bastó. El pobre hombre se tiró al suelo y se acurrucó detrás de la rueda. Al menos no empezó a pegar tiros. Cuando a uno le pagan el salario mínimo conviene ser discretamente valiente.

Pike y yo oímos las sirenas a la vez. Me hizo un gesto y agité la mano. Se nos había acabado el tiempo.

– Vámonos.

– ¿Lo has encontrado?

– No.

Volvió a cruzar la oficina hasta la puerta trasera.

– Sigue buscando. Aún tenemos unos segundos.

– Desde la cárcel no podremos encontrarlo.

– Sigue buscando.

Y entonces fue cuando vi la caja de cartón marrón debajo de la mesa. Era del tamaño justo para almacenar carpetas. La saqué de allí abajo y la coloqué encima de la mesa. Estaba llena de carpetas numeradas del 1 al 600, y me di cuenta de que cada una correspon día a un buzón. Extraje la del 20S.

– ¡Ya está! ¡Vamos!

Pike abrió la puerta de golpe. Fuera el aire era fresco y la alarma no se oía tanto. Los dos hombres que pelaban patatas gritaron algo hacia la cocina al vernos, y cuando ya nos íbamos salieron dos de sus compañeros. Metimos los coches por una calle de servicio situada tras un multicine que estaba a ocho calles de allí y repasamos la carpeta. Contenía el contrato de alquiler de Eric Shear. En él aparecían un teléfono y su dirección.

Tiempo desde la desaparición: 50 horas, 37 minutos

Eric Shear vivía en un edificio de cuatro plantas llamado Casitas Arms, situado en el extremo occidental de San Gabriel. Estaba a menos de diez minutos de la oficina postal. Era un edificio voluminoso, de los que tenían un centenar de pisos organizados en torno a un atrio central y se publicitaban como «viviendas de lujo con vigilancia». En esos sitios es muy fácil entrar sin invitación.

Aparcamos en una zona donde estaba prohibido hacerla, al lado de la calle, y Pike subió a mi coche. Al encender el teléfono me encontré con tres mensajes de Starkey, pero no hice caso. ¿Qué podía decirle, que el próximo boletín de alerta que recibiera sería sobre mí? Marqué el número de Schilling. A la segunda llamada se escuchó un contestador automático con una voz masculina: «Habla después de la señal.»

Colgué y se lo conté a Pike.

– Vamos a ver -propuso.

Se llevó la palanca. Caminamos pegados a la pared del edificio hasta encontrar unas escaleras externas que podían utilizar los residentes en lugar de los ascensores del vestíbulo. Para acceder a ellas había que abrir una reja cerrada con llave, pero Pike metió la palanca por entre las barras e hizo saltar la cerradura. El piso de Eric Shear era el 313. El edificio estaba estructurado en torno a un patio central con largos pasillos de los que salían otros más cortos, formando una T. El 313 estaba en el otro extremo.

Hacía poco que había anochecido. De los distintos pisos surgían los olores de las cocinas, música y alguna que otra voz. Oí una risa de mujer. Todas aquellas personas vivían sus vidas tan tranquilamente, sin saber que Eric Shear era en realidad Eric Schilling. Seguramente le sonreían en el ascensor o lo saludaban en el garaje. Y en ningún momento se imaginaban a qué se dedicaba o lo que había sido capaz de hacer.

Seguimos por el pasillo hasta unos cuantos ascensores que dejamos atrás hasta llegar a una bifurcación en forma de T. En la pared de delante unas flechas indicaban los números de los pisos de la izquierda y de la derecha. El 313 estaba a nuestra izquierda.

– Atención -advertí.

Me acerqué a la esquina y asomé la cabeza al pasillo de al lado. El 313 estaba al final, ante una salida de emergencia que seguramente daba a unas escaleras como las que acabábamos de utilizar para subir. Había dos papeles doblados metidos en la ranura de la puerta de Schilling unos centímetros por encima de la cerradura.

Pike y yo recorrimos el pasillo y nos colocamos uno a cada lado de la puerta. Aguzamos el oído. El piso de Schilling estaba en silencio. Los papeles eran avisos que recordaban a los inquilinos que el alquiler se pagaba el primero de mes y que el jueves anterior iba a cortarse el suministro de agua durante dos horas.

– Hace tiempo que no pasa por casa -comentó Pike.

Si las notas se habían dejado allí en las fechas que aparecían indicadas, nadie había entrado en casa de Schilling ni salido de ella desde hacía más de seis días.

Coloqué el dedo delante de la mirilla y llamé con los nudillos. Nadie contestó. Volví a llamar y después saqué la pistola y la sostuve con el brazo estirado, pegado a la pierna.

– Abre -ordené.

Pike metió la palanca entre la puerta y la jamba e hizo presión.

El marco cedió con un sonoro crujido y me metí en un gran salón apuntando hacia adelante con la pistola. Al otro lado de la sala había una cocina y un espacio con una mesa de comedor. A nuestra izquierda vimos un pasillo al que daban tres puertas. La única luz procedía de una lámpara de techo colocada en el vestíbulo. Pike fue hasta la cocina en un par de zancadas y después se colocó detrás de mí en el pasillo. Registramos todas las habitaciones para asegurarnos de que el piso estaba vacío.

– ¿Joe?

– No hay nadie.

Volvimos al vestíbulo a cerrar la puerta y encendimos más luces. En el salón casi no había muebles, sólo un sofá de piel, una mesa y un enorme televisor Sony en el rincón opuesto al del sofá. El piso tenía tan pocas cosas que saltaba a la vista que era un lugar de paso, como si Schilling fuese a abandonarlo de un momento a otro, sin dejar nada tras de sí. Era más un campamento que una casa. En la barra que separaba la cocina del salón había un teléfono inalámbrico pequeño, pero sin contestador automático. Fue lo primero que busqué, pensando que podríamos encontrar algún mensaje que nos sirviera.

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