– ¿Vas a llamar a Starkey?
– ¿Qué iba a contarle? ¿Y qué haría ella? Myers no lo reconocerá a no ser que tengamos pruebas.
Regresamos al dormitorio y volvimos a repasar las facturas telefónicas de Schilling para ver si había llamado a Luisiana, pero no aparecía ningún número de fuera de Los Ángeles, excepto el de El Salvador. Registramos otra vez el piso. Miramos todo lo que se nos ocurrió en busca de algo que conectara a Schilling con Myers o viceversa, hasta que ya no tuvimos dónde buscar. Seguíamos sin tener nada. Entonces se me ocurrió otro lugar en el que investigar.
– Tenemos que entrar en la oficina de Myers -propuse-. Vamos.
Corrí hasta la puerta, pero Pike no me siguió. Se quedó mirándome como si me hubiera vuelto loco.
– ¿Qué te pasa? La oficina de Myers está en Nueva Orleans.
– Puede hacerlo Lucy. Puede registrar su oficina desde aquí.
Se lo expliqué mientras corríamos hacia los coches.
Tiempo desde la desaparición: 51 horas, 36 minutos.
Lucy se me quedó mirando sin acabar de abrir la puerta, como si estuviera escondiéndose. Su cara quedaba oculta por una sombra que no sólo tenía que ver con la falta de iluminación; en cuanto la vi me di cuenta de que le habían contado lo de DeNice.
– Uno de los detectives de Richard… -empezó.
– Ya lo sé. Joe está abajo. Déjame pasar, Luce. Tengo que hablar contigo.
Abrí la puerta con delicadeza y entré sin esperar a que me lo pidiera. Tenía el teléfono en la mano. Me imaginé que no lo había soltado desde la noche anterior.
Se la veía aturdida, como el si el peso de aquella tortura le hubiera arrancado todas las fuerzas. Se dirigió hasta el sofá igual que una sonámbula.
– Lo han decapitado -balbuceó-. Un inspector de policía me ha dicho que habían dejado una zapatilla de Ben en medio de un charco de sangre.
– Vamos a darle caza, Luce. Lo encontraremos. ¿Has hablado con Lucas o con Starkey?
– Han venido hace un rato. Ellos dos y el otro inspector.
– Tims.
– Me han contado lo de la furgoneta. Me han dicho que iba a salir en las noticias y que no querían que me enterase así. Me han preguntado otra vez por Fallon y por otros dos hombres, un africano y un tal Schilling. Tenían fotos.
– ¿Y Richard? ¿Han dicho algo de Richard?
– ¿Por qué iban a mencionar a Richard?
– ¿Has hablado con él esta noche?
– Lo he llamado varias veces, pero no lo he encontrado y ya no he sabido nada de él -explicó. Me miró intrigada y añadió en tono de preocupación-: ¿Por qué iban a decirme nada de Richard? ¿Es que también le ha pasado algo?
– Creemos que Fallon puede haberse puesto en contacto con Richard para pedirle un rescate. Ése es seguramente el motivo por el que le hizo todo eso a DeNice, para asustar a Richard y conseguir que pagara.
– Eso no me lo han dicho. -Lucy frunció aún más el entrecejo y meneó la cabeza-. Richard tampoco me ha dicho nada.
– Si Fallon ha conseguido asustarlo lo suficiente habrá conseguido que mantenga la boca cerrada. Y me parece que lo ha asustado mucho. La verdad es que nos ha metido el miedo en el cuerpo a todos. Mira, Lucy, tengo la teoría de que Myers está metido en esto. Por eso han raptado a Ben y por eso sabían tantas cosas sobre mí. A través de Myers.
– Pero ¿por qué…?
Le puse la copia de mi 201 en las manos. Lo miró sin comprender.
– Éste es mi historial militar. Es privado. El ejército no se lo da a nadie a menos que lo solicite yo mismo o que lo haga un juez. Sólo han enviado dos copias de este documento, Lucy, una a Starkey luego de que hubiese empezado la investigación, y la otra hace tres meses a un juez de Nueva Orleans que se la dio a Leland Myers.
Lucy hojeó mi historial. Por la mala cara que puso me di cuenta de que se acordaba del episodio de la sala de interrogatorios.
– Richard te ha investigado.
– Myers es su jefe de seguridad, así que debió de encargarse él. También se ocupa de la seguridad de las instalaciones de Richard en el extranjero. Hoy he hablado con un hombre que me ha contado que Schilling buscaba trabajo de seguridad en Centroamérica.
– Richard tiene intereses en El Salvador. -Levantó la vista. Ya no parecía aturdida, sino furiosa-. ¿Quién era el juez de Nueva Orleans?
– Rulon Lester. ¿Lo conoces?
Lo pensó, intentando ubicar el nombre, y después negó con la cabeza.
– No, me parece que no.
– He hablado con su secretaria. Le envió mi historial a Myers, que se quedó con una de las dos únicas copias que ha mandado el ejército. Joe y yo encontramos ésta en un piso de San Gabriel que Eric Schilling tiene alquilado. Ha hecho al menos seis llamadas a un número de teléfono de San Miguel, en El Salvador, que corresponde a Michael Fallon. El de tu contestador es Fallon, Lucy. He llamado a ese número y he reconocido la voz.
Saqué las facturas telefónicas de Schilling y le señalé las llamadas a El Salvador. Miró el número y llamó con su teléfono. La observé mientras se establecía la conexión. La observé mientras escuchaba. Se le mudó el gesto cuando oyó aquella voz, y después apretó con rabia el aparato para colgar. Lo estrelló contra el brazo del sofá. No impedí que lo hiciese. Esperé.
– Sólo pueden haber conseguido mi 201 a través de Myers, que probablemente fue quien ideó todo y después los reclutó a ellos. Raptaron a Ben cuando estaba conmigo para montar una tapadera que Richard se creería a pie juntillas. Seguro que Myers lo convenció de que se viniera a Los Ángeles con sus propios hombres para buscar a Ben. Así él podía organizarlo todo desde dentro y controlar las reacciones de Richard. Era el hombre fuerte de éste en la investigación y podía hacerle llegar la petición de rescate y animarlo a pagarla.
Lucy me miraba sin pestañear.
– Richard está en el hotel Beverly Hills. Vamos a verlo.
No me moví.
– ¿Para decirle qué? Tenemos el historial, pero no podemos demostrar que Myers los conozca. Si no conseguimos nada definitivo, lo negará todo y nos quedaremos atascados. Si se entera de que lo sabemos sólo le quedará la opción de deshacerse de lo que pueda incriminarlo.
Deshacerse de Ben.
Lucy se dejó caer en el sofá.
– Has venido a que te ayude -dijo-. Ya sabes qué es lo que quieres que haga, y tiene que ser algo que no puedes hacer sin ayuda, porque entonces no estarías aquí.
– Si Myers contrató a alguno de ellos antes de montar el secuestro, seguramente lo hizo de forma legal, con papeles. En la empresa de Richard debería haber constancia de ello. Tenemos el teléfono de Fallon en El Salvador y el de Schilling en San Gabriel. Si Myers ha llamado a alguno de los dos en algún momento y por el motivo que sea desde un teléfono de la empresa, habrá quedado registrado.
– Pero no queremos pedirle a Richard que lo compruebe porque puede perder los estribos delante de Myers.
– Myers no puede enterarse.
Lucy se hundió en el respaldo, pensativa. Miró la hora.
– Ya casi son las diez en Luisiana. No debe de quedar nadie en la oficina.
Entró en su dormitorio y regresó con una maltrecha agenda de piel. Empezó a pasar hojas.
– Antes del divorcio tenía varios amigos en la empresa de Richard. Con algunos me llevaba muy bien. Todo el mundo sabía que era un gilipollas, en especial quienes trabajaban con él. -Se sentó con las piernas cruzadas en el sofá y cogió el teléfono. Marcó un número-. ¿Hola, Sondra? Soy Lucy. Sí, estoy en Los Ángeles. ¿Qué tal todo?
Sondra Burkhardt había sido la interventora de Richard durante dieciséis años. Su función era supervisar un departamento de contabilidad que era responsable de pagar las facturas de la empresa, tramitar los cobros y controlar el flujo de efectivo. Lo hacía casi todo por ordenador. Sondra había jugado al tenis con Lucy en la universidad y de hecho Lucy era la que le había encontrado el trabajo. Tenía tres hijos, el menor de ellos de seis años. Lucy era su madrina.
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